En realidad, lo que le ocurría al de Illinois —muy lejos de una auténtica insuficiencia económica— era que tenía la necesidad de satisfacer la entraña vital de su condición de artista, de escritor, la necesidad de vivir de cerca el drama de vida o muerte que se plantea intenso en el devenir de una civilización, y más si este devenir está enraizado con la esencia de un modo de ser, al fin y al cabo condición. Hemingway, sabiamente, apartó de todo este tráfago de percal y seda lo que pudiera haber de falso folklore de la realidad misma de la vida. Y se limitó, como veremos, por la esencia de su personalidad, a ahondar en el dramatismo de un arte que tiene música y que ya es clásico.
Apartándonos de elucubraciones, y para definir rotundamente cuál es la actitud del Premio Nobel, me referiré desde ahora a su afición. Ésta era tan grande que en cierta ocasión le dijo a un amigo llamado Fitzgerald que el cielo debía de ser como una permanente corrida de toros, y que para descansar había cerca de la plaza un río con truchas. No podemos olvidar —así lo creo yo— que la pesca de la trucha en los ríos del Pirineo Navarro fue lo que condujo al escritor hasta los Sanfermines.
Si a todo lo dicho añadimos su objetivismo crítico de escritor y periodista interesado, hasta en lo más mínimo, por todo cuanto afectaba de una manera u otra a la fiesta, el conocimiento exacto del arte taurino y la sagaz perspicacia de su genio, comprenderemos que, además de lo que por aquí se llama un buen aficionado, Ernesto Hemingway era un “entendido” en toda la extensión de la palabra.
Creo conveniente aclarar, con justicia reconocida universalmente, que Hemingway, ante todo y sobre todo, era un escritor. Hecha esta salvedad, añado que no era desde luego un cronista taurino al uso y sí un periodista genial, porque nunca fue desafortunado ser escritor y además periodista. De ello hay muchos testimonios en la literatura española para que pueda menospreciarse la condición de periodista. De cualquier forma, Hemingway había llegado a la estilización máxima —sin nostalgias— en su manera de escribir y en su idioma. Respecto a los toros he de añadir que los entendía, además de como espectáculo, como un arte, sin mayores sutilezas eruditas que nunca fueron buenas para escritores geniales. Y los comprendía sin recurrir a textos taurómacos —que no desconocía— y juzgando siempre la manifestación emocional del encuentro entre él y el hombre dentro de la dignidad clásica y la valentía. Porque es bien cierto que en ningún momento entendió la cobardía, ni en los toros, ni en la caza, ni en la vida.
En 1959, la figura del barbudo Premio Nobel era ya familiar en las revistas y los periódicos españoles, y además estaba grabada en el ánimo de la gente de la calle que rara vez se asomaba a las publicaciones, diarias y semanales, si no era para seguir los resultados de los partidos de fútbol o las peripecias de Loroño y Bahamontes en Francia, aparte de las crónicas de sociedad sobre las bodas de las familias reales europeas. Fue por esta época cuando parecía que el espectáculo taurino, o con más fidelidad el arte divino de Cúchares, que dicen los pontífices de la crítica, aunque nunca vieran a Cúchares, estaba más dejado de la mano del pueblo. Aquel pueblo que empeñaba los colchones en el Monte para ver a Joselito y Belmonte, y que ahora lo hace para insultar al vecino de localidad y aplaudir a los ases extranjeros injertados en los equipos de fútbol españoles.
