Franz Kafka
EL DESAPARECIDO
Al entrar en el puerto de Nueva York, con el barco avanzando ya más lento, Karl Roßmann, un joven de diecisiete años al que sus pobres padres habían enviado a Estados Unidos porque una criada lo había seducido y había tenido un hijo de él, notó que la estatua de la diosa Libertad, que venía observando hacía un rato, brillaba bajo una luz solar de pronto más intensa. Parecía que acabara de alzar el brazo con la espada y alrededor de su figura soplaban los aires libres.
Texto de iniciación en un doble sentido: con El desaparecido, Franz Kafka comienza su camino en la narrativa a gran escala y en la escritura “verdadera”, que acaba de ejercitar en su breve relato “La condena”. También para su protagonista empieza una nueva vida en un nuevo territorio, el continente americano. Quien quiera entender la narrativa de Kafka, verá en este libro el inicio de temas, constructos, estilos y espacios que predicen lo que vendrá. Quien quiera saber de Karl Roßmann y sus peripecias en el gran país del progreso del capital, tendrá en esta novela motivo de deleite y de reflexión. Ambos verán a través de las páginas de El desaparecido que en la escritura de Kafka reina el cálculo, la lógica (dialéctica) y la desesperación, todo bajo el halo de una inquietud del yo por conocer, ordenar y entender, tal como lo exploró su época, en la ciencia y en la filosofía. Kafka se muestra ya en esta primera novela como el gran estilista que fue, de la palabra y del pensamiento.
Mariana Dimópulos
El desaparecido
FRANZ KAFKA
Prólogo y edición en español al cuidado de Mariana Dimópulos
Traducción de Ariel Magnus
PRÓLOGO
Irse y dejar todo tras de sí, ser nuevo. A ojos de muchas generaciones de europeos, ese proyecto llevó primordialmente un nombre: América. El sistema colonial había ofrecido también otros destinos, pero el continente americano fue el gran depositario de expectativas para pobres, para desesperados y para aventureros. El desaparecido, primera novela de Franz Kafka, redactada entre 1912 y 1914, pertenece a un largo linaje de escritos de prospección, hacia otros continentes, hacia otras realidades, hacia claras promesas. Una prospección tal forma parte del amplio sistema de lo posible. En un individuo, eso posible se mira interiormente en la conciencia, y si lo visto es nítido y el observador lo bastante reflexivo aparece, tras el proceso, una imagen articulada del futuro. Eso no significa que la imagen haya de cumplirse, ni que el futuro sea benéfico.
Prospecciones, imágenes y futuros posibles coinciden en esta novela inconclusa de Kafka, publicada por primera vez pasados tres años de su muerte, en 1927. El destino del libro no puede desligarse del propio del autor, en la legendaria unidad que conforman la obra y la vida de Kafka, y su vida como obra. La copertenencia de ambas fue forjada en numerosos años de introspección echado en su canapé, en apuntes y entradas de diarios, de escritura de cartas y de lecturas de otras vidas interiores, para escándalo de los lectores estructurales, para molestia de los especulativos y para solaz de los melancólicos y los biográficos. Kafka reúne a todos ellos tras haberse convertido en el autor más famoso en lengua alemana, a la par de Goethe y de Thomas Mann, una lengua que le era propia de un modo peculiar: como ciudadano del Imperio austrohúngaro y habitante de Praga, en estrecha convivencia con el checo. Su bilingüismo era cosa natural para un bien educado hijo de comerciantes judíos, que necesitaban un contacto estrecho con la comunidad de habla checa en la práctica cotidiana de sus negocios.1 El alemán era considerado la lengua de la cultura y la asociada a las élites de la ciudad, la lengua del dominio. Ambas, la checa y la imperial, convivieron durante siglos tal como les permitieron los diversos nacionalismos; controversias, persecuciones y rupturas, leyes de restricción y de expansión se combinaron hasta la separación de territorios, cumplimentada por la Primera Guerra Mundial, aunque no por completo. En viaje en el extranjero, en Italia o en Francia, Kafka respondía: soy austríaco, soy alemán, a la pregunta por su procedencia. Esa respuesta era un atajo. La cuestión de la identidad comunitaria de Kafka, el lugar del alemán en esa identidad y el destino de sus escritos como clásicos de una de las mayores lenguas europeas han dado y siguen dando origen a querellas. Hace años, algunos imaginaron esa lengua como “menor”, y a sus escritos como producto de una máquina de escritura y no de un sujeto historiable. Otros creyeron ver en Kafka un profeta ligado a su dios. Se multiplicaron las lecturas psicoanalíticas y sociológicas. Pero ni a esa lengua le corresponde una minoridad, ni a esa subjetividad una cancelación, ni a esos textos ser monumento de complejos del yo.
