¿Sean había ido a verlo? ¿Por qué no se lo había dicho?
Ally tomó una bota. Era de la mejor calidad, fabricada en Cumbria.
–Vaya, vaya.
–Dice que si no me valen, iremos a cambiarlas, pero que no quiere volver a verme en la montaña sin el equipo adecuado –explicó el chico–. ¿Y sabe otra cosa? Me ha dicho que va a darme lecciones de escalada.
–¿Lecciones de escalada?
–Era instructor en el ejército. Es genial.
–Sí, genial –murmuró Ally. No era lo que hubiera esperado de Sean. Lo creía un hombre frío, egoísta. Y, sin embargo, iba a ver a Pete y se ofrecía a darle clases. ¿Lo habría juzgado mal?
–¿Cuántas veces ha venido a verte el doctor Nicholson?
–Dos. Y se quedó mucho rato. El primer día me dio la charla sobre lo inconsciente que había sido y eso. Pero luego ya fue más simpático.
Ally se mordió los labios. Sean había hecho un buen trabajo. Pete se estaba recuperando, ilusionado por la idea de aprender a escalar.
–Vaya, se está haciendo tarde. Tengo que irme, pero volveré a verte la semana que viene. ¿De acuerdo?
–Muchas gracias, doctora McGuire.
Ally estaba aparcando frente a su casa cuando se abrió la puerta del establo y salió Sean con el maletín en la mano. Debía ir a hacer alguna visita y, por su aspecto, parecía tener mucha prisa.
–¿Algún problema?
Sean miró su moto y después a ella. Pareció tomar una decisión y, sin decir nada, entró en el coche y tiró el maletín en el asiento de atrás.
–¿Dónde vamos? –preguntó Ally, pisando el acelerador.
–A casa de Kelly Watson.
–Oh, no. ¿Otro ataque de asma?
–Sí, y este parece grave –contestó él, mirando su reloj–. Han llamado a una ambulancia, pero parece que están ocupados con un accidente en la carretera. Su madre está completamente aterrorizada.
Conociendo a la madre de Kelly, no le extrañaba nada.
Cinco minutos después, Ally frenaba frente a un grupo de casitas.
–¡Gracias a Dios! –exclamó la madre de Kelly al verlos–. Está en su habitación y casi no puede respirar… –dijo la mujer, con los ojos llenos de lágrimas–. Por favor, no la dejen morir…
–No pasará nada, no se preocupe.
Kelly estaba en su cama, intentando respirar, con los labios amoratados.
–Necesita oxígeno –dijo Sean. Ally ya había sacado la mascarilla y el tubo antes de que él terminara la frase–. Voy a usar aminofilina.
–¿Cuánto pesa Kelly, señora Watson? –preguntó Ally.
–Treinta y cinco kilos –contestó la mujer, con expresión angustiada.
–Le daremos cinco miligramos por kilo.
La niña los miraba, demasiado exhausta para hablar.
–Será mejor que le demos hidrocortisona –sugirió Ally. Sean asintió.
–Tiene un bronco espasmo severo.
Después de aplicarla la medicación, Kelly respiraba un poco mejor.
–Gracias a Dios –murmuró su madre.
Ally miró por la ventana.
–Ha llegado la ambulancia.
–Estupendo. Está mejor, pero hay que llevarla al hospital –dijo Sean.
Unos minutos después, dos enfermeros entraban con una camilla.
–Hola, Kelly –sonrió uno de ellos, que ya conocía a la niña–. No quieres separarte de mí, ¿eh, pequeñaja?
Kelly consiguió sonreír cuando el hombre tomó su mano.
–Yo estoy de guardia, así que quizá tú quieras acompañarlos al hospital, Ally –dijo Sean.
–Muy bien. Pero Charlie…
–Si me das las llaves de tu casa, yo me quedaré con ella. Y si tengo que hacer alguna visita, la llevaré conmigo.
Unos minutos después, los enfermeros cerraban la puerta de la ambulancia.
–No pasará nada, señora Watson. No se preocupe.
–Hasta la próxima vez –suspiró la mujer.
–Sí. Lo que no entiendo es por qué no está mejor con la dosis de corticoides que le hemos prescrito –dijo Ally.
¿Era su imaginación o la señora Watson no quería mirarla? El instinto le decía que allí ocurría algo raro…
–¿Cuánto tiempo tendrá que quedarse en el hospital?
–Probablemente estará de vuelta mañana. ¿Tiene idea de qué puede haber provocado el ataque? ¿Ha estado en contacto con animales o algo fuera de lo normal?
–No lo sé –contestó la señora Watson.
–Ya. Bueno, pues habrá que pensarlo.
Ally recordó las palabras de Lucy sobre que a la señora Watson no le gustaban las medicinas. ¿Sería eso lo que estaba pasando? ¿No le daba las medicinas a su hija? Preocupada, se dijo a sí misma que investigaría en cuanto Kelly hubiera salido del hospital.
Ally escuchó las risas en cuanto abrió la puerta de su casa.
Charlie estaba tirada sobre la alfombra frente a la chimenea, intentando impedir que Sean echase unas bolitas blancas en la boca de un hipopótamo de plástico.
–¡Hola, mamá! Estamos jugando al hipopótamo y he ganado dos veces.
–Es muy violenta –sonrió Sean, dándole un golpecito en la mano–. ¡Esa bola es mía, ladrona!
Charlie soltó una carcajada y metió la bolita en la boca del juguete.
–¡He ganado otra vez! –exclamó la niña, con las mejillas coloradas.
Ally soltó el maletín y se sentó en el enorme sofá blanco, agotada.
–¿Qué tal la fiesta de Halloween, enana?
–¡Muy bien! Había unos trajes muy bonitos, pero el mío era el más bonito de todos. ¿A que la máscara daba mucho miedo, Sean?
–Mucho.
Ally hubiera esperado cualquier cosa, excepto aquella escena tan doméstica. Había esperado encontrar a Sean leyendo en el sofá mientras la niña jugaba en su cuarto, pero lo encontró tumbado en la alfombra, con aquellos vaqueros que se ajustaban a sus muslos como un pecado, la camisa un poco desabrochada, mostrando el vello oscuro que cubría su torso… Tan atractivo, tan masculino… tan en su casa.
–El doctor Nicholson tiene que irse, cariño.
–No tengo prisa –dijo él.
–¿No puede quedarse a cenar? –preguntó Charlie, saltando sobre el sofá–. Puedo ponerme el traje otra vez para daros un susto.
–No, gracias. No quiero tener pesadillas –sonrió Sean–. Ya tengo bastantes problemas para dormir.
Ally tuve que levantarse para disimular su agitación. Aquel hombre no se quedaría a cenar en su casa. ¡Ni muerta!
–Venga, Charlie, deja de dar saltos.
–¿Qué tal está Kelly? –preguntó Sean, colocándose a su lado. Tan alto, con esos brazos fuertes y ese aroma a hombre…
–Mucho