Primera edición en MINIMALIA, agosto de 2008
Director de colección: Alejandro Zenker
Cuidado editorial: Elizabeth González
Coordinadora de producción: Beatriz Hernández
Coordinadora de edición digital: Itzbe Rodríguez Ciurana
Viñeta de portada: Mauricio Morán
© 2008, Solar, Servicios Editoriales, S.A. de C.V.
Calle 2 número 21, San Pedro de los Pinos.
03800 México, D.F.
Teléfonos y fax (conmutador):+52 (55) 55 15 16 57
ISBN 978-607-7640-10-3
Hecho en México
Índice
Muchacho en llamas, de Gustavo Sainz: una novela por hacer,
por Ion T. Agheana
Inquietudes posmodernas en Muchacho en llamas,
por Salvador C. Fernández
Muchacho en llamas, de Gustavo Sainz: una novela por hacer
Ion T. Agheana1
Esta séptima novela de Gustavo Sainz, de cuya imparidad numérica el autor hará un símbolo de incertidumbre vital y estética, empieza con una invocación simbólica que Sofocles, el protagonista, hace al volcán Popocatépetl, a las fuerzas animadas y no animadas de la cultura mexicana, a recuerdos benéficos, a miedos borrosos y esperanzas indefinidas, a su claudicante yo. Acaba con otra invocación, en la que el yo de Sofocles, cristalizado y equilibrado por una experiencia fundamental que somete a prueba cuerpo, alma y espíritu, se proyecta hacia el futuro. Este proceso repentino de maduración, impulsado por una experiencia vital total que ilumina la vida de un protagonista, de la que no falta cierta resignación, es de abolengo clásico: Petrarca, a quien se le adjudica la paternidad literaria, resuelve una profunda crisis personal escalando el Monte Ventoso en compañía de su hermano Gherardo (Bishop, 104). Una de las cimas del volcán Popocatépetl, que el padre de Sofocles describe con profusión de datos, se llama El Ventorrillo. Sofocles va a escalar el Popocatépetl en compañía de su padre.
La novela empieza con un monólogo casi rulfiano, en la presencia indiferente de su padre dormido. Es importante subrayar que se trata de una indiferencia inocente, inherente a la condición del sueño, no de una indiferencia deliberada, impermeable a las necesidades emocionales del hijo. Hay toda una constelación de preguntas sin respuesta, alternando interrogaciones retóricas con preguntas auténticas que, sin embargo, define una relación insatisfactoria entre padre e hijo. Reiterativos “¿Me oyes?” y “¿Crees que exagero?” revelan las inquietudes constantes del protagonista, quien se refleja en un espejo invertido de su padre. El padre, en su presencia consciente, dialogada, nunca pone en tela de juicio la credibilidad de su hijo. ¿De su hijo? Porque Sofocles, el protagonista, a pesar de ser el hijo genético de su padre, no lo es en cuanto a su identidad. De ahí el consagrado nombre griego que se autoconcede, y los nombres griegos —Temístocles, Herodotita, etc.— con los que introduce a sus amigos a su propio mundo. En esta transposición onomástica de identidades conocidas, validadas por la historia, Sofocles Alejo Díez halla el consuelo de una continuidad diacrónica que le permite buscarse y encontrarse a sí mismo, aunque de manera experimental. Es uno de los grandes aciertos de Sainz.
Sofocles, un adolescente precoz que está siempre en encrucijadas jalonadas menos por experiencias personales que por imposturas propias de su edad, prestadas de la literatura, pero sobre todo del cine, quiere autodefinirse e infundir sus propios valores a los acontecimientos que genera. Monologa junto al padre dormido, a la sombra de una pregunta: “¿Cuándo me vas a llevar al cráter?”, pregunta relacionada con una experiencia que, como en la vida de Petrarca, marcará simbólicamente una metamorfosis espiritual y su transición de adolescente a adulto. La insuficiencia del joven (¿de todos los jóvenes?), a pesar de sus erráticos esfuerzos por forjarse una autonomía viable, queda patente en esta pregunta. La “novela”, que no es otra cosa que un diario ecléctico, poblado de nombres de doble sentido, onomástica japonesa escatológica, humor negro o desenfadado y episodios dispares, transcurre, con imprevisibles e inciertas bifurcaciones éticas, espirituales y vitales, entre esta pregunta y su fecunda realización al final. Abarca, como en Gazapo y en otras novelas de Sainz, lapsos cortos, meses, que enfatizan los aspectos críticos de la adolescencia (Gunia, 124). Sainz no peca aquí de ambigüedad. El final, que podríamos adelantar sin perjuicio, no representa la evolución del personaje al hilo de los acontecimientos, sino su salto cualitativo, una maduración casi abrupta de la subjetividad. En este sentido, la “novela” de Sofocles, poniendo en boca de otro personaje la narración en primera persona, podría ser también la “novela” de Temístocles, de Tatiana o de Herodotita. El propio Sofocles narra y se narra a sí mismo intermitentemente.
La maduración subjetiva del personaje es esencial: es uno de los mensajes principales de Gustavo Sainz, un reto que lanza a su generación. La visión objetiva del mundo, centrada en el conocimiento y en la sabiduría, es centrífuga, impersonal: nos ayuda a conocer, no a conocernos. Esto es nuevo para México. Todo se refiere al personaje. Cuando el padre, erigido en lector genérico, declara que los cambios imprevisibles de tiempos verbales en la prosa de su hijo le molestan, éste le contesta contundentemente con una frase que recuerda a Montaigne: “Pero es que yo no escribo para satisfacer a los lectores. Yo escribo para descubrir cosas de mí que no sé” (218). “Escribo porque soy demasiado débil” (75), confiesa Sofocles, quien se busca a sí mismo y necesita, como don Quijote en la cueva de Montesinos, el consuelo de un alter ego literario. Poblar su vida de acontecimientos, crear una densidad objetiva, es insuficiente, y nosotros percibimos constantemente su frustración. La maduración subjetiva que anhela es imposible sin introspección. Sainz y Sofocles convergen tácitamente en esta verdad. Picasso, en una cita de Sofocles, nos dice que nada, nada serio entiéndase, se puede hacer sin soledad, sin silencio. Para Sainz, el desapego afectivo que supone la objetividad, que la sociedad no se cansa de presentarnos como modelo, es inaceptable, antivital. Fijémonos en un caso paradigmático. Temístocles, amigo íntimo de Sofocles, tiene un ojo de vidrio que algunas veces lleva puesto y otras no, que a veces extravía, lo que, obviamente, desacredita, no sin ironía, la objetividad. La presencia de este artefacto sin capacidad perceptiva ni énfasis afectivo es inútil. La objetividad, nos sugiere Sainz, o es inerte o es una burla subjetiva.
La improcedencia del tiempo cronológico es notoria en esta novela de Sainz. Hay frecuentes noticias de periódicos, radio o televisión, textuales o elípticas, pero, curiosamente, nunca comentadas. Nos sitúan en el tiempo —se refieren a Castro, Gagarin, al suicidio de Hemingway, etc.—, pero sin comentarios, es decir, sin ningún compromiso afectivo o ético-político por parte del comentador o del protagonista. ¿Por qué las incluye Sofocles? ¿Por qué no las comenta? El protagonista no las comenta porque son irrelevantes afectivamente: forman parte de un espectáculo social distraído, no de su vida. Recuérdese que Sofocles de momento no se identifica con los humanos (uno de los posibles títulos para su novela es Mi vida entre los humanos), que quiere buscarse