Me esforzaba por incrementar el gozo de Adela, aunque era difícil doblegar a un ser tan puro. Quise detenerme. Marcharme de inmediato. Algo me decía que no lo iba a lograr, pero la tentación acompaña a los puros de alma poniéndolos a prueba una y mil veces.
Insisto en estos detalles porque debo explicar las dimensiones de su poderío.
Era pues, frente a mi amada, un náufrago que halla una nueva isla: el clítoris. Cada mujer es un torrente inédito de fragancias, de lenguajes escondidos debajo de las bragas. La tenía en mis manos y, como un catecúmeno, me repetía: “ese cuerpo es mío en la clandestinidad. Merece que me destruya por él”.
El cielo colgaba plácidamente en la oscuridad de una madrugada muerta. Adela dormía un desmayo. Escuché pasos; luego vi una sombra, de un salto entré al armario.
Yo era un extraño, un extranjero. Siempre existe algo más allá de la puerta; los caminos que se bifurcan, las orejas pegadas. Alguien detrás del bloc de madera escondiendo una sorpresa. La noche no podría desvanecerse en la incógnita, desterrándome de pronto del lugar que ocupaba al lado de Adela.
Le insisto: Martha era horrible. ¿Pero existe malentendido más seductor? ¿Y acaso la verdadera sabiduría no vive en la incesante capacidad de enamorarnos? Verla con Martha me destrozó los nervios. Ambas me llenaron de reproches, me insultaron. Vi con claridad su rostro en muchos rostros.
El demonio me había tomado. Mis manos conducían un veneno de la madrugada, un virus de esas horas. Salté encima de ellas para apalearlas. El demonio, señor, el demonio. Lancé golpes al por mayor. Adela fue la víctima. Adela llevó la carga de las detonaciones hasta desfigurarle el rostro. La belleza sólo puede ser interior. La otra mujer se desvaneció entre los primeros rayos del amanecer. ¿Estuvo allí?, no importa.
A pesar de todo, la carne ya no tenía derecho a redimirse y yo no obtendría el perdón de Dios. El olor a muerte llenó mis manos. Muerte. El derecho a la muerte. Al juicio final para Adela. Descansé por un instante.
El milagro terminó en unas horas cuando lavaba mis prendas, al enjuagarme la sangre. Cobarde, abandoné la casa al despuntar el alba, con los primeros pájaros del amanecer. No podía sacarme al demonio que me atrapó. Estaba seguro, la amaría hasta mi decrepitud, pero ella estaba muerta. ¿Cuántas veces había escuchado las confesiones de infidelidad, de sexo, de perversiones? Miles de veces. ¿Existirá un crimen tan atroz que merezca el castigo de una eternidad en llamas infernales? Yo lo merecía.
Necesitaba un castigo. Una salida. Morir para Adela. Poco a poco volvía a mi estado de miedo y sumisión. Conocía el puente ideal para lanzarme al vacío. Para reunirme con mi amada o para arder con Satán. Entonces, sin oponer resistencia, subí al camión que hace el recorrido de la Justo Sierra al parque de Armas. En la mañana del siete de enero del Novus Ordo. Una mujer madura, que vestía una falda negra y un rosario en la mano, se sentó frente a mí. De inmediato clavé mi mirada en ella. Quedé deslumbrado por ese rostro. Desconozco qué me atraía más en él: la nariz diminuta o los labios abultados.
Anselmo Guaida
No hubo titulares de periódico alguno que dieran fe de la extraña desaparición de Anselmo Guaida. Aunque bien pudieron escribirse. “Viejo matemático asalta la radio traspasando las paredes y desaparece”. “Desaparece jubilado en asalto navideño a la estación de radio”.
Según los testimonios de un barrendero, “andaba como borracho. Se paró frente a la puerta y se echó a llorar”. Lo que hace suponer que todo comenzó antes, en un momento crucial, fúnebre. “Nada más me distraje echando la basura del recogedor al bote y desapareció”.
No era difícil sospechar que, a su edad, todo llanto viene de una pérdida. Los amigos notaron comportamientos extraños desde la muerte de su esposa polaca. Hablaba con Espartaco, un perro coquer spaniel. Se puede incluso señalar que ese día comenzó su muerte. La muerte de Anselmo Guaida.
