La nueva clienta de la tienda sacó un vestido de boda de un perchero y se miró al espejo sujetándolo encima. Tenía el pelo tan corto, que dejaba al descubierto la nuca.
—Ese es bonito —comentó Nick.
La había sobresaltado. La rubia examinó el voluminoso vestido bajo la atenta mirada de la dependienta. En realidad, Nick no tenía absolutamente ninguna opinión acerca del vestido, excepto que ella estaría preciosa con él. Simplemente estaba demasiado aburrido como para no observar a una chica guapa.
—Sí, supongo —contestó la chica sin mucha seguridad, tendiéndoselo a la dependienta—. Puede que me lo pruebe.
¿No debían mostrar entusiasmo las novias, ante esas exuberantes tiendas de campaña llamadas vestido de novia? Al menos su madre tenía el suficiente gusto como para no intentar parecer la decoración de una tarta. Le gustaba su sencillo traje de chaqueta color marfil, pero estaba impaciente por salir de allí.
Solo podía hacer una cosa, mientras esperaba: pensar. Y tenía mucho en qué pensar. Por ejemplo, qué hacer con su vida. De volver atrás, ¿tiraría de nuevo por la borda el título universitario en Finanzas? Probablemente. Le faltaba solo un semestre para graduarse, pero había abandonado convencido de que eso no era para él. Su abuelo se había puesto hecho un basilisco, y había echado mano de sus contactos para conseguir que ingresara en el Alvirah College, en Michigan. Nick entonces accedió a asistir, pero se aseguró de no permanecer allí más de seis meses.
Nick sonrió. No había resultado difícil, conseguir que lo echaran de la Escuela de Artes Liberales de Alvirah. Esa había sido su intención, en cuanto comprendió lo mal que encajaba allí. Le había dado una oportunidad a la Escuela solo para mantener la paz en la familia, pero su educación había llegado a un brusco final al liderar una protesta contra el nuevo toque de queda impuesto por la dirección. En esa Escuela se había sentido como un adolescente, volviendo a casa a las diez. Marsh, por supuesto, no se había mostrado complacido, ante las protestas de su nieto en pro de las libertades civiles. Cuando recordaba la regañina que le había echado, sentía aún dolor de oídos.
Trabajar en un buque en el lago, con hombres rudos, lo había convencido de que necesitaba hacer algo con su vida. El problema era que no sabía qué. Cole y Zack se habían establecido por su cuenta, a pesar de las presiones de Marsh para que entraran en el negocio familiar. Bailey Baby Products se dedicaba al diseño y fabricación de artículos infantiles. Para Nick, la construcción tampoco era una meta.
La rubia salió del probador arrastrando una cola bajo la que hubieran podido esconderse seis hombres, y se detuvo ante un espejo. Por la expresión de su rostro, era evidente que no le gustaba la idea de dirigirse al altar con aquella tienda de campaña de satén.
—Es perfecto para usted, señorita Moore —aseguró la dependienta.
—No lo creo.
Bien. Detestaba ver cómo las dependientas intimidaban y presionaban a los clientes. Sí, ya veía cuál era el problema. A la rubia no le gustaba el escote. Cierto, era bajo. Pero ella lo llenaba muy bien. La chica tiró para arriba, obviamente incómoda.
—Es encantador —repitió la dependienta.
—Creo que me probaré el de encaje —contestó la rubia decidida.
—Estoy de acuerdo —intervino Nick, a quien le gustaban las mujeres que tomaban sus propias decisiones—. Ese vestido no es para ti.
—¿En serio? —preguntó la rubia.
¿Era ira lo que había brillado por un segundo en sus ojos azules?; ¿qué la molestaba, su comentario, o el hecho de tener que imitar a una princesa de cuento de hadas?
—Sí. Decididamente, no es tu estilo —sonrió Nick ampliamente.
—Deberías reservarte esos comentarios para tu novia —respondió la rubia.
—No tengo.
—¿Y qué haces aquí?
—Estoy esperando a mi madre —contestó Nick pensando que la rubia no tenía pelos en la lengua—. Ella es la novia.
