La confianza es un estado sensorial, porque los sentidos son las puertas al mundo interior y exterior; se modulan, se abren y se cierran según la atención y el significado que damos y recibimos del mundo. Entonces podemos decir que la confianza está muy ligada a lo somático, a lo sensorial, lo que nos permite fiarnos no es la mente, es el soma.
Solo después de sentir, la mente interpreta estas sensaciones. Luego asocia ideas y comienza a comprender a nivel cognitivo por qué confía o no.
Este sentimiento está ligado a los sentidos, a los ritmos, a las curvas emocionales, a los pulsos. Tenemos golpes de creer y de dejar de hacerlo y estos tienen su propio ritmo en respuesta a los desafíos de la vida.
La confianza es somática, involucra hormonas y una sensación de seguridad. Además, está asociada a estados ambientales: puedo estar más seguro de noche o de día, en un contexto determinado o en otro. Es común que la gente diga «hoy me fue bien porque me sentí seguro».
Pero la confianza comienza como algo intrínseco: primero tengo que creer en mí mismo, rescatar mis recursos y luego, ya lo haré en el otro. Por eso, la seguridad está ligada al estado emocional del individuo: saber que el cuerpo lo acompaña, que las ideas están en orden.
La confianza externa nace de nuestra seguridad interna. Aunque, a nivel de vínculo, los seres humanos a menudo pensamos que solo podemos tener fe en nosotros mismos cuando existen muchos signos de refuerzo externo que confirman lo que es seguro o inseguro. Esto puede llevar a la persona a un lugar difícil, a hacer algo solo cuando reconoce todas las señales de seguridad. Pero esto es negativo, porque la persona pierde toda posibilidad de correr riesgos, de romper las reglas, y crea dependencia de la validación del otro.
La confianza está directamente relacionada con la biografía y la línea de tiempo de uno: ¿cómo he construido mi biografía? ¿Cuál es mi narrativa? ¿Qué me digo a mí mismo sobre mi historia?
Un ejercicio interesante es graficar mi línea de seguridad personal y ver si puedo identificar más bien aspectos positivos o negativos, así podré discernir si mi pasado me permite tener un lugar seguro y confiable o no. Puede ser que sienta que he construido varios momentos de confianza porque fueron significativos y se quedaron grabados en mi memoria. O, al contrario, tengo demasiados momentos de desazón, lo que me dificulta confiar en mi instinto, mi receptividad, lo que viene a mí a través de los sentidos.
Si siento que no he tenido un buen resultado, puedo crearme la idea de que «mi antena» está rota. Las personas a menudo se desilusionan de sí mismas y retroceden, entonces entregan el poder al mundo exterior para ver si este las valida. En este proceso, el poder se puede traspasar a un gurú o un mentor, es decir, a una tercera persona de la que acaba por volverse dependiente.
Las personas desconfiadas también pueden entablar relaciones tóxicas porque carecen de autoridad interna. Puede suceder incluso dentro de las familias, con padres o hermanos. Esto a menudo tiene que ver con el sistema familiar que puede enviar un mensaje ambiguo. Por un lado, la familia dice: «Ve por la vida», pero, por otro lado, dice: «No te vayas, no eres capaz». Son esta clase de declaraciones las que interrumpen el flujo de estado y provocan un trauma explícito del desarrollo.
Otras veces, es ambiguo. Por ejemplo, se anima a los niños a salir al mundo, pero, al mismo tiempo, son muy infantilizados y se les otorga muchos bienes materiales para que sigan siendo dependientes. De esta manera se les quita la confianza que tienen para salir al mundo, porque saben que siempre pueden volver a la base. O puede ser incluso más explícito, cuando los padres dicen: «Ya verás lo que cuesta la edad adulta...». Cuando estos mensajes son transmitidos por personas importantes, por aquellos que son nuestras referencias, nos entran a través de los sentidos y perturban nuestra autoestima. El gran problema es que la imagen de nosotros mismos se construye desde una edad muy temprana, «si me valoro, querré mostrárselo al mundo». Pero si no nos valoramos, también se lo mostraremos a todos, presentándonos frágiles y débiles en la lucha por los objetivos de nuestra vida. Si alguien nos validó, será más fácil para nosotros creer en nosotros más adelante. Nos lo planteamos como la voz crítica más significativa: es cariñosa, justa y coherente con nosotros mismos, es el mejor antídoto para cualquier inseguridad.
