Un drama de caza. Anton Chejov. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Anton Chejov
Издательство: Bookwire
Серия: Clásicos
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9786074572001
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      Un drama de caza

Editorial

      Un drama de caza (1919) Antón Chéjov

      Editorial Cõ

      Leemos Contigo Editorial S.A.S. de C.V.

      [email protected]

      Edición: Octubre 2021

      Imagen de portada: Rawpixel

      Traducción: Anna Lev

      Prohibida la reproducción parcial o total sin la autorización escrita del editor.

      Un drama de caza (Basado en un hecho auténtico)

      Un buen día de mediados de abril de 1880 entra en mi despacho Andrei y con un misterioso susurro me dijo que en la antesala se encontraba un caballero que insistía en que le recibiera.

      —Creo que es un funcionario —añadió—. Lleva en la gorra una insignia de colores.

      —Dile que venga a verme en otra ocasión —le dije—. Hoy estoy muy ocupado. Dile que el jefe de redacción sólo recibe los sábados.

      —Vino anteayer y preguntó por usted. Dice que se trata de un asunto importante. Suplica verlo casi con lágrimas en los ojos. Los sábados, según dice, no está libre. ¿No podría usted recibirlo?

      Suspiré. Dejé la pluma en la mesa y me dispuse a recibir al hombre de la insignia. Los escritores incipientes y los tipos más excéntricos se sienten por lo general atraídos por la palabra “Redacción” y le hacen perder a uno un tiempo precioso. Una vez que el editor ha dicho “¡Hágalo pasar!”, se levantan pausadamente, se suenan la nariz con toda parsimonia y se dirigen a la puerta con paso lento, lo cual le hace perder a uno un tiempo precioso. El hombre de la insignia, en cambio, no se hizo esperar. Apenas se había cerrado la puerta tras Andrei cuando apareció un hombre alto y fornido que llevaba unos papeles en una mano y una gorra con un distintivo en la otra.

      El hombre que deseaba entrevistarse conmigo desempeña uno de los papeles más importantes de mi relato, por lo que me apresuraré a describirlo.

      Era, como ya he dicho, alto y fuerte como un caballo de tiro. Todo en su aspecto denotaba salud y energía. El rostro era sonrosado, las manos grandes, los hombros anchos. Su musculatura y su espesa cabellera demostraban patentemente su salud. Debía de tener unos cuarenta años. Vestía con gusto: un traje de espesa lana a la última moda. Una gruesa cadena de oro adornaba su pecho; en su dedo meñique brillaba un diamante. Pero, lo que es más importante, y aún esencial, en el protagonista de una novela o relato que se respete, era extraordinariamente guapo. Como no soy ni mujer ni pintor, entiendo muy poco de belleza masculina, pero el caballero de la insignia, con su cara larga y musculosa, me produjo una honda impresión. La nariz era la de un héroe griego, los labios delgados, los ojos azules y en cierto modo misteriosos, con ese “misterio” que puede verse en algunos animales pequeños cuando están apesadumbrados o enfermos. Algo importante, infantil, resignado y dolorido... La gente astuta no tiene esos ojos...

      Su rostro entero parecía transpirar candor y sinceridad. Si es cierto que la cara es el espejo del alma, yo podría haber jurado el mismo día que le conocí que el caballero de la insignia era incapaz de mentir. Podía hasta haber hecho una apuesta.

      Si la habría ganado o no, es cosa que el lector sabrá más tarde.

      Su cabellera y su barba, de color castaño, eran espesas y suaves como la seda. El cabello suave es señal de un alma tierna y sensible. Los criminales tienen en la mayoría de los casos una pelambre áspera. Si esto es cierto o no, es cosa que también sabrá el lector. Ni la expresión de su cara ni la suavidad de la barba podían compararse en delicadeza a los movimientos de su enorme cuerpo. Esos movimientos parecían denotar educación, cultura, gracia y, si se me permite el comentario, también cierto aire de afeminamiento. Mi protagonista no habría tenido que hacer más que un ligero esfuerzo para doblar una herradura o aplastar una lata de sardinas, y, sin embargo, ninguno de sus movimientos denotaba esa fuerza física. Podía asir el pomo de la puerta o el sombrero como si se tratara de una mariposa, delicada y cuidadosamente, como si apenas posara los dedos sobre esos objetos. Caminó silenciosamente y me estrechó la mano con suavidad. Al mirarlo, uno olvidaba que tenía la fuerza de Goliath y que con una sola mano podía levantar pesos que ni cinco hombres como Andrei, mi empleado, habrían podido mover. Al observar la ligereza de sus movimientos era imposible creer en su fuerza. Spencer habría podido definirlo como un modelo de gracia.