—Ah.
La clienta volvió a entrar en el probador seguida de la dependienta, con otro vestido.
Stacy dejó que la dependienta la ayudara a quitarse el voluminoso vestido, pero ni aun quitándoselo logró tranquilizarse. Era la quinta tienda que visitaba en tres semanas, y seguía sin encontrar un vestido que le gustara. En las revistas de novias que se apilaban en su apartamento había tantos trajes que había imaginado que la tarea sería sencilla. ¡Ja! Quizá fuera sencilla, si hubiera estado dispuesta a malgastar unos cuantos miles de dólares en un vestido para solo un día, pero sus padres, simplemente, no podían pagarlo. Insistían en que querían que su boda fuera maravillosa, pero ella no iba a permitírselo.
Stacy miró discretamente el precio del vestido de encaje que iba a probarse e hizo una mueca. Le gustaba su línea sencilla y sus delicados y finos tirantes, pero incluso un vestido tan modesto como aquel costaba mil doscientos dólares. Sus padres la presionaban para que se comprara algo cuanto antes, pero Stacy no quería que se endeudaran solo por un artículo sobrevalorado que apenas utilizaría. Quizá pudiera confeccionárselo ella.
Sí, claro, como si fuera fácil. Apenas había vuelto a ver una aguja, desde el colegio. La tía abuela Lucille, tía de su padre, que vivía con la familia, siempre la había ayudado con la costura, pero no quería saber nada de vestidos de novia. Tía Lu era la única persona a la que, decididamente, no le gustaba su novio, Jonathan. Decía que la sonrisa jamás le iluminaba los ojos, fuera lo que fuera lo que eso significara para una septuagenaria corta de vista.
Su padre insistía en que el precio del vestido no importaba. Tenía un trabajo estable en el banco. Pero las instituciones financieras pagan tan mal como las escuelas infantiles. Stacy era ayudante de dirección en Happy Times Early Learning Centre, una escuela infantil. Su sueldo llegaba justo para alcanzar fin de mes. Y no era hija única. Sus dos hermanos mayores estaban recién casados, y los dos más pequeños aún estudiaban, uno en el instituto, y el otro en la universidad.
—Este sí que te queda de ensueño —comentó Joyce, la dependienta, echándole teatro.
Stacy soportó a la dependienta, que no dejaba de tirar del vestido por un lado y por el otro. En realidad, no era con ella con quien se sentía molesta. Toda su familia, excepto tía Lucille y sus amigos, estaban encantados de que se casara con Jonathan Mercer. Era abogado, su familia era de las de dinero. Había tenido suerte de conocerlo, cuando un día él fue a buscar a su sobrina a la escuela infantil. Sí, muchas mujeres habrían estado dispuestas a cualquier cosa, con tal de ponerse en su lugar. Ni siquiera les habría importado llevar los zapatos de tacón alto que obligaban a ponerse en la tienda, para probarse vestidos. Stacy estaba harta de oír hablar de la suerte que tenía. Se casaba con Jonathan porque lo quería, no porque su currículum fuera impresionante.
Pero tenía suerte de estar comprometida con un hombre como él. Lo único que pasaba era que la ponía nerviosa que se lo recordaran constantemente. Stacy siempre había creído en los caballeros de brillante armadura, y Jonathan había sabido seducirla. Ella adoraba las flores y las cajitas de bombones con forma de corazón, las declaraciones de amor eterno. Y a su novio parecía encantarle complacerla, en ese sentido.
Jonathan era el hombre más romántico que hubiera conocido jamás. Antes de declararse, prácticamente había llenado su apartamento de cestas de flores. La había agasajado con cenas y vinos como si fuera una princesa, devolviéndola a casa y arrodillándose ante ella para hacerle la proposición. Era una actitud un poco anticuada quizá, pero la había hecho sonreír.
Quizá Jonathan fuera un poco anticuado, al desear que ella abandonara su profesión cuando estuvieran casados, pero la respetaba y estaba dispuesto a cuidar de ella. Además, era guapo. La tía Lucille decía que era como Shirley Temple pero en chico, pero a Stacy le