El pericazo sarniento
(Selfie con cocaína)
Carlos Velázquez
Gente poseída por las drogas
La cocaína llegó a mi vida como la zapatilla al pie de Cenicienta.
En 1978 Hunter S. Thompson dijo: “Lejos de mí la idea de recomendar al lector drogas, alcohol, violencia y demencia. Pero debo confesar que, sin todo eso, yo no sería nada”. Es una coincidencia escalofriante que lo haya pronunciado el año de mi nacimiento. Cuando leí esta declaración de principios me sentí plenamente identificado. Sin las drogas no sólo no me hubiera dedicado a escribir, sino que jamás me habría sentido un ser humano.
La cocaína acudió a mí cuando más la necesitaba. Estas memorias no son una apología de la droga. Son el testimonio de mi paso por la adicción. Al alcohol, al lsd, pero principalmente a la cocaína.
La soda, el chichiflín, el pascual, el fifí, el corn flakes, la caspa del diablo, doña blanca, etcétera, ha sido con quien he entablado la relación más duradera de mi existencia. La coca me ha acompañado siempre. Como Thompson, sin la cuota de locura que nos proporcionan las drogas no sería nadie. Antes de probarlas mi vida era más aburrida que la de un gusano de granja.
Si algo tiene el infierno es que siempre está dispuesto a rescatarte. A mí me salvó de la inopia para meterme a una lucha que ha durado cuarenta años. El tratar de dejar la cocaína.
La soda me adoptó pero desde hace dos décadas me ha inoculado una angustia que no le deseo a mi peor enemigo. Sin embargo, aquí estoy, en mi esquina, esperando el sonido de la campana para mi próximo asalto.
Qué me empujó hacia las drogas. No lo sé. No es cuestión de clase social. Tampoco creo que se deba a la genética. O a los traumas de la infancia. Es como muchas cosas de este hermoso mundo algo que no tiene explicación.
En una ocasión me preguntaron sobre mi manifiesto consumo de cocaína. Respondí que si éste fuera un país donde las drogas fueran legales el morbo que despierta que un escritor sea adicto estaría en un plano secundario.
Comencé en las drogas antes de adherirme al mundo de la literatura. Algo en común tienen. Yo comencé a drogarme por aburrimiento. Y por la misma razón empecé a teclear. La literatura me dio una ocupación. Y las drogas un abismo. Pero también redención.
Cuando descubrí la cocaína me brotaron lágrimas de felicidad como a Dennis Rodman en 1990 al ser nombrado el defensivo del año.
Smalltown
Cuando se posee ambición no existe peor maldición que nacer en un pueblo pequeño. Lou Reed tiene una canción al respecto. “There’s only one good thing about a small town, you know that you want to get out.” Para convertirte en un adicto es indispensable contar con el deseo de huir. De cualquier cosa. Yo anhelaba escapar de mi circunstancia.
Tuve una infancia descarriada. Fui literalmente un niño de la calle. Vendí chicles a los ocho años por instrucciones de mi abuela. Un acontecimiento me marcó profundamente. Los Rolling Stones sembraron en mí la semilla del mal una tarde que entré a Discos Beto. La portada de Let It Bleed me hablaba desde lo alto de una pared. El vinyl se encontraba flanqueado por discos de heavy metal. La imagen con el pastel me parecía más intrigante que el pentagrama de Shout at the Devil de Mötley Crüe. Yo no lo sabía, pero todo el blues, el country y el rock contenido en el disco estaban ya dentro de mí. Supe entonces que no pertenecía a mi entorno. Que estaba atrapado. Y que era imperativo largarme. Se convirtió en un ritual. Todos los días peregrinaba hasta la tienda de discos para contemplarlo.
Éramos pobres. La casa, un cuartucho donde vivía, goteaba. En temporada de lluvia amarrábamos un plástico enorme a los cuatro extremos del techo. Agujereábamos el hule por el centro y debajo colocábamos un bote, entre el ventilador y la tele. Sólo teníamos una cama. Como me resistía a compartirla con mi madre, dormía en un sillón. Lo que me ocasionó una desviación en la columna. Décadas después, corregirme la postura empecinadamente era la actividad favorita de mi ex esposa rica. Mientras mis años de formación transcurrían en lotes baldíos, vados y el lecho de un río seco, ella estudiaba en el Colegio Alemán, montaba los caballos de la cuadrilla de su padre y recorría el mundo en cruceros.
