Sin embargo, estaba segura que ninguna de las otras tres se habría metido en una situación así. Sabía a ciencia cierta que Dee, por ejemplo, no lo habría hecho. No, le resultaba imposible imaginar que alguien pudiera engañar a Dee, con sus modales confiados y profesionales, o a Kelly, con su personalidad fuerte y positiva, o ni siquiera a Anna, con su serena amabilidad.
No. Ella era la vulnerable, la tonta, la idiota que parecía ir pidiendo a gritos que la engañaran.
Tenía que ser culpa suya. Por poner un ejemplo, solo tenía que recordar cómo se había tragado las mentiras de Julian Cox. Qué inocente había sido al creer que la amaba cuando lo único que le había movido todo el tiempo era el dinero que pensó que ella heredaría.
Se había sentido tremendamente avergonzada cuando Julian la abandonó, diciendo que jamás le había dicho que quisiera casarse con ella, acusándola de ir detrás de él, de imaginar que alguna vez había sentido algo por ella.
Beth se puso colorada. Pero no porque siguiera amándolo, que desde luego no era así, e incluso había llegado a pensar que nunca lo había sido; simplemente se había dejado embaucar por sus constantes halagos, por sus frecuentes declaraciones de amor, por su insistencia en que eran almas gemelas. Bien, desde luego había aprendido esa lección. Nunca jamás volvería a confiar en ningún hombre que la tratara así, y se había aferrado a esa particular promesa incluso cuando… Al menos no había cometido dos veces la misma equivocación. No, se dijo para sus adentros, pero había cometido otras distintas.
Su fallido romance con Julian y la humillación que había sentido al enterarse la gente, a pesar de ser muy doloroso todo ello, al menos solo le había afectado a ella. Pero lo que acababa de ocurrirle podría humillarla no solo a ella, sino también a Kelly.
Se habían ganado una estupenda reputación en la ciudad desde que abrieran la tienda de porcelana y cristal. Y su éxito se basaba en ser un pequeño punto de venta que se centraba en satisfacer las necesidades de los clientes más exigentes y, mientras pudieran, anticiparse a ellas con nuevas ideas.
Kelly ya le había dicho muy contenta que tenían varios buenos clientes, con distintas celebraciones durante esas fechas y también más adelante, a quienes les había comentado que la compra de una cristalería muy especial y original podría ser una idea excelente.
Tan solo la semana anterior, un cliente en particular le había estado explicando a Beth la ilusión que le hacía comprar tres docenas de copas de champán rojas de cristal de Bohemia.
—La víspera de Navidad celebraremos nuestras bodas de plata, nos vamos a reunir toda la familia y sería maravilloso poder disponer de las copas para ese día —le había dicho.
No era posible que Candida Lewis-Benton quisiera comprar lo que Beth acababa de desembalar. De ninguna manera.
Valientemente, Beth se resistió a la tentación de romper a llorar. Era una mujer, no una niña y, tal y como había creído demostrar cuando estaba en Praga, también podía ser una persona decidida e independiente, además de orgullosa. Era capaz de aprender a respetarse a sí misma y no le importaba lo que pensara cierta persona arrogante y mentirosa, que creía haberla conocido mejor de lo que se conocía ella misma. Una persona que había pretendido controlarle la vida, que había pensado que podía mentirle y hacer que consintiera a todo lo que quisiera diciéndole que la amaba. Y se había dado cuenta, por supuesto, de lo que a él le interesaba.
—Beth, sé que quizá sea demasiado pronto para decirte esto pero… me he enamorado de ti —le había dicho esa tarde bajo una lluvia torrencial en el Puente Charles.
—No, eso no es posible —ella le había contestado con dureza.
—¿Si esto no es amor, entonces qué es exactamente? —le había preguntado en otra ocasión, mientras le rozaba los labios con la punta de los dedos, aún inflamados después de besarse apasionadamente.
Ella le había contestado con resolución.
