–Habría hecho un viaje alrededor del mundo con usted sin aburrirme –dijo la Condesa, tomándole la mano–. Es usted una mujer tan simpática que resulta igualmente agradable hablarle que oírla. Y no piense usted tanto en su hijo. No es posible vivir sin separarse alguna vez.
La Karenina estaba en pie, muy erguida, y sus ojos sonreían.
–Ana Arkadievna –explicó la Vronskaya– tiene un hijo de ocho años, del que no se separa nunca, y ahora…
–Sí: la Condesa y yo hemos hablado mucho, cada una de nuestro hijo –repuso la Karenina.
Y otra vez la sonrisa, esta vez dirigida a Vronsky, iluminó su semblante.
–Seguramente la habré aburrido mucho –dijo él, cogiendo al vuelo la pelota de coquetería que ella le lanzara.
Pero la Karenina no quiso continuar la conversación en aquel tono y, dirigiéndose a la anciana Condesa, le dijo:
–Gracias por todo. El día de ayer se me pasó sin darme cuenta. Hasta la vista, Condesa.
–Adiós, querida amiga –respondió la Vronskaya–. Permítame besar su lindo rostro. Le digo, con toda la franqueza de una vieja, que en este corto tiempo le he tomado afecto.
La Karenina pareció creer y apreciar aquella frase, sin duda por su naturalidad. Se ruborizó e, inclinándose ligeramente, presentó el rostro a los labios de la Condesa. En seguida se irguió y, siempre con aquella sonrisa juguetona en ojos y labios, dio la mano a Vronsky.
Él oprimió aquella manecita y se alegró como de algo muy importante del enérgico apretón con que ella le correspondió.
La Karenina salió con paso ligero, lo que no dejaba de sorprender por ser algo metida en carnes.
–Es muy simpática –dijo la anciana.
Su hijo pensaba lo mismo. La siguió con los ojos hasta que su figura graciosa se perdió de vista y sólo entonces la sonrisa desapareció de sus labios. Por la ventanilla vio cómo Ana se acercaba a su hermano, ponía su brazo bajo el de él y comenzaba a hablarle animadamente, sin duda de algo que no tenía relación alguna con Vronsky. Y el joven se sintió disgustado.
–¿Sigue usted bien de salud, mamá? –dijo dirigiéndose a su madre.
–Muy bien, muy bien. Alejandro ha estado muy amable. María se ha puesto muy guapa otra vez. Es muy interesante
Y comenzó a hablarle del bautizo de su nieto, para asistir al cual había ido expresamente a San Petersburgo, refiriéndose a la especial bondad que el Emperador manifestara hacia su hijo mayor.
–Ahí viene Lavrenty ––dijo Vronsky, mirando por la ventanilla–. Vamos, ¿quiere?
El viejo mayordomo que viajaba con la Condesa entró anunciando que todo estaba listo. La anciana se levantó.
–Aprovechemos que hay poca gente para salir –dijo Vronsky.
La doncella cogió el saquito de mano y la perrita. El mayordomo y un mozo llevaban el resto del equipaje. Vronsky dio el brazo a su madre. Pero al ir a salir vieron que la gente corría asustada de un lado a otro. Cruzó también el jefe de estación con su brillante gorra galoneada. Debía de haber sucedido algo. Los viajeros corrían en dirección contraria al convoy.
–¿Cómo? –¿Qué? –¿Por dónde se tiró? –se oía exclamar.
Esteban Arkadievich y su hermana volvieron también hacia atrás con rostros asustados y se detuvieron junto a ellos.
Las dos señoras subieron al vagón y Vronsky y Esteban Arkadievich siguieron a la multitud para enterarse de lo sucedido.
El guardagujas, ya por estar ebrio, ya por ir demasiado arropado a causa del frío, no había oído retroceder unos vagones y estos le habían cogido debajo.
Antes de que Oblonsky y su amigo volvieran, las señoras conocían ya todos los detalles por el mayordomo.
Los dos amigos habían visto el cuerpo destrozado del infeliz. Oblonsky hacía gestos y parecía a punto de llorar.
–¡Qué cosa más horrible, Ana! ¡Si lo hubieras visto! –decía.
Vronsky callaba. Su hermoso rostro, aunque grave, permanecía impasible.
–¡Si usted lo hubiera visto, Condesa! –insistía Esteban Arkadievich–. ¡Y su mujer estaba allí! ¡Era terrible! Se precipitó sobre el cadáver. Al parecer, era él quien sustentaba a toda la familia. ¡Horrible, horrible!
–¿No se puede hacer algo por ella? –preguntó la Karenina en voz baja y emocionada.
Vronsky la miró y salió del carruaje.
–Ahora vuelvo, mamá –dijo desde la portezuela.
Al volver al cabo de algunos minutos, Esteban Arkadievich hablaba sosegadamente con la Condesa de la cantante de moda mientras la anciana miraba preocupada hacia la puerta, esperando a su hijo.
–Vamos ya–dijo Vronsky.
Salieron juntos. El joven iba delante, con su madre. Ana Karenina y su hermano les seguían.
A la salida, el jefe de la estación alcanzó a Vronsky.
–Usted ha dado a mi ayudante doscientos rublos –dijo–. ¿Quiere hacer el favor de indicarme para quién son?
–Para la viuda –respondió Vronsky, encogiéndose de hombros–. No veo qué necesidad hay de preguntar nada.
–¿Conque has dado dinero? –gritó Oblonsky. Y añadió, apretando la mano de su hermana–: Es un buen muchacho, muy bueno. ¿Verdad que sí? Condesa, tengo el honor de saludarla.
Y Oblonsky se paró con su hermana, esperando que llegase la doncella de ésta.
Cuando salieron de la estación, el coche de los Vronsky había partido ya. La gente seguía hablando aún del accidente.
–Ha sido una muerte horrible –decía un señor–. Parece que el tren le partió en dos.
–Yo creo, por el contrario, que ha sido la mejor, puesto que ha sido instantánea –opinó otro.
Ana Karenina se sentó en el coche y su hermano notó con asombro que le temblaban los labios y apenas conseguía dominar las lágrimas.
–¿Qué te pasa, Ana? –preguntó, cuando hubieron recorrido un corto trecho.
–Es un mal presagio –repuso ella.
–¡Qué tonterías! –dijo Esteban Arkadievich–. Lo importante es que hayas llegado ya. ¡No sabes las esperanzas que he puesto en tu venida!
–¿Conoces a Vronsky desde hace mucho? –preguntó Ana.
–Sí… ¿Ya sabes que esperamos casarle con Kitty?
–¿Sí? –murmuró Ana en voz baja. Y añadió, moviendo la cabeza, como si quisiese alejar algo que la molestara físicamente–: Ahora hablemos de ti. Ocupémonos de tus asuntos. He recibido tu carta y, ya ves, me he apresurado a venir.
–Sí. Sólo en ti confío –contestó Esteban Arkadievich.
–Bien: cuéntamelo todo.
Esteban Arkadievich se lo relató. Al llegar a su casa ayudó a bajar del coche a su hermana, suspiró, le estrechó la mano y se fue a la Audiencia.
Capítulo 19
Cuando Ana entró en el saloncito, halló a Dolly con un niño rubio y regordete, muy parecido a su padre, a quien tomaba la lección de francés. El chico leía volviéndose con frecuencia y tratando de arrancar de su vestido