Hablar de religiones –en plural– es algo que hoy nos parece normal. De hecho, podemos definirnos en términos de una religión. Una religión puede abrirnos algunas puertas –acceso al funcionariado, a los medios de comunicación de masas, a las oficinas de hacienda cuando se trata de una exención fiscal o, en algunos casos, las puertas de una cárcel–. Pero, aunque en tanto individuos podamos pertenecer a una religión, ya no podemos «des-pensar» la declinación plural del término cuando usamos el concepto para describir tanto las sociedades de nuestra época como las históricas. Y, sin embargo, cada vez con mayor frecuencia, surgen tendencias que desafían dicha categorización. «New Age» ha sido uno de esos conceptos. «Espiritualidad» se dibuja cada vez más como otro de ellos y «misticismo» tiene una larga historia en tanto manifestación en este sentido. Innumerables personas, cristianas, musulmanas e hindúes, hablan con bastante naturalidad de sí mismas en tanto pertenecientes a una de las muchas religiones (es raro que se pertenezca a varias), pero tenemos buenas razones para preguntarnos si, en muchos casos, no deberíamos hablar de culturas y de diferencias culturales más que de feligresía en las diferentes religiones.
Cuando un concepto tiene muchos sentidos diferentes se abren ventanas de comparación a través del tiempo y del espacio y, en muchos casos, solamente entonces empieza a ser posible tener una conversación con sentido. Pero una historia, en cambio, solo se logra comunicar cuando el número de conceptos en juego es limitado, cuando se garantiza una recognoscibilidad a quienes participan, a pesar de las pequeñas diferencias; de otro modo, nos enfrentaríamos a una multitud de historias dispares, a veces en conflicto, con resultados que pueden ser entretenidos (pensemos únicamente en Las mil y una noches) y completamente informativos y reveladores (mil relatos diarios que se suman a una «microhistoria») pero que no tendrían un fin, una «moraleja». Esto es especialmente cierto en el caso de una historia tan larga como la que aquí se intenta contar, en la que los actores cambian repetidamente o, al menos, cambian con una frecuencia mucho mayor que los parámetros de las prácticas y de los conceptos religiosos.
Por supuesto, a las dificultades se suma la armonización conceptual cuando el intento de alcanzar dicha armonía nos lleva a imponer una apariencia de continuidad que enmascara los cambios y las transformaciones ininterrumpidas. En ese momento es crucial refinar nuestros conceptos, apreciar las diferencias. Empezamos a ver que el mundo que describimos comprende muchos espacios geográficos, donde tienen lugar muchos tipos distintos de acontecimientos: un cambio que percibimos en un lugar puede que también haya sucedido en otro, pero no tenemos ninguna garantía de que haya tenido las mismas consecuencias en ambos escenarios. Así pues, aunque una historia de la religión mediterránea no sea una historia universal de la religión, debe siempre tener en cuenta otros espacios geográficos, debe preguntarse qué ocurrió en ellos y debe percibir los momentos en los que las ideas, los objetos y las personas atravesaron esos muros erigidos por nuestra imaginación mediante la metáfora de los espacios separados.
Mi narración mediterránea reconoce que en otras épocas y en otros ámbitos tuvieron lugar transformaciones comparables con resultados semejantes (en religiones, en ensamblajes de prácticas, en los conceptos y en los símbolos), y que las personas a las que afectaron estas transformaciones las percibieron claramente. Estoy pensando en concreto en Asia occidental, oriental y meridional. Y, sin embargo, en el último medio milenio, en muchas de estas zonas, la religión ya era muy diferente. Yo sostengo que la institucionalización de la religión característica de la Era Moderna en muchas partes de Europa y de las Américas, y la rigidez espoleada por el conflicto de las «religiones» o «confesiones» de las que se podía ser o no miembro –pero solamente de una en una– se debe a las particulares configuraciones de la religión y del poder que predominaron en la Antigüedad y en su codificación legal en la Alta Antigüedad. No solamente la expansión islámica sino, por encima de todo, los acontecimientos específicamente europeos de la Reforma y de la formación de los Estados nacionales reforzaron el carácter confesional y la consolidación institucional de las redes religiosas suprarregionales. Este modelo se exportó a muchas partes del mundo (aunque, por supuesto, no a todas) a lo largo de la expansión colonial y, con frecuencia, con un espíritu de arrogancia[1].
