«La política de vivienda puede tener un impacto realmente duradero, ya que las estructuras permanecen durante mucho tiempo», dijo Daniel Hartley, uno de los economistas del estudio anteriormente citado de la Reserva Federal de Chicago a The New York Times. Si bien a finales de los sesenta y durante los setenta se aprobaron diversas iniciativas legislativas para intentar poner fin al delineamiento rojo de manera abierta, las prácticas discriminatorias siguieron y continúan sucediéndose, aunque en muchas ocasiones de manera más soterrada. Pongamos como ejemplo Washington DC.
Una de las estampas más conocidas de la capital estadounidense son los monumentos a presidentes históricos, muchos de ellos bañados por las aguas del río Potomac, que discurren alrededor de las construcciones o se sirven de ellas, como un ornamento natural que dota de fuerza y continuidad. Hacia el este, sin embargo, está su hermano pequeño fluvial, el más desconocido río Anacostia, que, si bien deja pequeños paraísos verdes escondidos en plena ciudad, en la práctica se utiliza como una delimitación natural para perpetuar desigualdades económicas. Mientras que los habitantes de la zona sudeste de la ciudad que se extiende un poco más allá de la parte trasera del Congreso gozan de calles limpias, tiendas y restaurantes de moda, casas reformadas y apartamentos completamente nuevos, una vez cruzado el puente de la avenida Pensilvania sus vecinos tienen las siguientes opciones comerciales y recreativas: gasolineras, iglesias, destartalados bazares, tiendas de alcohol y funerarias. Sal de aquí, reza, sobrevive, drógate o muere. No necesariamente por ese orden. Así, primas hermanas de la redlining son la retailining o la liquorlining. En el primer caso, la práctica consiste en que no sólo no haya determinados negocios y servicios en algunas zonas en función de su composición étnica y no respecto a criterios económicos, sino que además los servicios de transporte público y privado o la comida a domicilio son limitados. En el segundo caso, por el contrario, determinados proveedores se nutren de vecindarios poblados por minorías o con bajos ingresos para colocar productos conocidos por sus efectos adversos en la comunidad, como las tiendas de alcohol. Donde hay muchas licorerías hay más delincuencia y problemas de salud pública, y, por lo tanto, en otra especie de espiral de la pobreza, una mayor aversión a establecerse en la zona por parte de otros servicios y comercios esenciales, como supermercados o tiendas de ropa. Marginalidad estructural como fantasma para cualquier intento de progreso.
«Estoy feliz de informar a todos aquellos que viven su estilo de vida suburbano soñado que nunca más serán molestados ni les afectará económicamente la construcción de viviendas para personas de bajos ingresos en su vecindario.» El 29 de julio de 2020, Donald Trump tuiteaba esta declaración de intenciones para no sólo dejar patente la inquina de electorado y políticos republicanos hacia las ayudas públicas, sino también las ganas del presidente de apuntalar la segregación por vivienda e infraestructuras. En este sentido, el por aquel entonces todavía presidente tomaba como referencia principal un artículo de opinión de la política de su partido Betsy McCaughey, en el que exponía la argumentación base del asunto. En dicho escrito, McCaughey advertía de que si Joe Biden ganaba las elecciones presidenciales, el estilo de vida alejado de la aglomeración urbanita de casas unifamiliares con jardín –aquel que medio mundo y parte del otro visualizan de inmediato alentado gracias al imaginario establecido por las películas– se vería amenazado. Biden, según su campaña electoral, pretende impulsar un «plan de ingeniería social» de la era Obama que busca la construcción de viviendas asequibles de alta densidad en dichos vecindarios bajo el pretexto de la justicia social, exponía McCaughey. La política se defendía de las críticas asegurando que oponerse a esto no es racista, puesto que acceder a los suburbios es una cuestión de ingresos, no del color de piel –ocultando así todos los problemas estructurales que hemos expuesto–. Por otro lado, sacaba el comodín de la «libertad» para defender el derecho –en este caso, privilegio– de seguir viviendo en casas grandes con avenidas verdes sin pagar más impuestos por tener que ampliar alcantarillado, construir escuelas o agregar transporte público para acoger a unos vecinos con un menor poder adquisitivo. De nuevo, segregación vestida de meritocracia. Lo que el artículo y Trump callaban, sin embargo, es que, en 10 años de Gobierno, la Administración Obama no llegó a implementar dicho plan de manera efectiva.
