Universidad de Guadalajara
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Directora de División de Estudios de la Cultura Regional
Mtra. Yamile F. Arrieta Rodríguez
Jefa de la Unidad Editorial
Primera edición, 2019.
© Juan Carlos Rivera Quintana
ISBN 978-607-547-597-4
D. R. © Universidad de Guadalajara
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Se editó para publicación digital en septiembre de 2020.
«(...) después de la catástrofe/ viene la vuelta de nuestros muertos/ después de la oscuridad, la luz flamante. /Salgamos desde el cero/otra vez, renovados, al infinito.»
JUAN JOSÉ SAER, EN: «El culto del cargo».
«Cómo se llaman, cómo se llamaban/ los que ardieron allí gloriosamente a través de la niebla de esta vida/ hasta dejar en la pared helada tan solo el hueso limpio de su ida/ bajo la ciega luz indiferente.»
ELISEO ALBERTO, EN: «Informe contra mí mismo».
Capítulo I: Yaya, como si fuera una herida abierta
Me acabo de echar por encima las cenizas de mi madre, en un ritual sagrado. O quizás demoníaco. Recién esparcí ese polvillo ocre y amarillento proveniente de sus huesos, su cerebro y hasta de sus pulmones enfermos y corazón abatido, cremado a novecientos ochenta grados centígrados, en un horno fúnebre, que más bien me recordó la entrada al peor círculo del Infierno. Tiré sus restos —que saqué de una impersonal urna de tierra cocida, entregada en el cementerio del barrio— sobre mis hombros, mi espalda y hasta los esparcí sobre mi cabeza intentando —como si se pudiera— mantener eterna su estirpe, sus genes de gladiadora incansable, de rebelde y disconforme de toda la vida. Después abrí la ducha y dejé que el agua corriera tranquilamente sobre mi cuerpo desnudo y la porcelana de la bañera se cubrió de ese polvo mortecino, que sólo dejan los difuntos.
No usé jabón, no quería otra cosa que revivir aquel olor de violetas frescas que desprendía su cuerpo cuando era sano y alegre, sus ojos huracanados, su boca perfecta, su pelo enrulado y castaño oscuro, su cuello largo y delgado, sus manos batalladoras y delicadas como de pianista concertista, sus caderas firmes y sus sudores frescos. Pero sólo percibí un vaho a hollín chamuscado, a leño centenario, a desconsuelo, a expiración incinerada… a finitud.
Concluí mi liturgia y me detuve en el cuarto a mirar su retrato sobre la mesa de luz, donde se la ve con su falda de rosas rojas y su blusa negra ajustada, con apenas 22 años y recién llegada a La Habana, con aquellos zapatitos chatos de baile, forrados de raso negro, los mismos que llevaba a las fiestas de las orquestas populares para sacarle chispas al salón y concentrar sobre sí todas las miradas de la noche. Desde entonces, nunca tomó en serio los absurdos prejuicios raciales, de la época, y bailaba toda la noche con el negro más hermoso de la fiesta, porque se daba el gusto de seleccionar el más gozador y rumbero, y llegaba a querer imitar, incluso, el ritmo y la sandunga de la negra solariega de La Habana, cosa por demás casi imposible para una guajirita blanconaza, de Pinar del Río.
Bien sé yo que mi madre, Visitación Olay —más conocida por Yaya, como si se hablara de una herida abierta— nunca fue una mujer común, ni siquiera en el vientre de su progenitora. Se contaba siempre que cuando Aparecida, mi abuela, tenía más de cuatro meses de embarazo ya le sentía llorar en sus entrañas y hasta hubo momentos en que juró que eso que traía adentro le susurraba lo que debía y no debía hacer:
—Esta será una chiquilla muy juiciosa, decía con orgullo maternal, mi abuela.
Durante aquel embarazo, Aparecida Domínguez nunca sintió predilección por las guayabas verdes, ni los mangos tiernos y mucho menos por los limones con sal. Sus mayores antojos consistieron en largas visitas a sus amistades y conversaciones hasta altas horas de la madrugada. Con ella no valía poner escobas detrás de las puertas, ni echar cenizas a la entrada de las casas en señal de espanta-gente. Por ello, cuando la niña nació fue bautizada por la comadrona como Visitación, en alusión a la manía de su madre que era comentada en todo el pueblo. Aparecida consintió en mantener ese nombre en pago a los buenos servicios de la partera, pero siempre dijo, en señal de desacuerdo, que más que un nombre parecía un nombrete y por eso quizás familiarmente le apodó Yaya a la recién nacida.
Aparecida no era primeriza, ya sabía lo que era traer hijos al mundo. Visitación iba a ser la tercera criatura, de una zaga donde estaban ya Magaly (apodada desde siempre Puchero, por sus llantitos continuos); Rosa María y Soledad, la última en llegar. No se podía hacer otra cosa que tener hijos, en medio de aquel latifundio, apodado “La Razabal”, en un páramo, llamado La Grifa, en la provincia de Pinar del Río, en la puntita más occidental de la isla de Cuba, un pedazo de tierra colorada, rodeado de mar y diente de perro, de temperaturas calcinantes, atmósfera casi enrarecida y mucha humedad en la madrugada, donde ni luz eléctrica existía y para alumbrarse había que prender una “chismosa” de luz brillante… un sitio perdido allá donde el Diablo dio las cuatro voces y nadie las escuchó nunca.
La tarde del 24 de junio de 1934, Aparecida comenzó a sentir fuertes dolores en la barriga y algunas contracciones en el bajo vientre y pensó que ya faltaba poco. Días antes, mientras paseaba por el inmenso naranjal, ubicado en el patio de la casa con techo de guano, le pareció que se orinaba, pero se tocó el pantalón interior y se dio cuenta que eran puras ilusiones; después sólo sintió unos feroces puntapiés en la barriga picuda y presintió que el parto no iba a ser fácil, como los otros. “Esta niña que está por llegar —porque ya presentía el sexo por la configuración de su abultado y puntiagudo estómago— no será dócil, viene abriéndose camino a las patadas y los codazos, muchos dolores de cabeza me va a dar”, se dijo con cierto dejo vaticinador.
La madrugada del 25 de junio, en que nació Visitación, su madre se incorporó de la cama y algo raro intuyó, había tenido una premonición o soñado, no sabía bien, que traería al mundo a una chiquilla trigueña, de ojos color caramelo-relámpago y piel de nácar, tan morocha y bien plantada que parecía una amazona o una pistolera irremediable. Esto la despertó sobresaltada y pegó un quejido, que se escuchó en toda la casona tipo chalet, de madera machihembrada, edificada sobre pilotes de caguairán y otros troncos cimarrones del bosque. El alarido despertó e incomodó a Armando Olay, su concubino y mi abuelo, un pinareño medio bruto y cascarrabias, proveniente de las vegas de Vueltarriba y Vueltabajo del Valle de Viñales, propenso a comer demasiado y con gran talento para la organización y las cuentas domésticas, que comenzó como cortador de cañas y terminó entre los más avezados sembradores del mejor tabaco pinareño. Había comprado aquel pedazo de