Héctor.
Maldito cabrón.
Ascendió rápido en la empresa y pronto abandonó los juicios penales para dedicarse al derecho financiero, donde destacó como en todo lo que hacía. Compraron un piso mejor, viajaron y disfrutaron de la vida. Cenas con amigos, escapadas románticas… Luego empezaron a hablar de tener hijos.
Hasta que un día el comisario Andreu le ordenó que subiera a su despacho. Supo desde el principio que algo iba mal, pero nunca habría imaginado hasta qué punto. Ella obedeció, entró, cerró la puerta y se sentó donde el comisario le indicó.
Y después, sin el menor miramiento, soltó la bomba. En ese mismo instante, efectivos de la Policía Nacional estaban procediendo a la detención de Héctor Urriaga y de buena parte de sus socios, así como de varios empresarios y financieros en Pamplona y en otras ciudades de toda España. La lista de delitos era larga, y las pruebas, contundentes.
Héctor.
Hijo de puta.
Le cayeron ocho años. Ya llevaba más de tres encerrado y calculaba que tardaría uno más en empezar a disfrutar de permisos penitenciarios y otro en conseguir el tercer grado o incluso la libertad condicional.
Pero, para ella, Héctor estaba muerto. Muerto y enterrado.
Cuando ingresó en prisión, empaquetó todas sus cosas y se las llevó a Ángela, vendió el piso, liquidó la hipoteca e ingresó la mitad exacta de lo que quedó en una cuenta a nombre de Héctor que el Estado intervino de inmediato; pidió el divorcio y, por último, a modo de exorcismo final, quemó todas sus fotos mientras lloraba aferrada a la mano de su madre. Desde entonces no había vuelto a derramar ni una lágrima. Llora por quien lo merezca, le decía su padre cuando era niña.
Fue por entonces cuando empezó a beber y recuperó el hábito de fumar, que había abandonado poco después de casarse. No le culpaba por eso, él no le puso el vaso en la mano ni lo llenó de Jäger, cerveza o vodka, según el día. Sin embargo, empapar el alma en alcohol era lo único que le funcionaba para seguir adelante, soportar el dolor y la vergüenza y ahogar sus ansias de venganza.
Poco a poco el dolor se aplacó y la indiferencia llegó bañada en licor ambarino, así que afianzó sus nuevas rutinas, se cortó el pelo, alquiló un piso, ascendió a inspectora y comenzó a trabajar a su manera.
La acusaban de tener mal carácter, de ser mala compañera y de correr en solitario. La gente le había dado mal resultado, así que para qué detenerse.
Apartó la cerveza que se calentaba sobre la mesa. Necesitaba tener la mente despejada.
Tenía que hacer algo, no podía seguir de brazos cruzados sin saber qué había pasado junto al depósito de aguas. No había un cadáver, ni siquiera un herido. Sólo preguntas. Sacó el móvil y tecleó un mensaje con rapidez. Un minuto después el aparato vibró sobre la mesa. Sonrió, pensando en que si Bonachera tuviera un club de fans, ella sería la presidenta. El subinspector acababa de proporcionarle la espoleta que necesitaba: la dirección de la familia García de Eunate.
Y era buena hora para una visita social.
Tardó treinta minutos en llegar a su coche y recorrer los cinco kilómetros que la separaban de Zizur Menor. Algo menos de dos mil quinientos habitantes y una renta per cápita mareante. Condujo despacio por las calles repletas de grandes casas, verdes jardines y adosados de tres plantas. Google le había soplado que la localidad había cuadruplicado su población en las dos primeras décadas del siglo XXI gracias, en parte, a la proximidad de la Universidad de Navarra, un centro de estudios privado dirigido por el Opus Dei que atraía cada año a miles de estudiantes, profesores y expertos de distintas disciplinas que podían permitirse pagar las elevadas matrículas de la universidad, situada, por lo demás, en la élite del país.
El navegador la guio hasta la puerta de la casa que ocupaba la familia de Victoria García de Eunate. Aparcó junto a la acera, se ordenó el pelo con las manos, se pasó los dedos índices por las cejas y se estiró la camisa.
