—Como mujer —le dijo con frialdad— no me parece un comentario demasiado halagador. Son los hombres los que tienen bigote.
—No del tipo al que yo me refería —le respondió al momento mientras se sentaba a su lado, mirándola con una pícara sonrisa mientras se inclinaba hacia delante; tenía los labios tan cerca de su oreja que sentía el calor de su aliento mientras le susurraba provocativamente—. Los que yo me refiero se retiran con un beso, no se afeitan.
Beth abrió los ojos como platos, indignada. Aquel hombre estaba coqueteando con ella, como si la encontrara atractiva.
Empezó a ponerse de pie, demasiado furiosa incluso como para molestarse en comunicarle que no iba a necesitar de sus servicios, cuando de repente, por el rabillo del ojo vio unas preciosas arañas de cristal que la chica colocaba en los estantes del escaparate de la tienda de regalos del hotel. La luz se reflejaba a través de las lágrimas de cristal, despidiendo delicados destellos; inmediatamente Beth deseó poder comprarlas.
—¿Qué le pasa? —oyó que Alex le preguntaba con curiosidad.
—El cristal… las lámparas —le explicó Beth—. Son tan bellas.
—Mucho, y me temo que también muy caras —le dijo Alex—. ¿Estaba pensando comprarlas para regalo o para usted?
—Para mi tienda —le dijo distraídamente, sin apartar la vista de las lámparas.
—¿Tiene una tienda? ¿Dónde? ¿De qué? —le dijo con menos dulzura; más bien en un tono ciertamente interesado… demasiado interesado como para tratarse de simple curiosidad.
—Tengo una tienda en una pequeña población de la que no habrá oído hablar. Se llama Rye on Averton… Yo, bueno, vendemos porcelana, alfarería y cristalería. Para eso he venido a Praga. Estoy buscando nuevos proveedores aquí, pero la calidad debe ser buena, y los precios…
—Bueno, no creo que encuentre mejor calidad que la de esas lámparas —Alex le dijo con certeza.
Beth lo miró, pero antes de que pudiera contestar nada él empezó a hablar.
—Se le está enfriando el café. Será mejor que se lo beba y creo que yo debo presentarme como es debido. Como sabe, me llamo Alex Andrews.
Le tendió la mano y Beth se la estrechó con cierto recelo. No sabía por qué se sentía tan reacia a tocarlo. Cualquiera otra mujer se habría mostrado más que ansiosa por hacerlo, de eso estaba segura. Pero ella se estaba comportando como un conejillo asustado… ¿Estaría demasiado aterrorizada para tocar a un hombre tan guapo y tan sexy porque temía el efecto que pudiera causarle? No, por supuesto que no.
Le estrechó la mano con rapidez y la retiró del mismo modo, consciente de que se le había acelerado el pulso y que se había puesto colorada.
—Beth Russell —le contestó.
—Sí, lo sé —Alex le confesó—. Lo pregunté en la recepción. ¿De qué es diminutivo?
—De Bethany —le dijo Beth.
—Bethany… Me gusta; creo que le va muy bien. Mi abuela también se llamaba Beth. Su verdadero nombre era Alzbeta, pero ella lo anglicanizó cuando se marchó a Gran Bretaña con mi abuelo. Se murió antes de nacer yo, mi abuelo solía decir que fue de pena, por el país y la familia que había tenido que dejar atrás.
Cuando mis padres finalmente visitaron Praga, después de la Revolución, mi madre dijo que la enterneció mucho oír a su familia hablar de ella. Dijo que fue como una manera de revivir a su madre. Mi abuela murió cuando mi madre tenía ocho años…
Beth soltó una exclamación de angustia involuntaria.
—Sí… —dijo Alex, confirmándole que la había oído y que estaba de acuerdo—. Yo siento lo mismo. Mi madre se perdió tanto… La amorosa presencia de su madre y el consuelo de ser parte de una gran familia, a la que habría conocido de haberse criado aquí en Praga. Pero también, por supuesto, como solía decir mi abuelo, el lado más oscuro de todo eso era que por sus ideas políticas quizá lo hubieran procesado o incluso matado.
El resto de la familia no salió indemne del asunto. El hermano mayor de mi abuelo debería haber heredado tanto las tierras como el título de su padre, pero el Régimen le quitó todo a la familia.
Ahora, por supuesto, todo les ha sido devuelto. Hay muchas familias hoy en día en la República Checa que han recuperado viejos castillos y no saben lo que hacer con ellos.
Afortunadamente, en el caso de mi familia, solo tenemos uno. Te llevaré a que lo veas. Es muy bello, aunque no tan bello como tú.
Beth lo miró, sin saber qué decir. Podría decir que era británico, y su pasaporte así podría probarlo, pero desde luego tenía mucho de checo. Beth había leído bastante antes de viajar a la República Checa; sabía que los checos se enorgullecían de ser artísticos y sensibles, grandes poetas y escritores, idealistas y románticos. Alex desde luego era muy romántico. Pero ella no merecía ser llamada bella y se enfureció al pensar que él la creyera lo suficientemente estúpida como para tragárselo. ¿Por qué lo estaba haciendo?
Estaba a punto de preguntárselo cuando las lámparas le llamaron de nuevo la atención. Alex tenía razón; serían muy caras en un hotel como aquel, pero debía de haber fábricas que no cobraran precios tan altos como los del hotel. Sin embargo, si no llevaba un intérprete, no podría encontrarlas.
Beth se volvió hacia Alex Andrews.
—Sé exactamente cuáles son las tarifas actuales de los intérpretes —lo advirtió con dureza—. Y tendrá que conducir también. Además, tengo la intención de comprobar que el director del hotel está dispuesto a responder por usted…
La forma en que Alex le sonreía hizo que el corazón le hiciera cosas raras y empezara a retumbarle como si tuviera un tambor dentro del pecho.
—¿Qué está haciendo? —protestó, al ver que Alex iba a tomarle de la mano.
—Sellando nuestro trato con un beso —le dijo con delicadeza mientras se llevaba la mano de Beth a los labios—. Aunque, pensándolo mejor… —le dijo antes de rozársela.
Beth se sintió de repente aliviada, pero su alivio no le duró mucho tiempo porque, en cuanto empezó a retirar la mano, Alex se inclinó sobre ella y le dio un beso en los labios.
Beth se quedó inmóvil.
—¡Me ha besado…! —exclamó con un hilo de voz—. Pero…
—Tenía ganas de hacerlo desde que la vi por primera vez —Alex le dijo en tono sensual.
Beth se lo quedó mirando. El sentido común le decía a gritos que no contratara sus servicios como intérprete, sobre todo después de lo que acababa de hacer, pero sus hipnóticos ojos grises la cautivaron de tal modo que le fue imposible decir lo que debería haber dicho.
—Necesitaremos alquilar un coche —le estaba diciendo Alex, como si acabara de hacer la cosa más natural del mundo—. Yo me encargaré.
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