En Praga, la prensa se leía en alemán cotidianamente, las revistas literarias llegaban desde Berlín, se viajaba a Leipzig en busca de editores, o a Múnich a la universidad, como hizo otro escritor nacido en esa ciudad pero poeta, Rainer Maria Rilke. ¿De quién era esa lengua alemana que había alcanzado en el siglo XVIII su universalidad literaria? Desde la perspectiva de Kafka, esa lengua era la de Goethe y la de Kleist, autores leídos y releídos junto con el vienés Grillparzer y el francés Flaubert. Un clasicismo ha dejado su rastro innegable en esta prosa por momentos concisa y prudente, en otros de una acumulación apenas riesgosa, tendiente a la parataxis. De cómo se la caracterice depende la comprensión de esta obra en su conjunto, que tuvo una primera fase en los escritos previos a 1912 y su consolidación en este año clave, que es también el de El desaparecido.
Esta primera novela de Kafka –le seguirán otras dos: El proceso de 1914 y El castillo de 1922– abre con una frase que dimana claridad, tiene un protagonista, tiempo, espacio y motivo; si no fuera porque la estatua de la Libertad es la de una diosa Libertad, y si no fuera porque en la siguiente oración sostiene una espada en lugar de una antorcha, esa corrección no tendría su contraparte desestabilizadora. “El fogonero” –así se llama el primer capítulo– fue concebido como parte del libro pero tallado con cierta autonomía; está escandido por paralelos y repeticiones; está limpio de dramatismo; contiene en miniatura los componentes temáticos que más tarde se desplegarán en otros libros y relatos del autor: el juicio y lo injusto, lo burocrático y lo implacable, la felicidad llegada de lejos, ligera e inmerecida. La crítica social al fordismo del sistema estadounidense apenas se vislumbra en el comienzo. Este inicio de El desaparecido se da bajo el signo de la imagen y la tentación constante del mirar. Y aunque sea el primero, este capítulo es resultado de muchos otros redactados previamente, de los cuales no ha quedado documento mayor que esporádicas menciones en cartas y diarios, que hacen referencia a una versión anterior de El desaparecido, comenzada a principios, se cree, de ese mismo año, cuando Kafka está a punto de tener su primera publicación en formato de libro (el brevísimo volumen Contemplación) y sobre cuyo final escribirá, inspirado en días afiebrados, su relato más famoso: La metamorfosis. Todo esto ocurre en 1912, y no por nada, tal como lo registra su biografía, es este el año del orden de la vida y del orden del amor, y uno amenazará al otro, y entremedio se escribirán lúgubres páginas de diarios, urgidas cartas, dos relatos fundacionales y la novela de América.
LA ESCRITURA Y EL ESTORBO DEL YO
¿Qué había escrito Kafka hasta ese año del nuevo orden? Corresponde una genealogía. En algún pasaje se habla de quince años de ejercicios literarios, de los que han sobrevivido unas decenas de páginas en la edición completa. La narración más larga del período previo se llama “Descripción de una lucha”, de la cual se conservan dos versiones. Un dichoso y un desdichado se enfrentan en diferentes formas, formas en las que no falta ni lo arbitrario ni lo oscuro; hay algo de sueño y algo de crueldad, y varias elipsis que la segunda versión, más consistente y menos libre, resuelve al precio de la monotonía. Un hombre ha tenido un intercambio con una mujer, y no puede contenerse de contarlo a otro, que no conoce el amor. Es febrero, hace frío. Mientras van de relato en relato –y cambian los narradores–, estos dos hombres caminan por Praga; las referencias a paseos y monumentos se repiten, referencias que más tarde quedarán suprimidas. Las descripciones son realistas siempre que lo sea el contexto, y cuando irrumpe lo