El terapeuta en la consulta también necesitará mantener este estado para sí mismo: debe ser una inspiración para los demás y transmitir la idea de que es posible.
Tener autoestima significa que hay una razón valiosa para amarnos. Estas razones, al ser positivas, se hacen visibles y se transmiten a los demás convirtiéndose en un regalo —entonces hablamos de generosidad—. Es una posibilidad de compartir desde el corazón lo que tengo internamente y de poder ayudar al otro sin agotarme (o desenergetizarme).
Al donar al mundo lo mejor que tengo, lo que siento que me ayuda y, por lo tanto, lo que me es valioso, mi acción es completa y válida. Le doy al mundo algo que creo que contribuye a hacer de él un lugar mejor y en el proceso estoy reconociéndome. Es una certeza interior que reflejo en el otro, una que dice que para mí esto es posible. Pero el convencimiento interno por sí solo no está garantizado. El talento y la capacidad no son suficientes, y este es el gran tema clínico en el que tenemos que trabajar, ¡solo querer no es poder! Querer es solo una parte, porque dedicar, dar consistencia y poder dar un paso atrás también son fundamentales. Porque no es solo querer, es querer ir. Se trata de experimentar, se trata de no darse por vencido. Es conjugar verbos en gerundio y no en tiempo presente. Es una acción en curso. Dedicarte con atención y entregarte al mundo, son parte de este proceso, porque si analizamos lo que más necesitan las personas, es atención, es sentir que alguien está ahí para ellos de verdad para darles la bienvenida, para escucharlos y para, eventualmente, ayudarlos.
Pero esto solo es posible si estoy genuinamente conmigo mismo, porque si estoy para el otro, pero desconectado de mí mismo, estoy exhausto. E incluso puedo estar solo para el otro sin estarlo para mí, pero siempre será de forma ambigua, desconectada. Lo que pasa aquí es que la persona dice «estoy solo para ti», pero en realidad la persona es para que el otro se sienta indispensable.
La generosidad y la confianza de que puedo ofrecer algo es la única forma saludable de vinculación. Las demás son neuróticas. El verdadero movimiento de dar es muy claro, no tiene desgaste y es somáticamente fluido.
La verdadera generosidad siempre depende de la atención plena hacia los demás y hacia mí. Me coloco en el lugar en el que estoy bien conmigo mismo, en mi piel, y así luego puedo estar bien para el otro. Pero, por ejemplo, si estoy para que el otro me admire o adore, entonces ya no es saludable.
Con una confianza sana podemos descansar, y los otros, también. La verdadera intimidad solo se puede construir cuando se bajan las fronteras, se quitan las máscaras y puedo tener la certeza de que la otra persona no me lastimará.
Confianza significa seguridad sentida en diferentes dimensiones de nuestro ser. Y en esta posibilidad que nos proponemos creamos una «suma» que, cuanto más consistente, más permite el crecimiento proporcional de la fe en el otro.
En el cuerpo, este sentimiento se traduce en una respiración lenta y sonora, un suspiro de placer, pero no porque esté descansando, sino porque me siento seguro, en casa.
La confianza es la base de cualquier relación y también es una de las cosas más eróticas que hay. Los que confían irradian carisma y alegría, que elevan la serotonina y la oxitocina y hacen muy atractiva a una persona, porque sonríen no con el tipo sofisticado de un adulto, sino con el aire espontáneo de un niño, y transmite un mensaje de verdad.
Cualquier tipo de actuación requiere muchas máscaras. Con la seguridad vienen el magnetismo y la seducción, porque la persona no tiene que hacer nada, tiene