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La gente grande no se acuerda ya de lo mucho que cuesta estudiar.
Creen que uno no tiene nada en la cabeza...
Y hay que ver lo difícil que es poner atención y no pensar en otra cosa. Porque hay tanto en qué pensar.
Cuando alguien nos explica bien, le entendemos; si ese alguien nos explica algo entretenido, ponemos atención; y si ese alguien nos cuenta una historia que nos gusta de veras, la aprendemos y no la olvidamos nunca.
A mí me cuesta tanto estudiar, que para poder aprender he tenido que escribirme yo mismo la historia de Chile. Y ahora sí que la sé de veras y no se me va a olvidar.
Hace mucho tiempo, tal vez dos años, yo estaba en 3º básico. La señorita Carmen era la profesora de nosotros. Era buena gente, pero a mí me tenía mala barra. Siempre me estaba diciendo:
—Papelucho, baja a la tierra. Te vas a pegar al techo, como las moscas. Vives en las nubes... —y me sacaba harta pica.
Todavía me acuerdo del día en que nos explicó que la Tierra es redonda.
Yo ya sabía que la Tierra era redonda. Pero me la imaginaba redonda como un plato inmenso. Creía que el cielo era la tapa del mundo. Por eso no le ponía atención a la profesora, porque ya había oído eso.
Pero de repente sacó ella de su bolsillo una naranja. La mostró a toda la clase y comenzó a explicar que la Tierra era de esa clase de redondez.
Cuando me di cuenta de que el mundo era como esa naranja me dieron unas ganas tremendas de comerme un pedazo del mundo. Sentía una sed terrible y los dientes se me salían de la boca por ir a darle un mordisco. Entonces paré el dedo:
—¿Qué hay, Papelucho? —dijo la Srta. Carmen.
—Yo no entiendo... —dije.
—Ven acá entonces.
Me acerqué. En realidad yo solo quería tocar la naranja y tal vez olerla, porque no estaba bien seguro si era de verdad o de goma. Hacía un año que no comía naranjas.
—¿Qué es lo que no entiendes, Papelucho?
—Lo de la naranja —contesté, y se me comenzó a reventar la hiel.
—Es redonda, ¿ves tú? La Tierra es igual —dijo ella—, redonda como esta naranja.
—¿Y cómo no nos resbalamos y nos caemos para fuera de la Tierra? —pregunté.
—Papelucho, hace media hora que estoy explicando que en el centro de la Tierra hay un imán que atrae. Por eso si tú saltas, caes de nuevo al suelo. Si la Tierra no tuviera imán te volarías.
Yo sabía lo que era un imán. Además lo estaba sintiendo muy fuerte con la naranja ahí tan cerca. Tenía casi reventada la hiel.
—¿Me entiendes ahora? —dijo la señorita.
—Un poco... ¿A ver? —estiré la mano y ella me pasó la naranja. Sentí una cosa rara. Algo así como si yo fuera el lobo y la naranja la Caperucita. Creo que era el imán de la Tierra.
Antes de pensarlo, la naranja estaba mordida y casi comida.
—¡Papelucho! —un brusco tirón de la señorita Carmen me la arrancó de la boca y solo entonces me di cuenta de que estaba terriblemente agria.
—¿Por qué hiciste eso? —ella estaba roja de enojada.
—Porque creí que estaba dulce y también por lo del imán —contesté. Y cuando la vi tan furia traté de explicarle todo porque ahora sí que entendía muy bien que la Tierra era de la redondez de una naranja y que tenía un imán tremendo.
Después de ese día la Srta. Carmen no trajo más naranjas para enseñarnos que la Tierra es redonda. Todos lo sabíamos. Pero trajo un mapamundi. Y es lo más encachado porque salen en él todos los países del mundo. Cada país tiene su colorido propio, todos brillantes, pero lo más macanudo de todo es el mar.
La Srta. Carmen nos mostró dónde está Chile. Está abajo y es largo y flaco como una lombriz que casi se corta a cada rato.
—Este es Chile y este es Santiago —dijo mostrando un puntito negro—. La capital de Chile y la ciudad más importante es Santiago.
Pensar que nosotros vemos Santiago del porte de una peca de mi nariz... Uno se da cuenta de que si Santiago sale tan chico en el mapamundi quiere decir que no importa que Chile se vea tan flaco en el mapa. Resulta que es inmenso...
—Chile es muy rico —dijo— porque tiene a un lado el océano Pacífico y al otro la cordillera de los Andes.
Yo me quedé pensando cuáles serían las riquezas y por fin entendí. Resulta que un país con mar es como una casa con una inmensa puerta que da a todo el mundo. Y un país con cordillera es como una casa con una muralla de fortaleza por la que no se puede meter ningún intruso.
—¿Este mar es de nosotros? —le pregunté a la Srta. Carmen.
—Este mar es el océano Pacífico —dijo— y toda nuestra costa orillea el océano. Las aguas que están cerca son aguas chilenas.
—¡Qué pena! —dije.
—Pena, ¿por qué?
—Porque es un océano pacífico. No debe pasar nada nunca...
—Es solo el nombre. Ha habido batallas y guerras, barcos piratas y muchas cosas que conocerás más adelante, Papelucho.
—Así que, ¿hay barcos hundidos en el fondo de este mar? —pregunté—. ¿Eran barcos piratas con tesoros y cofres y todo?
—Sí, pero no es fácil sacarlos...
—¿Es que las ballenas no permiten sacarlos?
O tal vez los pescados se alimentan de ellos y por eso tienen cutis de plata.
—Tal vez —dijo.
—Me habría gustado nacer ahí... Y también para salir a nadar por todo el mundo. Si fuera pescado chileno habría sido tan aventurero y habría ido a muchas partes a buscar lo más rico y sabroso, lo más lindo de los otros mares para traerlo a Chile...
—En realidad los pescados chilenos son sabios y esquivos y no se dejan pillar fácilmente. Hay pocos países en el mundo que tienen tanta costa como Chile...
—¿Y cordillera? —pregunté.
—Tampoco tienen otros una cordillera como la nuestra.
—Eso quiere decir que no es una patilla cualquiera.
—Es una cadena de montañas —dijo.
—¿Cadena?
—Así se llama cuando hay muchos cerros altos uno al lado de otro.
—¿Y son cerros