Matarratas condujo al detenido al jardín, tomó el látigo de un legionario que se hallaba al pie de una estatua de bronce y, agitándolo sin mucha fuerza, golpeó al prisionero en el pecho. El movimiento del centurión fue suave y negligente, pero el detenido se derrumbó, como si le hubiesen cortado las piernas, tragó aire, su rostro perdió el color y los ojos la expresión.
Suavemente, con la mano izquierda, como si fuera un saco vacío, Marc alzó al caído, lo puso sobre sus pies y le dijo con voz gangosa, pronunciando mal en arameo:
—Al Procurador romano se le llama Hegémono. Otras palabras no se dicen y se mantiene uno en firme. ¿Me comprendiste o es necesario que te vuelva a pegar?
El detenido se tambaleó, pero se dominó. Los colores le volvieron, recobró la respiración y respondió enronquecido:
—Te entendí. No me golpees.
Enseguida se hallaba de nuevo frente al Procurador.
Una voz enferma y apagada se escuchó.
—¿Nombre?
—¿El mío? —respondió con premura el detenido que, con todo su ser, mostraba su disposición a contestar sensatamente, sin provocar mas ira.
El Procurador dijo en voz baja:
—El mío me es conocido. No finjas ser más estúpido de lo que eres. El tuyo.
—Joshúa —se apresuró a contestar el detenido.
—¿Tienes apodo?
—Ga-Nozri.
—¿De dónde eres?
—De la ciudad de Gamala(9) —contestó el detenido y con la cabeza hizo un gesto, como indicando que la ciudad se hallaba en algún lejano lugar, a la derecha y hacia el norte.
—¿De quién desciendes?
—No lo sé exactamente —respondió con vivacidad el acusado—, no recuerdo a mis padres. Me han dicho que mi padre era sirio...
—¿Dónde vives permanentemente?
—No tengo un domicilio permanente —dijo el detenido con timidez—; viajo de ciudad en ciudad.
—En pocas palabras, eres un vagabundo. ¿Tienes parientes? —Ninguno. Estoy solo en el mundo.
—¿Sabes leer y escribir?
—Sí.
—¿Además del arameo, conoces otra lengua?
—Sí, el griego.
Un párpado hinchado del Procurador se levantó y el ojo, cubierto por una nube de dolor, se clavó en el detenido, pero el otro ojo permaneció cerrado.
Pilato habló en griego.
—¿Así que eres tú quien se proponía destruir el templo e incitaba al pueblo para que lo hiciera?
De nuevo, el prisionero se animó, sus ojos dejaron de reflejar miedo y contestó en griego.
—Yo buen... —el terror asomó a sus ojos porque había estado a punto de confundirse—... Yo, Hegémono, jamás en mi vida me he propuesto destruir el templo y a nadie he incitado a esta absurda acción.
El asombro se reflejó en el rostro del Secretario que, encorvado sobre una pequeña mesa, escribía la declaración. Por un instante alzó la cabeza, pero enseguida la volvió al pergamino.
—En las fiestas viene mucha gente diferente a esta ciudad, entre ellas, magos, astrólogos, adivinadores, asesinos —la voz del Procurador era monótona—. También llegan mentirosos. Tú, por ejemplo, eres un mentiroso. Claramente está escrito: "Incitaba a destruir el templo". Lo atestigua la gente.
—Esta buena gente —explicó el detenido y aprisa añadió—, Hegémono, no son instruidas y confunden todo lo que yo digo. Comienzo a temer que esta confusión se prolongue mucho tiempo y todo porque él no anota correctamente mis palabras.
Se hizo el silencio. Ahora los dos ojos enfermos del Procurador miraban pesadamente al detenido.
—Te lo repito por última vez, bandido, deja de hacerte el loco —pronunció Pilato con suavidad y monotonía—. Sobre ti no hay escrito mucho, pero sí lo suficiente para colgarte.
—No, no, Hegémono —el detenido estaba completamente tenso por su deseo de convencer—; anda alguien con un pergamino de cabra y escribe sin parar. En una ocasión le eché una ojeada al pergamino y me horroricé. En lo absoluto he dicho nada de lo que está escrito allí. Le imploré Por Dios, quema el pergamino , pero él me lo arrancó de las manos y huyó.
—¿Quién es? —preguntó Pilato con repugnancia y se tocó la sien con la mano.
—Leví Mateo —respondió el detenido con disposición—. Era recaudador de impuestos y por primera vez lo encontré en el camino a Betania,(10) allí donde, en un ángulo, hay un jardín de higos. Conversamos. En principio se dirigió a mí en forma desagradable e incluso me ofendió, es decir, pensó que me ofendía, llamándome perro —el detenido sonrió—; personalmente no veo nada malo en este animal como para sentirme ofendido por esa palabra... El secretario dejó de escribir y con disimulo echó una mirada sorprendida, pero no al detenido, sino al Procurador.
—Sin embargo, luego de haberme escuchado comenzó a suavizarse —prosiguió Joshúa—. Finalmente, arrojó el dinero al camino y dijo que viajaría conmigo...
Pilato sonrió con malicia, mostrando sus dientes amarillos y, volviendo todo su cuerpo hacia el secretario, exclamó:
—Oh, ciudad de Jerusalén, ¡qué cosas escuchas en ella! Un recaudador de impuestos, lo oyes, arroja el dinero al camino.
No sabiendo qué responder, el secretario entendió necesario imitar la sonrisa de Pilato.
—Y él dijo que desde ese instante aborrecía el dinero —explicó Joshúa la extraña conducta de Leví Mateo y añadió—: A partir de ahí se convirtió en mi acompañante.
Sin dejar de sonreír, el Procurador miró al detenido, después al sol que firmemente a lo lejos, a la derecha, se elevaba sobre las estatuas ecuestres del hipódromo y de súbito, en una especie de repugnante suplicio, pensó que lo más sencillo de todo sería echar del balcón a aquel extraño bandido, pronunciando sólo una palabra: "Ahórquenlo". Echar también a la escolta, escapar del balcón al interior del palacio, ordenar que oscurecieran su habitación, tenderse en el lecho, pedir agua fría, llamar con voz quejumbrosa a su perro Bangá y lamentarse con él por su jaqueca. Y de repente, la idea seductora del veneno cruzó por la adolorida cabeza del Procurador que miró con ojos turbios al detenido. Por un momento calló, recordando penosamente por qué se encontraba allí frente a él, bajo el implacable sol de Jerusalén de la mañana, aquel detenido de rostro desfigurado por los golpes y qué otras preguntas, que a nadie le interesaban, tendría aún que hacerle.
—¿Leví Mateo? —preguntó con voz ronca y cerró los ojos. —Sí, Leví Mateo —llegó hasta él la elevada voz que le atormentaba.
—Pero, de todas maneras, ¿qué le decías a la gente en el mercado?
Al responder, la voz del detenido parecía partirle la sien a Pilato, le causaba dolor. Y esa voz decía:
—Yo, Hegémono, anunciaba que caerá el templo de la antigua fe y se creará e1 nuevo templo de la verdad. Lo dije de forma que fuera comprensible.
—¿Por qué tú, vagabundo, confundiste al pueblo en el templo, hablándole de una verdad de la cual no tienes idea? ¿Qué es la verdad? Aquí el Procurador se dijo: "Oh, Dioses míos, le estoy preguntando cosas que no son necesarias en un juicio... Mi inteligencia no me sirve ya . Y de nuevo vio una taza con un líquido oscuro: "Un veneno para mí, un veneno".
Otra vez escuchó la voz.
—Ante todo, la verdad se halla en que a ti te duele la cabeza