Romelia, nombre castellanizado de la mujer de Anselmo, fue bailarina. Recién llegada de Cracovia, donde empezó a bailar desde niña, tuvo que trabajar como edecán para sobrevivir. Cuenta el Chato, dueño del congal que la contrató. “La mujer era una bomba sexual. No hablaba español. Así que, con señas y pasos de baile, me pidió trabajo. Mostró el currículum, para que me entiendas”. Rutila le entregó al final de la audición, la tarjeta de presentación de Anselmo. “El Chemo era buena onda, bien pedo, pero buena onda”. Se lee en la placa con su foto, como tributo del congal, la Dama de las Caléndulas.
Vivió en una casa construida en la calle de Salto del Mono, cuyo número 29 nunca será exacto. Nada más en la acera derecha se encuentran tres 29 y en la izquierda, hay un 29 A y un 29 A-1. Lo que asoma como una huella de la verdad son las pintas callejeras. Con el símbolo Pi, el olor guayabero de orines de gato y la mierda de perro que circundan la morada de adobe.
Según cuenta la criada que trabajaba con Anselmo, “diario lo hallaba entre pomos vacíos”. Anselmo sentado en un sillón morado, con pelos de perro. Allí, a la altura de su oreja, estaba la pequeña bocina de un radio de transistores marca Philips de los años setenta. Del hilo musical caía una nata espesa de música de Mozart. Pasajes atiborrados de si bemoles, pianos esquizofrénicos y mucho güisqui. Güisqui a borbotones.
El administrador del Instituto lo veía llegar puntual cada quincena a cobrar la pensión de jubilado. Caminaba a un lado de su perro. Esputaba aliento a demonios.
Es cierto que en su juventud cursó la carrera de matemáticas. Tuvo una estancia en Cracovia, donde supuestamente conoció a su mujer, Romelia. Fue en un invierno desangelado donde pasó el frío con siete medidas de vodka al atardecer. Una tarde se descolgó entre la nieve de las calles buscando alcohol. Encontró más que eso. Romelia bailaba en un tugurio clandestino.
Anselmo siempre dijo que Romelia se presentó con el Bolshoi, nadie puede constatarlo. Lo cierto es que luego de dos meses, Romelia llegó a tocar la puerta de Salto del Mono. El Patas, taquero de afición y minero de profesión, escuchó a la mujer increparle con una pataleta. “Tú me dijiste que lo que se me ofreciera. Que tu casa era mi casa”.
El retrato de boda que cuelga en el baño muestra a Romelia y a Anselmo confrontados en un rictus de dolor.
Aún en el siglo veinte se jactaba de ser un genio y obtuvo el nombramiento de maestro de tiempo completo por la institución. Era, en dos palabras: “Una eminencia”.
Pero más allá de los teoremas y los números, su pasión era la música que brotaba en esa alfaguara cristalina de la radio. Escucharla. Solamente escucharla. Alguien dijo que no hallaron ningún disco.
Uno de los sepultureros dijo que los guardó en la tumba de su esposa. Una colección de discos de música orquestal que había sumado a lo largo de su vida. La cantidad de dos mil. Aunque suena exagerado, los que sustentan esta locura dicen que los incineró en su estufa de carbón. Vinil tras vinil hasta formar una masa enorme. Era un chicle negro de diez kilos, que colocó debajo del cuadril de su difunta esposa.
La causa de muerte de Romelia fue el abandono. Una noche de festival, llegaron a la Dama de las Caléndulas los productores de “La huaracha”. Quedaron encantados con el espectáculo de Romelia. Le vieron posibilidades. Garra, fuelle, talento y grandes nalgas. “Ya para cuando despertamos a Anselmo de la borrachera, Romelia se había ido con los gachupines”. El Pelón Valdivia, golpeador profesional, fue el encargado de echar a Anselmo a la realidad.
No es precisa la fecha en que halló la música de la radio a través de las ondas hertzianas. Pero según sus palabras, recogidas del panfleto de aniversario número veinte de radio, se lee: “Era el segundo aniversario luctuoso de Romelia y en la soledad de mi habitación, encendí la radio. Cuando apenas salió de la bocina el réquiem de Mozart, me quedé para siempre en ese dial. Me atrapó”. Desde entonces siguió los patrones y los pormenores del 1040 de AM. Perseguía el hilo delicado de las bocinas que poblaban la vieja casa de Salto del Mono.
Como un centinela atento, desarrolló