Fui el único del barrio que no vivía con su padre. Lo que me granjeó una cantidad inagotable de bulin. La culpabilidad que experimentaba mi madre era imbatible. Lo deduzco por la colección de figuras de Star Wars que acaudalé. Estaba rankeado en el tercer lugar de los coleccionistas. Sólo por debajo de dos compas. Este tipo de contrastes, el extremo entre pobreza y posesión, son los que configuran la mente de un adicto. La carencia fortalece el espíritu. Pero el consentimiento le allana el camino a la droga. Quieres evitar que tu hijo sea un atascado, no lo complazcas.
Mi primer contacto con el rock & roll ocurrió una tarde en casa de un pariente. En la mía no había cable. Nuestros fondos se malgastaban en tratar de impermeabilizar la azotea infructuosamente. Lo que necesitábamos era un techo nuevo, es decir una casa nueva. Encendí la tv y me entregué al zapping. Me detuve por coincidencia en mtv Clásico. En la pantalla aparecieron los Ramones interpretando “I Wanna Be Sedated”. Mi concepción de la música era paupérrima. Bailes que organizaban frente a mi puerta. Cholos y pandilleros en pareja tomaban las calles por mandato de la cumbia. Nada me había preparado para la tumultuosa escandalera de los Ramones. Mi mente sucumbió. Y mi vida cambió radicalmente. Abracé el cliché con esplendor. Con la cuota de drogas que ello implica.
Escuchar rock no te obliga a consumir drogas. Conozco a muchos melómanos que no beben. Cuando mi padre nos abandonó entendí este mensaje: edúcate a ti mismo. Y yo elegí la senda del adicto. Cuando Reinaldo Arenas salió de la cárcel, su madre fue por él para llevarlo a casa. Rey prefirió seguir a un grupo de mulatos que jugaban voleibol. Apenas me enteré de la existencia de las drogas salí corriendo detrás de ellas de la misma manera. Mi verdadero hogar por muchas décadas ha sido la adicción.
Cuando el caset desbancó al vinyl todos los locotones de la cuadra me regalaron kilos de lp’s. Fue la mejor navidad de mi vida. Armé una envidiable discografía. Y sin gastar un condenado peso. Que además no tenía. Un domingo, escarbando en un baúl me topé con un viejo conocido: Let It Bleed. Le pregunté al dueño si podía expropiarlo. Con impudicia, por favor, me respondió. Me fui a mi casa y lo puse en el tocadiscos. Supe entonces lo que era la impunidad. El círculo se había cerrado. Que no se culpe a nadie de mi gusto por las drogas. Estaba escrito en una canción.
Nada le ocasiona más prejuicio al adicto que las historias de éxito. Observar a Maradona levantarse de la pobreza es aniquilante. Nada es tan inhumano como sembrar la semilla de la esperanza. Te embruteces de entusiasmo. Incluso te das el lujo de atesorar fe. Hasta que un día comprendes que a ti no te ocurrirá. Y te amargas. Miente quien afirme lo contrario. Ante la imposibilidad de eludirse sólo queda un camino: cobrar venganza. Y no existe mejor revancha contra el mundo que la adicción.
El aburrimiento me condujo a las drogas. El deseo de venganza puede paliarse, pero nadie consigue remontar el tedio, ni Charlie Harper. Sin las drogas, el basquetbol y la música me habría suicidado. Sabía combinarlos. Invertía las madrugadas de mi adolescencia tras el balón. Para soportar las desveladas consumía anfetas. Y nunca faltaba una grabadora en las gradas con algún disco de grunge. Odiaba la escuela. Si conseguí terminar la secundaria fue gracias a Michael Jordan. La única forma de jugar básquet por la mañana era en la escuela. La prepa no la concluí. Deserté en el último semestre. Intenté unirme al equipo. Sin música y sin anfetas no era lo mismo.
Desde pequeño intuí que dentro de mí habitaba un adicto. Lo que no sospechaba era que los que me rodeaban también portaban un drogo en su interior. Excepto algunos timoratos todos en el barrio nos revelamos como consumidores. No pretendo ser víctima de mi propia exageración, pero corrí con la suerte de nacer en el barrio indicado. A unas calles de la zona de