—Simplemente lujuria… sexo; eso es todo —y había seguido demostrándoselo.
—No te dejes engañar por las promesas que te hagan los vendedores ambulantes —la había aconsejado en más de una ocasión—. No son más que títeres al servicio del crimen organizado para engañar a los turistas.
Ella sabía muy bien detrás de qué estaba él. Lo que él pretendía era lo mismo que Julian había pretendido antes… ¡Su dinero! Con la diferencia de que Alex Andrews también había deseado su cuerpo.
Al menos en lo tocante al terreno sexual, Julian se había comportado correctamente.
—No quiero que seamos amantes… hasta que lleves mi anillo de compromiso —Julian le había susurrado apasionadamente la noche en que le había declarado su amor; un amor que no había sentido hacia ella, como más tarde se averiguaría.
En esos momentos, después de haber sufrido tremendamente por culpa de su maldad, le parecía casi gracioso. Quizá el odio exacerbado que había experimentado tras su engaño había estado más relacionado con la humillación que le había hecho sentir que con un corazón roto.
Desde luego, cada vez que pensaba en Julian en el presente, no sentía más que perplejidad por haber podido encontrarle atractivo. Había ido a Praga principalmente para demostrarse a sí misma que no era tan tonta y emotiva como él la había pintado, y además se había prometido a sí misma que jamás se dejaría engañar por las palabras de amor de ningún hombre.
Había vuelto del viaje a Praga sintiéndose extremadamente orgullosa de sí misma, e igualmente orgullosa de la nueva Beth, fría e indiferente. Si los hombres querían mentirle y traicionarla, entonces aprendería su juego. Era una mujer adulta, con todo lo que ello conllevaba. El hecho de no confiar en la sinceridad de los hombres no significaba que tuviera que negarse a sí misma el placer de encontrarles sexualmente atractivos. Eso de que las mujeres tuvieran que negar su sexualidad era cosa del pasado.
Beth se dijo a sí misma que había estado viviendo en la Edad Media, rigiéndose por un conjunto de principios morales anticuados; un conjunto de principios morales anticuados y demasiado idealistas. Pues bien, eso era ya agua pasada. Por fin había despertado al mundo real, a un mundo de crudas realidades. El derecho a disfrutar del sexo por el placer de hacerlo había dejado de ser competencia tan solo de los hombres, y si a Alex Andrews no le gustaba peor para él.
¿Habría creído de verdad que iba a tragarse las mentiras que le había contado? ¿Esa ridícula idea de que se había enamorado de ella nada más verla?
Sorprendentemente, había encontrado en Praga a un montón de personas como él. Británicos y americanos nacidos en el continente, estudiantes en su mayoría, o al menos eso decían ser, que se habían tomado un año sabático para indagar en campos antes prohibidos para ellos. Algunos tenían familiares en la República Checa y otros no, pero todos poseían un matiz en común: todos ellos habían estado viviendo de su ingenio, utilizando sus dotes de oradores para embaucar a los inocentes turistas.
Ciertamente, Alex Andrews le había hablado del muy distinto estilo de vida que decía llevar en Gran Bretaña. Según le había dicho era profesor de Historia Contemporánea en una prestigiosa facultad, que se había tomado un año sabático para pasarlo con sus familiares checos, pero Beth no lo había creído. ¿Por qué hacerlo?
Julian Cox le había dicho que poseía un próspero y respetable imperio financiero y finalmente había resultado ser simplemente un estafador que se las había apañado para burlar continuamente a la justicia. Beth había estado segura desde el primer momento de que Alex Andrews era más o menos el mismo tipo de persona.
Demasiado guapo, demasiado seguro de sí mismo… y demasiado confiado en que iba a lanzarse a sus brazos tan solo porque él le había dicho que eso era lo que deseaba desesperadamente. No era tan tonta. Quizá hubiera caído en ese tipo de trampa una vez, pero desde luego no estaba dispuesta a hacerlo una segunda.
Oh,