Estaba lista.
Pulsó el timbre con decisión y confió en que el tenue zumbido se oyera alto y claro en la casa, situada al menos a treinta metros de la entrada.
—¿Sí? —preguntó una voz metálica a través de la caja gris clavada al muro.
—Soy la inspectora Pieldelobo, de la policía de Pamplona. Necesito hablar con los señores García de Eunate.
—Un momento.
El momento se prolongó durante cinco largos minutos. Estaba a punto de pulsar de nuevo el botón niquelado cuando un ligero crujido separó las dos hojas metálicas de la valla exterior. Empujó con cuidado y entró en los dominios de la familia.
El jardín estaba atendido con tanto esmero que el césped habría sido la envidia de cualquier entrenador de fútbol. A la derecha, un camino embaldosado conducía hasta una pérgola de madera con una mesa y varias sillas en su interior. A la izquierda, una piscina cubierta de al menos quince metros de largo, con las láminas de metacrilato ya desplegadas para poder seguir utilizándola una vez acabado el verano.
Estudió la casa mientras avanzaba hacia la entrada. Paredes de piedra grisácea, balcones blancos, modernos ventanales de cristal reforzado, un tejado inclinado que insinuaba un amplio ático. Al lado, una construcción más pequeña, posiblemente un garaje, dedujo Marcela, en el que cabrían con holgura al menos tres coches.
Una mujer de mediana edad la esperaba en la puerta cuando llegó. Vestida con un sobrio uniforme negro, delantal blanco con puntillas y pechera, una diminuta cofia y guantes inmaculados, su visión le produjo a Marcela la impresión de haber viajado en el tiempo hasta los años cincuenta. Había visto sirvientas así en las películas, la última, de hecho, en una de nazis en la Segunda Guerra Mundial, y su mente las había creado al leer casi cualquier novela de Agatha Christie, pero no imaginaba que un día se toparía de frente con una de verdad. Esperaba que vestir así tuviera un plus en el sueldo, aunque lo dudaba.
La mujer se hizo a un lado y le señaló el vestíbulo con un gesto. Luego desapareció.
Paseó despacio por el amplio hall. Frente a ella, un cuadro de gran tamaño reproducía con bastante realismo una feliz familia de ocho miembros, los progenitores en medio de la composición y, rodeándolos sonrientes, sus seis vástagos, cuatro chicos y dos chicas. Una de ellas debía de ser Victoria. Sacó el móvil y le hizo una foto lo más deprisa que pudo, sin molestarse en enfocar. Guardó el teléfono y se acercó al cuadro. No entendía mucho de arte, pero aquella obra no había salido de la mano de ningún aficionado. La firma no le decía nada, aunque eso no era una sorpresa. Lo asombroso habría sido lo contrario.
El rítmico golpeteo de unos tacones la devolvió a la realidad. El toc-toc-toc cada vez más cercano anunciaba que quien venía, con suerte, sería la madre de Victoria, la señora de la casa, aunque bien podría tratarse de otra sirvienta. Dedujo que, a esas horas, el patriarca estaría trabajando, fuera lo que fuese a lo que se dedicaba.
Una réplica casi exacta de la mujer del cuadro se materializó ante ella. Media melena rubia perfectamente peinada para que enmarcara un rostro demasiado bronceado para esa época del año, labios falsos, pómulos falsos y ojos falsamente elevados. Perlas en las orejas, el cuello y las muñecas, y un traje chaqueta clásico que su madre, que fue modista de joven, habría catalogado sin dudarlo con el nombre de algún diseñador famoso o alguna primera dama norteamericana.
La mujer no le ofreció la mano y Marcela tampoco hizo ademán de saludar más allá de un cortés movimiento de cabeza.
—Soy la inspectora Pieldelobo, de la comisaría de Pamplona.
—María Eugenia Goyeneche. Usted dirá.
—Estoy buscando a Victoria García de Eunate.
—Es mi hija, pero no vive aquí. ¿Ha ocurrido algo?
—No