Mientras la vetustez de nuestros cosos taurinos —recordemos los incendios de las plazas de toros de Bilbao y de Zaragoza— alcanzaba límites insospechados en orden a la solidez, seguridad e higiene, prosperaban los estadios, que si sirvieran para el ensanchamiento de los pulmones de nuestra juventud en atención a su esfuerzo atlético, ¡bendito sea Dios! Pero es cosa triste que no ha acontecido así con el deporte que también amaba Hemingway. Fue en el año siguiente, en 1960, relegada la figura genial y sobre todo humana de Manolete, cuando Hemingway anima de nuevo a la afición y caldea el ambiente taurino recordando a todos los que había olvidado por una u otra razón —allá odio o paternalismo perdidos—, sin premeditación y mucho menos alevosía, que la figura del cordobés pesaba todavía en los ambientes taurinos. A finales de este año aparece en la revista Life un reportaje que firma Hemingway y que es resumen de un libro inédito hasta hace poco. El reportaje alcanza tres números de la publicación y arma la revolera en México, en España e incluso en los Estados Unidos. Me refiero a The Dangerous Summer (El verano sangriento).1
Manolete
Han desenterrado a Manolete. Se arremolina la gente a su alrededor con curiosidad. Unos ya le habían conocido en vida, pero no se acordaban de él. Otros le ven ahora por primera vez. Los que le conocieron y los que no le vieron nunca, opinan ahora acerca de lo que fue. Todo ha pasado. No queda rastro de la corrida.
Gregorio Corrochano, Cuando suena el clarín
Como he querido reseñar, cuando la figura de Manolete —aquí se olvida pronto— era pura historia o pasado refugiado en versos cacofónicos y cuplés de pandereta, Hemingway, impensadamente, da pie a una polémica en la que desgraciadamente no pudo participar cuando quiso, ni quiso cuando aparentemente hubiera podido. Cuando sólo se recordaba al cordobés para amenizar o popularizar la urgencia de algún novillero o matador aludiendo a la planta, la manoletina o el natural, o con motivo del triste aniversario de su muerte en la misa de la Diputación madrileña —recuerdo y presencia de organizadores agradecidos—, sin que la cosa alcanzara mayor trascendencia. Tengo que hacer una salvedad al respecto y es que, cuando la polémica se inició en España, Ernesto ya estaba bastante enfermo, y cuando la propia revista Life —como veremos a continuación— le requirió para ello, que yo recuerde, al menos en España, El verano sangriento no había tenido todavía comentarios despectivos y sangrantes. Sé por Antonio Ordóñez y por amigos íntimos de Hemingway que, a fines de diciembre de 1960 y principios del año 1961, el escritor tenía prohibido en la Clínica Mayo no sólo las visitas, sino también la recepción de cartas. El alegato más directo y más documentado —para quienes no conozcan la personalidad y la obra de Hemingway— contra el conocimiento taurino del Nobel salió justamente en mayo de 1961 y para la Feria del Libro de Madrid. Me refiero a Cuando suena el clarín. Recibí una carta del propio Corrochano, seguramente obcecado en aquel momento, en la que aludía a la muerte de Hemingway calificando el suceso como sorpresa desgraciada.
Lo cierto es que Hemingway no pudo defenderse, y que en la polémica se oyeron bastantes, ¡muchas!, voces tendenciosas, y no del tendido, que sí de resentidos, de “profesionales” de la pluma y del toreo. Lo que es evidente es que, en noviembre de 1960, la redacción de la revista Life en español estuvo en estrecho contacto con Hemingway. Decía Life que la publicación de El verano sangriento suscitó un clamor de censura en el mundo de habla hispana contra lo que muchos lectores consideraban comentarios irreverentes de Hemingway contra Manolete. Y añadía:
Le telegrafiamos invitándole a que contestara a sus críticos. Desde su refugio en las montañas de Idaho nos explicó por teléfono que le inquietaba mucho el furor que había ocasionado. No quería trabarse en batalla verbal con sus críticos, pero nos pidió que expresáramos su pesar por lo que en su narración pudiese erróneamente interpretarse como denigrante para la memoria del héroe desaparecido.2
Antes de seguir transcribiendo este texto de Life, quiero referirme al empleo del término “héroe”, que, como los anteriores, es de la redacción de Life y no de Hemingway. Me refiero a los adjetivos, no al espíritu del texto. El término héroe se utiliza normalmente