Cerró el termo, pero en espíritu mantuvo la confrontación con él. Ya había ocurrido una decepción cuando atravesó la puerta del director y recibió cuatro horas a la semana. “Algo es algo”, pensó, pero en dos meses esa decisión lo estrangulaba. Vio en ese momento un futuro pomposo como maestro. “Soy bueno. Estudioso. Reconocimiento cum laude. El otro día le regalé a Clementina la idea para la tesis de su hija. Qué digo idea. El trabajo completo. Seis noches desvelado, corriendo de un lado a otro de la biblioteca. Tejido a mano. Un trabajo de lujo para una niña destetada. Al final, un miserable cheque como sinodal”.
Sonó la alarma, debía entrar al salón. Jacobo sólo le arruinó algunos segundos. Entró al aula como si hubiera caído desde un jet en un paracaídas viejo. Pensamientos. La vida quieta que le había proporcionado calma y paz estaba encarnada en un lugar sin sitio. Palpitaba. Dio una segunda oportunidad a esa vida desidiosa hasta que concluyera la clase.
Terminó con tiempo exacto la sesión y despachó a sus alumnos.
Jacobo lo esperaba fuera del aula. “Oye, Valerio. Tienes un minuto”. Miró el reloj. Si todo iba bien llegaría con un espacio de tres minutos a la casa de la tía Armenia. Jacobo lo tomó del brazo. Avanzaron hasta la oficina de proyectos especiales del instituto. En la sala de espera, tecleaban dos jóvenes en sus IBM. Otro par contestaban llamadas con auriculares. Sólo el zumbido del aire acondicionado pregonaba un ambiente de paz.
“Te voy a presentar a la nueva directora de proyectos y becas. No te la vas a acabar. Hace dos horas la nombraron. Es una joya”.
Un empleado los invitó a pasar de inmediato. Jacobo quedó en el marco de la puerta y se escabulló. Debajo de un Picasso, reinaba Clementina. Era una tigresa de ojos marrón que se irguió para rendirle honores. Valerio correspondió a los respetos y aceptó sentarse. No estaba preparado para esa sobredosis de colores. Lucía mejillas coloradas, labios rojos y sombras moradas en una cascada por los párpados. Tenía un jeroglífico tatuado en la comba de los senos, una cintura ondulante y apañuscada por una faja. Valerio meditabundo, no salía de la sorpresa. “Clementina, directora de proyectos”, leyó en un identificador de escritorio.
Después de todos los prólogos y las felicitaciones, Clementina fue al punto. “Mira, me dijo Jacobo que andabas concursando en lo de las becas. No fuiste beneficiado, según me dijo el flaco. ¿Qué vas a hacer?” Un coleteo de lágrimas barnizó los ojos de Valerio. “No lo he pensado. Hoy me informaron que no había presupuesto”.
Un destello codicioso en las pupilas de Clementina lo hicieron titubear un momento.
“No sé. En San Pancho desarrollaba algunas cosas. Investigar, por ejemplo. Ahora ando limitado. No me alcanza el tiempo por un asunto familiar”. Valerio echó los dados para redondear el azar.
“Puedes pedir más clases en la secundaria”, reviró en un tanteo. Como Clementina no se preocupaba por los títulos académicos, no reparó en destrozar con pullas irrevocables el orgullo del letrado. Valerio no era un profe, era un maestro en sociología. “Profe, Cantinflas”, susurró rencoroso en sus pensamientos. Y después de retozar a su aire en San Pancho, pagado por la tía Armenia, le costaba ser un achichincle de un instituto. “Prefiero hacer otra cosa. Cualquier trabajo de investigación social”.
Clementina se levantó de su asiento y caminó hasta un viejo archivero. Con estupor misterioso abrió un legajo con varios sobres y los llevó hasta el escritorio. En una mano cargaba un documento. La mujer los lanzó a la mesa de cristal y uno de ellos voló al suelo.
“Por tu perfil, tengo algo que te puede interesar”, dijo emulando una serpiente. Clementina tomó de un estante el legajo con los documentos de Valerio. “Esta mesa es donde están los que se quedan con la beca. Los que se caen, ni modo. Se despiden de cinco años de cheques, oficina y toda la cosa. Tú dirás”.
La carcoma moral de Valerio comenzó a rasparle la bragueta. “Me pones nervioso”. Clementina lamió el folder con sus documentos. “Hoy en la noche. Me dices sin nervios. Estaré después de las nueve en la Dama de las Caléndulas. ¿Me pasas esa carpeta?”