Es esta historia, primero en torno al Mediterráneo y después, progresivamente, euromediterránea, lo que nos lleva a centrarnos en Roma. Pero nuestra elección de Roma como núcleo sería un error si lo que estuviéramos buscando fueran los mitos de origen. El politeísmo antiguo y sus mundos narrativos no se desarrollaron en absoluto cerca de Roma, sino más bien en Oriente Próximo, Egipto y Mesopotamia. Las tradiciones monoteístas del judaísmo, el cristianismo y el islam conectaron en Jerusalén, no en la ciudad a orillas del Tíber. Más aún, tenemos que agradecer a Atenas, y no a la ciudad de las Siete Colinas, la polémica separación de la filosofía y la religión, prácticamente una característica única del pensamiento religioso occidental. Incluso la codificación del derecho en lengua latina, el Corpus iuris civilis, que ha dejado su impronta en tantos sistemas legales modernos, surgió de Constantinopla, la Roma del Imperio bizantino, y no de su predecesora italiana. Sin duda la palabra religio tiene su origen en Roma. Pero eso tiene muy poca relevancia para el cambio que constituye el tema del presente relato.
Pero el origen no lo es todo. Roma estaba emplazada en una parte del mundo con una larga historia de absorción de los impulsos culturales, más que de la creación de estos. Desde finales del primer milenio a.C. en adelante, la ciudad exportaba múltiples concepciones de la religión por todo el Mediterráneo[2]. Y, después de la destrucción de Jerusalén, el poder político romano se convirtió en un factor central de la historia de las distintas identidades religiosas. Cuando el Imperio creció para convertirse en un espacio multicultural con una nueva estructura estratificada del poder, el intercambio acelerado de ideas, mercancías y personas dentro de este espacio, la atracción que su centro ejercía, tanto sobre profetas como sobre filósofos, fueron todos ellos factores que se combinaron para garantizar que Roma sería el punto focal del primer milenio d.C. En los siglos anteriores, hay que concebir a Roma como un ejemplo más del desarrollo mediterráneo, uno más de ellos, con su propia historia y su cronología, lo que tiene como consecuencia que tenemos que cuestionarnos continuamente lo que se puede considerar típico y lo que no se puede considerar típico de otras regiones. La veta distintiva que representará Roma en la presente historia solo quedará patente, por lo tanto, a partir de una reflexión sobre sus inicios italianos y mediterráneos.
Nuestra atención queda liberada, por lo tanto, para cubrir el amplio espectro de concepciones, símbolos y actividades religiosas, todo el abanico de prácticas culturales, desde las altas culturas orientales de la Antigüedad Tardía (y más allá), y para observarlas mientras experimentan procesos esenciales de desarrollo, todos ellos con una multiplicidad de aspectos comunes. Desde una perspectiva a largo plazo y global, el desarrollo de las formas particulares y sus cambios en la arquitectura y en los medios de comunicación adquieren aquí una importancia considerable. La imaginería del budismo, que surgió desde la India, tiene una enorme deuda con las modificaciones griegas de los arquetipos egipcios, como puede verse en el arte de la región de Gandhara. El concepto de un «panteón» de deidades que interaccionan en una jerarquía, un concepto que una vez más se originó en Asia occidental y en el antiguo Oriente, jugó un papel importante a la hora de definir la forma y la personificación de las concepciones griega y romana de lo divino, y en su adopción posterior por el cristianismo. La historia religiosa del periodo romano tiene unas vastas ramificaciones. En el mundo mediterráneo tenemos la formación del judaísmo, del que después surge el cristianismo y la difusión de la forma romanizada del cristianismo a través de Roma y Constantinopla, mientras que el islam aparece en la periferia suroriental de este mismo mundo y, con su expansión por el sur, cada