El tuit de Trump «puede ser el llamamiento más abiertamente racista a los votantes blancos que he visto desde los días de líderes estatales segregacionistas como George Wallace de Alabama y Lester Maddox de Georgia», comentó sobre este tema el veterano periodista afroamericano Eugene Robinson. Si bien puede resultar exagerado comparar dicho mensaje con aquellos que profería el exgobernador de Alabama –«segregación ahora, segregación mañana, segregación siempre»–, lo cierto es que da cuenta de la lentitud del progreso en este sentido y cuán enraizadas siguen dichas estructuras en el imaginario colectivo. Por otro lado, las palabras de Trump no sólo resultan polémicas por su contenido, sino por el cuándo fueron pronunciadas, ofreciendo una perfecta radiografía de cómo la percepción de la realidad estadounidense se descodifica desde burbujas sociales.
Desahucios
María Jiménez no es su nombre, porque tiene miedo de que la identifiquen pero el suficiente coraje para contar su situación. Ha llegado a un punto en el que le da vergüenza seguir pidiendo ayuda, porque quienes la conocen también necesitan ayuda para sobrevivir:
Yo trabajaba en un hotel, pero perdí el empleo por esto de la covid en marzo. Es julio y sigo sin encontrar nada. Yo siempre he sido una persona que me ha gustado ahorrar y estoy viviendo de esto, pero una tiene que estar pagando la renta y sin entrar fondos no sé qué voy a hacer.
Carlos Sánchez tampoco se atreve a dar su nombre real. Hace unos días que dio positivo en un test de coronavirus y, desde entonces, intenta aislarse en un espacio sumamente pequeño. A él el virus en su cuerpo le da igual, no así en el cuerpo de su hija.
Aquí llevamos dos años viviendo ya mi mujer, mi hija, yo y una pareja más. El único apoyo que tengo ahorita es el del desempleo y es por eso que todavía hemos podido sobrevivir. Es duro porque yo tenía un trabajo muy estable, llevaba 10 años ahí y por el virus nos despidieron a todos. Tuvimos que vaciar todos los ahorros para pagar la renta, pero ya no tenemos más. La señora me dijo que teníamos que desalojar inmediatamente, pero me tocó decirle a ella que no podía, que tengo una niña pequeña que no tiene ni dos años y además el gobernador de Minnesota había dicho que no podían desalojar a nadie. Aun así, unas tres o cuatro veces ya me dijo que tenemos que dejar el apartamento inmediatamente.
Al mismo tiempo que Trump apelaba a un electorado blanco de verdes y ordenadas avenidas, millones de personas vivían asomadas al abismo de perder el techo que les estaba dando refugio ante una pandemia cuya cifra de contagios no paraba de crecer.
La gente tiene mucho miedo. Por un lado, está el hecho de que los fondos federales de los paquetes de estímulo se acaban y, con un Senado estancado [en aquellas fechas el poder legislativo estaba más centrado en sacar rédito electoral de disputas relativas a las ayudas que de aprobar nuevas medidas], nadie sabe si se extenderán. Por otro, está el miedo de que finalicen las moratorias contra los desalojos. Quiero recalcar, además, que muchas familias ni siquiera van a obtener ayudas porque no tienen permiso de trabajo. Además, estamos encontrando que muchas barreras tecnológicas y de idioma han supuesto que gente que podría haberlas recibido no haya accedido a las mismas.
Stephanie Herron Rice es abogada especialista en temas de vivienda en Massachusetts. En el momento en el que hablamos, asegura que hay cinco mil casos pendientes de desahucio congelados en su estado por la moratoria impuesta debido a la pandemia, pero que, una vez levantada, esperan alrededor de 20 mil casos nuevos. Teniendo en cuenta que