Pero, más allá de estas diferencias de opinión[33], lo que nos interesa destacar es la difundida convicción, en la Antigüedad, de la existencia de una relación amorosa entre los dos héroes: lo que demuestra, por lo menos, que en la época clásica era natural e inevitable pensar que una amistad tan intensa entre dos hombres comportase también un vínculo sexual. Y esto, por cierto, es no poco significativo.
Pero para el sostenimiento de la hipótesis de que la homosexualidad estaba difundida en el mundo homérico (más allá del caso de los dos héroes) existen también otros motivos.
Observa B. Sergent a este respecto (retomando una observación de G. Dumézil) que Telémaco, cuando llega a Pilos, es acogido por el rey Néstor, que dispone que duerma con Pisístrato, su único hijo todavía no desposado, mientras que él (Néstor) se acuesta en el lecho nupcial al lado de su esposa[34]: en otras palabras. Homero hace equivaler a Telémaco y Pisístrato a una pareja de cónyuges. Y no solamente una vez: también en Esparta Telémaco duerme con Pisístrato, que lo ha acompañado, mientras Menelao duerme con Helena[35], así que Atenea, cuando se aparece a Telémaco para exhortarlo a volver a Ítaca, encuentra a los dos jóvenes que yacen juntos. Y Telémaco, cuando la diosa se aleja, despierta a Pisístrato «tocándolo con el pie»[36].
La homosexualidad, en suma, si bien no aparece explícitamente, parece transparentarse en los poemas, permaneciendo todavía en el fondo del relato, de alguna manera escondida, o al menos en la penumbra.
¿Pero por qué –si todo esto es cierto– Homero (o los rapsodas que se ocultan bajo este nombre) muestra esta singular reticencia a hablar del asunto?
Aunque solamente como hipótesis, Sergent avanza una explicación: porque las relaciones entre hombres que aparecen en Homero no son relaciones pederastas (ni iniciáticas, como habían sido en épocas precedentes, ni pedagógicas, como serán en épocas sucesivas). Son relaciones entre personas de aproximadamente la misma edad. Son en suma relaciones «banalmente» homosexuales, y como tales reprobadas[37]. Una hipótesis a considerar, aunque, bien entendido, con todas las dudas que la escasez y la incertidumbre de la documentación dejan inevitablemente subsistir.
III. LA ÉPOCA DE LA LÍRICA: SOLÓN, ALCEO, ANACREONTE, TEOGNIS, IBICO Y PÍNDARO
Si con Safo calla para siempre la voz de la poesía del amor entre mujeres, el amor entre hombres, por el contrario, continuó siendo cantado. Y el primer testimonio de este tipo de amor (anterior en algunos años a la poesía de Safo) proviene de un personaje inesperado: Solón. Un personaje casi sustraído a la dimensión humana por la leyenda que desde fines de la Antigüedad rodeó su vida. Diallaktes kai nomothetes (además de arconte), dicen de él las fuentes[38]: árbitro y legislador. En otras palabras, el que, en un momento de crisis económica y social profundísima, consiguió mediar entre los intereses contrapuestos de las clases en lucha y dotó a Atenas de un cuerpo de leyes que pervivió durante siglos. Pero antes que «árbitro y legislador», Solón era un hombre: y como tal también él fue, inevitablemente, víctima de Eros: en la biografía de Plutarco, por ejemplo, víctima de las gracias de su joven sobrino Pisístrato[39]. Y para abrir una ventana imprevista sobre su vida privada están junto a nosotros algunos versos autobiográficos, cuyos acentos dejan entrever, tras la imagen austera transmitida por una tradición preocupada tan solo de ofrecer un modelo de virtudes públicas, los sentimientos de un hombre que durante su larga vida conoció –como todos los demás– las tentaciones del amor:
Hasta que él, en la flor de la edad, venga a amar a un muchacho y a aflorar sus muslos (meron) y su boca suave
Escribe el gran legislador[40]. Y si bien es verdad que muslos y boca pueden ser, obviamente, tanto masculinos como femeninos, también es verdad que, viniendo de un griego, la referencia a los muslos es muy significativa: en general, de hecho, los muslos que un griego deseaba eran los de un muchacho. Como demuestran, sin ningún género de dudas, las obras de los poetas que (a partir de la época de Solón) confiaron a sus versos las historias de sus amores: de Alceo a Anacreonte, de Ibico a Teognis y Píndaro.
De Alceo sabemos poco en realidad: la leyenda quiere que estuviese perdidamente enamorado de Safo «de coronas violeta, de sonrisa de miel»[41]; pero la tradición recuerda sus amores por sus compañeros, de Melanipo a Agesilaidas, de Baquis a Aesrmidas, de Deinomenos a Menón[42]. Y a Menón, en efecto, dedica Alceo dos versos cuyos acentos desvelan un interés que, más que amistoso, parece de tipo sentimental:
Que alguien me traiga acá el lindo Melión, si queréis que disfrute del banquete[43].
Pero veamos Anacreonte, cuyos testimonios son más explícitos, y sobre todo más numerosos.
Uno de los temas recurrentes de la poesía de Anacreonte, nacido en torno al 570 en la isla de Teo (frente a las costas de Asia Menor) fue el deseo por los muchachos:
Deseo tener trato contigo:
¡son tan amables tus modales!
dice a uno[44]. Y a otro:
¡Hala, amigo, bríndame
tus muslos esbeltos![45]
Los amantes son tantos, de Batilo[46] al tracio Smerdíes[47], a Cleobulo, el más amado:
Me enamoré de Cleobulo
y por Cleobulo ando loco
y solo veo a Cleobulo[48].
Cleobulo, para conquistar al cual el poeta pide la ayuda de Dionisos:
Y como buen amigo aconseja
a Cleobulo, y obtén que mi amor,
oh Dionisos, acepte[49].
Pero no siempre los amores son felices. A veces sucede que el muchacho deseado se resiste:
Vuelo hacia el Olimpo
con alas ligeras,
por Eros: un niño
su trato me niega[50].
Anacreonte, entonces, decide no amar nunca más:
Otra vez, huyendo de Eros,
me hundí junto a Pitomandros[51].
Pero el amor, es inútil ilusionarse, siempre es el más fuerte:
Eros, como un forjador,
volvió a darme con un mazo