Los dos criterios que podríamos distinguir son la actitud del investigador hacia el objeto de estudio y la postura que toma respecto al «problema de los orígenes». Como indica José Álvarez Junco (2016: 1-52), el paso durante el siglo XX de una actitud «esencialista», frecuente en los nacionalistas y que asume la existencia de elementos inmanentes ajenos al devenir humano concreto y por lo tanto inalterables, a otra más histórica, en la que las naciones se conciben como construcciones humanas resultado de procesos potencialmente descifrables por las Ciencias Sociales, supuso una auténtica «revolución científica» en la academia.
La posición respecto a los orígenes admite numerosas clasificaciones, pero no resulta una simplificación excesiva identificar una dualidad básica. Por un lado, están aquellos para los que los fenómenos nacionales se definen por unos rasgos concretos asociados a la modernidad como tipo específico de desarrollo humano y, por lo tanto, no existen antes de ella (modernismo). Los momentos en los que colocar la separación entre lo premoderno y lo moderno varían, pero la mayoría de los autores señalan el conjunto de revoluciones que tuvieron lugar a finales del siglo XVIII y principios del XIX como momento de surgimiento o, si se quiere, de transición desde lo que ellos llaman «protonacionalismo» (Hobsbawm, 1991: 23-88) o «patriotismo étnico» (Álvarez Junco, 2001a: 31 y ss.) al «nacionalismo moderno». Este último se distinguiría por la afirmación de la comunidad nacional como soberana.2
Por otro lado, están los que de una manera más o menos frontal muestran una insatisfacción ante esta dicotomía. Los críticos del modernismo evitan el criterio de soberanía y llaman la atención sobre las continuidades, aminorando el significado de los momentos de ruptura. Así, la distinción entre una nación premoderna y otra moderna no implicaría un cambio conceptual estructural que requiriera otro término diferente, sino sería más bien una cuestión cualitativa de intensidad y transformación gradual.3
Los primeros suelen tener dificultades en dar cuenta de la evidencia empírica previa al siglo XIX y los usos de la idea de nación que hay en ella, acusando la normatividad inherente a la idea de nación soberana como única forma de nación relevante. Los segundos, frecuentemente tachados de (cripto)nacionalistas y carentes de rigor, con frecuencia son incapaces de resolver la diferenciación entre etnia y nación dado su concepto de nación tan flexible y expansivo, a la vez que suelen ser víctimas de una «ilusión de continuidad» que los lleva a proyectar la permanencia de significantes sobre los significados.
Las asunciones se alimentan de un lugar común: la primera historia de las naciones fue la historia de los nacionalistas. Imbuidos de lo mismo sobre lo que escribían, sus producciones acababan formando parte de la nación en lugar de pensarla críticamente. Ante ello hubo una reacción que expulsó a los márgenes de lo aceptable la instrumentalización política que se hacía anteriormente. Por lo tanto, que haya nacionalistas haciendo la historia del nacionalismo dentro de la academia es algo que parecería darse por superado. No obstante, la realidad es diferente y el nacionalismo académico sigue siendo un tabú. En los casos más innegables, la defensa tiende a ser acusar al interlocutor de ser otro nacionalista, solo que encubierto. El coste de esta situación es enorme; la solución resulta casi imposible, dada la naturaleza de los sistemas universitarios y el peso de los factores políticos y sentimentales.
Como derivación de esto, y de una manera deontológicamente menos espuria, con demasiada frecuencia se minusvalora la influencia del mundo privado del investigador (su educación, sus creencias e ideología, sus circunstancias personales, etc.) en sus categorías de análisis y la manera en que las utiliza. Desde luego, no se suele explicitar, pese a las continuas llamadas a la reflexividad que siempre se hacen. Esto no tiene por qué derivar automáticamente en una manipulación (tener una idea y después intentar que la realidad encaje en ella), pero es innegable que las preguntas de investigación suponen un condicionamiento en la búsqueda y ordenación de la evidencia empírica. Actuar como si en la formulación de esas preguntas hubieran operado factores exclusivamente académicos resulta ingenuo. En último término, el lector acaba aventurando una deducción de ambos elementos desde el propio texto y la información extratextual disponible.
