—Eres preciosa —le había dicho Alex Andrews cuando la tuvo entre sus brazos—. La mujer más bella del mundo.
Ella supo que él le había mentido y, por supuesto, la razón para ello. Ni por un momento la había engañado, a pesar del dolor que como un cuchillo la había rasgado por dentro al escucharle decir tales mentiras.
¿Por qué iba a pensar él que era bella? Después de todo, él era un hombre que a cualquier mujer le parecería extraordinariamente apuesto. Alto y fuerte, parecía irradiar un fiero y sensual magnetismo. Incapaz de ignorarlo, o a él, Beth había experimentado a ratos una sensación mareante, como si la privara de su voluntad, como si la fuerza de su sensualidad fuera superior a su resistencia.
También poseía unos hipnóticos ojos color gris plateado; unos ojos que cada vez que pensaba en ellos sentía un extraño calor por dentro…
—¿Beth…?
—Lo siento, Dee —se disculpó, sintiéndose culpable.
—No pasa nada —Dee le aseguró con una inesperada y cálida sonrisa—. Kelly me dijo que habías recogido tu pedido en el aeropuerto y que lo estabas desembalando. Debo confesarte que estoy deseando verlo. Mañana tengo un rato libre. ¿Qué te parece si…?
Beth notó que empezaba a ponerse nerviosa.
—Esto… No quiero que nadie lo vea hasta que las luces de Navidad se enciendan oficialmente —se apresuró a decirle—. No lo he colocado en las estanterías y…
—Quieres darle una sorpresa a todo el mundo con una maravillosa exposición —adivinó Dee, sonriendo de oreja a oreja—. Bueno, hagas lo que hagas, sé que va a quedar precioso. Eres una persona muy creativa y artística —elogió a Beth de corazón—. Cosa que a mí no me pasa —añadió con pesar—. Por eso te necesito para que me ayudes a amueblar el salón.
—Yo creo que tienes muy buen ojo —le aseguró Beth—. Solo necesitas ayuda en los pequeños detalles —Beth echó un vistazo a su reloj de pulsera; era hora de marcharse.
—No lo olvides —le dijo Dee en tono apremiante—. Si de verdad necesitas ayuda en la tienda, por favor dímelo. Sé que Anna a veces os sustituye cuando tú o Kelly no estáis, aun así…
—No creo que Ward permita a Anna que se pase varias horas de pie en estos momentos. Según Anna, a pesar de las veces que le ha dicho que estar embarazada es un estado totalmente normal y que no debe preocuparse por nada, sigue tratándola como si ahora estuviera más débil.
Dee se echó a reír con ganas.
—Desde luego se muestra muy protector con ella. El otro día se enfadó conmigo cuando se enteró de que habíamos estado en el vivero y que le había dejado cargar con una caja de plantas. Pero también sospecho que aún no me ha perdonado por enviarle a freír espárragos cuando vino en busca de Anna antes de casarse.
—Tan solo intentabas protegerla —protestó Beth.
Le gustaba Ward y estaba contenta de que su madrina hubiera encontrado con él la felicidad después de llevar viuda tanto tiempo, pero entendía que dos caracteres tan fuertes como los de Dee y Ward pudieran chocar de vez en cuando.
De ser un hombre de carácter fuerte y lleno de determinación a ser un hombre mandón y dominante, tan solo había un paso. Ward, afortunadamente, sabía controlarse; Alex Andrews no.
Alex Andrews.
Él estaría disfrutando de lo lindo si supiera de su sufrimiento presente, y también se regocijaría aún más recordándole que él la había avisado.
¡Alex Andrews!
Beth aparcó su pequeño vehículo a la puerta de la tienda y entró por una puerta contigua que llevaba a la vivienda del primer piso que originalmente había compartido con Kelly.
Mientras se preparaba una taza de té seguía todavía pensando en Alex Andrews. Alex Andrews o, más exactamente, Alex Charles Andrews.
—Me llamaron así por este puente —le había dicho en voz baja el día en el que habían paseado por el legendario Puente Charles de Praga—. Para recordar siempre, como solía decir mi abuelo, que yo soy medio checo.
—¿Es por eso por lo que estás aquí? —Beth le había preguntado, a pesar de su empeño en mostrarse distante con él.
—Sí —le había contestado—. Mis padres llegaron aquí después de la Revolución del Terciopelo de 1933 —su mirada se había tornado sombría—. Desgraciadamente, mi abuelo murió demasiado pronto para ver libre la ciudad que tanto había amado. Salió de Praga en 1946 con mi abuela y mi madre, que entonces era una niña de dos años. Ella apenas recuerda nada de su vida aquí, pero mi abuelo… —se había callado y sacudido la cabeza, y a Beth se le había formado un nudo en la garganta al ver el brillo de dolor en su mirada—. Deseaba tanto volver aquí. Después de todo, era su hogar y, por muy bien situado que estuviera en Inglaterra o lo feliz que estuviera de haber podido educar a su hija, mi madre, en libertad, siempre llevó a Praga en el corazón.
Recuerdo una ocasión en la que fue a visitarme a Cambridge y salimos a dar un paseo en batea por el río Cam. Me dijo que era precioso, pero que no podía hacerle sombra al hermoso río que fluye por Praga. Hasta que estés sobre el Puente Charles y lo veas con tus propios ojos no entenderás lo que quiero decir… —le había dicho su abuelo.
—¿Y tú? —Beth le había preguntado con delicadeza—. ¿Entendiste lo que quería decir?
—Sí —Alex le contestó en el mismo tono—. Hasta que vine aquí me había tenido a mí mismo como un británico de pies a cabeza. Conocía mi herencia checa, por supuesto, pero tan solo a través de las historias que mi abuelo me había contado. Para mí no eran reales, tan solo historias. Los relatos que me había contado del castillo que su familia había poseído y de la tierra que lo rodeaba, de los bellos tesoros y del exquisito mobiliario…
Alex se encogió de hombros.
—Para mí no era una pérdida personal. ¿Cómo podía sentirlo así? Pero cuando llegué aquí… Entonces sí. Supe que me faltaba una parte de mí mismo. Entonces me di cuenta que subconscientemente había estado buscando esa parte.
—¿Te vas a quedar aquí? —le había preguntado Beth que, muy a su pesar, se vio envuelta en la intensidad emocional de lo que le estaba contando.
—No —le había dicho Alex—. No puedo… Ahora no.
Fue entonces cuando había empezado a llover torrencialmente, con lo que él la agarró del brazo y corrieron a cobijarse bajo un hueco peligrosamente íntimo que había en el arco del puente. Y fue entonces cuando le declaró su amor.
Inmediatamente a Beth le entró el pánico; era demasiado pronto y demasiado imposible de creer. Debía tener algún otro motivo para decirle tal cosa. ¿Cómo podía estar enamorado de ella? ¿Y, además, por qué iba a estarlo?
—¡No! No, eso no es posible. No quiero que me digas eso, Alex —le dijo de modo cortante, apartándose de él y saliendo del amparo del hueco, provocando que él la siguiera.
Beth había conocido a Alex en el hotel donde ella se había hospedado. El personal del establecimiento, al pedir ella los servicios de un intérprete, le había respondido con evasivas y luego informado de que, debido a que en ese momento se estaban celebrando varias convenciones de negocios en la ciudad, todas las agencias de renombre tenían mucho trabajo durante los días siguientes. No podía hacer lo que había ido a hacer a la República Checa sin un intérprete, y eso era lo que le había dicho al joven recepcionista.
—Lo siento mucho —se había disculpado el hombre—, pero no hay intérpretes.
No había