Valerio recogió el fólder y leyó al costado el nombre de Jacobo Ortiz Pacheco. Clementina se lo arrebató de la mano y juntó los dos legajos. Abrió el cajón de su escritorio y los echó juntos. Recogió el resto de las carpetas contoneando los pechos operados y advirtiendo la mirada de Valerio. “Estos, se van a su lugar”.
Valerio se despidió de beso y salió por la puerta. Las siete y cuarto. Había perdido mucho tiempo en la oficina de Clementina jugando al pilguanejo. Un escozor en la entrepierna le anticipó que en el fondo aprobaba la sugerencia de la nueva directora.
Según sus cálculos, tardaría en llegar ocho minutos hasta la casa. Asustado, salió hasta donde había dejado su motocicleta. La arrancó de un solo tirón. Un sonido monocorde hizo roncar la maquinaria y de pronto, con nostalgia se encomendó a San Benito. Miró la hora. Aceleró la motocicleta y arrancó con rumbo a la casa. Subió la pendiente de la Calzada de Guadalupe y se enfiló al serpenteo de la carretera panorámica. El casco afectó la sordina artificial y acto seguido, revivió la noche en que le llamaron del hospital. Llamada a deshoras, hospital, noche, tormenta, carretera, anciana moribunda. Colapso de salud. Mezcla artificial de sus deseos profundos en una llamada hospitalaria. Sintió una alegría culpable. Arrancó su motocicleta y en veinte minutos estaba en la clínica. Después de todo quería despedirse de Armenia.
No estaba preparado para lo que encontraría en el hospital. Preguntó en la recepción por la habitación de la señorita Armenia Helberg. La recepcionista, con cofia y mueca somnolienta, le indicó el camino que lo llevaría rumbo al 234.
Todo empezó a quebrarse. Lo enviaron con internos de piso y no a la morgue. Al acercarse a la habitación 234 un médico de bigote escaso y mentón afilado cerraba la puerta. Se encontraron las miradas. “¿Valerio Esparza?”, preguntó el hombre. “Doctor Valerio Esparza, a sus órdenes”, dijo para contrariar al médico. “La señorita Helberg se encuentra muy bien. Salió hace unos minutos de terapia intensiva y el pronóstico es inmejorable. Va a necesitar terapia física para rehabilitar sus movimientos. Pero eso es lo de menos. Su estado mental está en perfectas condiciones, mejor que cualquier persona de su edad. Con cuidados normales su abuelita. Vivirá por muchos años. Pásele”. Valerio entró a la habitación y el rostro estriado de Armenia se opacó al mirarlo. Imaginó otro panorama apocalíptico. La vieja no iba a durar. Estos subidones de vida son las pruebas inequívocas de la debacle. Allí, con las vísceras le dijo a la tía que no se preocupara, que él la iba a cuidar.
Sus palabras fueron una declaración de muerte. Una marea de un tiempo que iba y venía sin moral. Calculó, según las condiciones de salud, que el futuro era un dispendio, la peor inversión. Gastaría en unos meses una fortuna para un suspiro vital de 83 años. Y Valerio, en cambio condenado a la condición de cuidador prángana. “Oye, hijo, tú eres el único pariente que tengo. Mira. Esto va a ser tuyo. Acaba tus estudios que eso será lo más importante que te pueda dejar cuando me muera”.
Después del ictus apopléjico de Armenia, la claridad mental recobró un lugar privilegiado. La vida quedó reglamentada hasta la asfixia. Gastos, viajes, rentas, ingresos pasaban por notarios y contadores.
La tía le racionó desde entonces una beca frondosa y una casa en San Pancho a cambio de sus resultados académicos. Valerio alargó todo lo que pudo las inscripciones en diversos cursos: química orgánica, física, relaciones públicas. El truco era comprobar la matrícula. Después de la embolia, su presencia con Armenia fue ineludible.
Comenzó a cuidar a la anciana con la esperanza en su pronóstico de vida, que calculaba de no más de ocho meses en el planeta. Armenia fumó cuatro cajetillas diarias durante cuarenta años. El pronóstico más alentador era un chiste malo. Sospechaba que pronto estaría convertida en un vegetal.
Un mosco que se estrelló en la visera del casco lo trajo de vuelta. Sintió que sus manos temblaban, pero en realidad era la vibración del motor. Otra vez las órdenes del cerebro no eran acatadas por sus articulaciones. Cedió ante la luz amarillenta de una