Al final, resulta un tanto contradictorio cómo se afirma la historicidad de las naciones para desmontar el argumento «esencialista» de los nacionalistas y después se utilizan instrumentos de la filosofía o la teoría política para construir una definición de «nación» tácitamente normativa y, por lo tanto, a su manera, igualmente esencialista. Aceptar la naturaleza de los fenómenos nacionales implica asumir que tal cosa no existe sino en plural y a lo largo del tiempo. Por lo tanto, creemos que es la historia en sus diferentes subdisciplinas (historia intelectual, historia de los conceptos, historia del pensamiento político, etc.) la que mejor nos permitirá evaluar en qué medida los conceptos «nación» y «nacional» experimentaron en su utilización durante la era de las revoluciones un Sattelzeit, utilizando el concepto koselleckiano, que transformó radicalmente sus significados pese a la continuidad en los significantes.
En el sentido de esta problemática puede leerse la aportación de Philip Gorski (2000: 1450-1452), quien sostiene, a partir del caso de los Países Bajos, la posibilidad de un nacionalismo (protestante) moderno en el siglo XVII. Tal conclusión sería posible incluso aplicando los propios criterios modernistas en su análisis del concepto «nación»: un nacionalista piensa que el mundo está compuesto de naciones esencialmente distintas entre sí, que la nación de uno tiene un carácter o misión especiales y que debe ser soberana para su realización, tendiendo a equiparar las categorías nación, pueblo y Estado. Además, el nacionalismo puede encontrarse de manera trasversal en términos sociales y se caracteriza por la movilización política frente a otros fenómenos identitarios. Gorski (2000: 1460-1462) señala que más que una única historia del nacionalismo, se deberían explorar las genealogías de cada caso y cómo se invoca la nación en cada uno. Esto puede revelar situaciones muy antiguas de nacionalismo y otras que tienen menos de un siglo, comparando el discurso nacionalista como un lienzo en el que cada hilo puede tener su historia particular.
A nationalist discourse, in this schema, is simply a discourse that invokes «the nation» or its kindred categories, and what distinguishes nationalist discourses from one another is the narratives they employ (the «fibers») and the specific way in which they spin them together (into «threads»). The scholar’s job is to describe and explain the results of this process, to show how and why a particular fabric, thread, or fiber looks the way it does.
Ante este tipo de argumento, Breuilly intenta una acomodación en el esquema modernista de la evidencia que aporta Gorski. Flexibiliza la existencia de identidades nacionales y sociedades en proceso de modernización antes de finales del siglo XVIII, sociedades como la holandesa hacia 1600-1650, en las que, debido a los inicios de esa modernización temprana, habrían comenzado a darse las condiciones para el nacionalismo. Sin embargo, de existir, las identidades nacionales premodernas estarían socialmente circunscritas a las élites e ideológicamente no definidas en términos conflictuales o por una función política específica. Breuilly (2005: 83-85) añade como factor determinante que la nación, entendida como «una sociedad», se convierta en la fuente de legitimidad del poder (principio de soberanía nacional), y no sea solo un simple instrumento empleado por una autoridad ya legitimada por otras vías.
Para este autor, «perennialists have jumped from apparent national identity processes identified in fragmented discourses to construct an over-coherent idea of the nation. I will stress the need to establish processes of producing national identity which go beyond demonstrating that “nation” and cognate terms are found in texts» (Breuilly, 2005: 69). De esta forma, «the recurrence of particular words in pre-modern and modern discourses does not establish significant similarities or continuities between those sources. Similarities in the functions of the words are what matter». Breuilly no entiende «funciones» solo de manera intratextual, sino también en términos sociopolíticos. Hacer esto, el estudio de los usos de la nación y sus significados,