      Al entrar en el despacho, se quedó confuso un instante. Su naturaleza delicada y sensible reaccionó ante mi rostro ceñudo y poco amable.

      —¡Perdóneme, por el amor de Dios! —comenzó a decir con voz aterciopelada de barítono—. He venido a verlo a una hora indebida y lo he obligado a hacer conmigo una excepción. Está usted muy ocupado, lo sé. Pero, señor redactor, mañana debo emprender un viaje a Odessa por razones de negocios... Si hubiera podido posponer mi viaje hasta el sábado, le aseguro que no le habría pedido que hiciera esta excepción. Yo me someto a las reglas porque amo el orden...

      “¡Cómo habla!”, pensé mientras tendía una mano hacia la pluma, tratando de hacerle comprender con ese movimiento cuán ocupado me hallaba (hasta entonces ese tipo de visitantes siempre me había aburrido).

      —No le robaré más que unos cuantos minutos —continuó mi héroe con tono de disculpa—. Pero antes permítame presentarme... Iván Petrovich Kamichev, abogado y antiguo juez de instrucción. No tengo el honor de pertenecer al círculo de los escritores; sin embargo, vengo a visitarle por razones estrictamente literarias. A pesar de que friso ya en los cuarenta, se encuentra ante usted un principiante... ¡Más vale tarde que nunca!

      —Mucho gusto... ¿En qué puedo serle útil?

      El hombre que se daba a sí mismo el título de principiante se sentó y dijo sin levantar los ojos del suelo:

      —Le he traído una pequeña novela que me gustaría ver publicada en su periódico. Señor redactor, le diré con toda sinceridad que no he escrito esta novela para lograr celebridad como autor ni para recibir el elogio de los críticos. Ya no estoy en edad para esas cosas. Si me he aventurado en el camino de la literatura ha sido por razones puramente comerciales... Quiero ganar algún dinero... Por el momento no tengo ocupación alguna. Durante cinco años fui juez de instrucción en el distrito de S., pero ni hice fortuna ni conservé la inocencia...

      Kamichev me miró con sus ojos bondadosos y sonrió cordialmente.

      —El servicio es tedioso. Trabajé, trabajé hasta que no pude más y lo abandoné. Ahora no tengo ocupación. Hay días en que casi no puedo comer... Si a pesar de su poco valor publica usted mi historia, me hará un gran favor. Un periódico no es una institución filantrópica, ni un asilo de ancianos..., lo sé..., pero si fuera usted tan amable...

      “¡Mientes!”, pensé.

      La cadena de oro y el anillo de diamantes no se correspondían con el hecho de escribir para ganar un mendrugo de pan. Por otra parte, una ligera nube ensombreció el rostro de Kamichev, lo que un ojo experimentado puede advertir solamente en las personas que rara vez mienten.

      —¿Cuál es el tema de su obra? —le pregunté.

      —¿El tema?... ¿Cómo decírselo?... El tema no es nuevo... Amor, un asesinato... Léala; usted mismo lo verá... Son las memorias de un juez de instrucción.

      Debí de fruncir el ceño. Kamichev se me quedó mirando en plena confusión. Entrecerró los ojos, y luego continuó hablando de prisa:

      —Mi novela está escrita en el estilo convencional de los viejos jueces de instrucción. En ella encontrará usted un hecho real... Todo lo que cuento sucedió ante mis ojos del principio al fin. No sólo fui testigo, sino también uno de los actores del drama.

      —La verdad no interesa. No es importante haber visto un hecho para describirlo. Nuestros pobres lectores están hartos de Gaboriau y de Chkiliarevski. Están hartos de crímenes misteriosos, de detectives hábiles y de la extraordinaria sagacidad de los jueces de instrucción. El público lector, por supuesto, varía; yo le