Prólogo
está oscuro, oscuro, oscuro. de pronto, todo se vuelve luminoso. Súbitamente, todo se vuelve tan claro que mis ojos, que han pasado la última hora interpretando los tonos marrones, grises y negros del cielo, se detienen ante las luces. Llegar de noche a Sheremétievo fue como salir de los largos túneles de Haukeli en un día soleado de verano de la década de los ochenta. Cuando se atraviesa la niebla espesa, se abre una vasta y difusa extensión de paisaje. Una vez que los ojos superan el choque visual, aparece un patrón: círculos concéntricos atravesados por líneas, como si fueran telarañas. Son las vías circunvalares y las carreteras de acceso que forman parte de la ciudad más grande de Europa. En el centro, semejante a la puntada dejada por un compás, está el Kremlin, y allí es donde finalizan todas las vías de acceso. Si miras a los lados, las avenidas se parecen a las arterias del corazón. La vía circunvalar que las rodea debería cortarles el paso, encerrando la ciudad, conteniendo las luces. Pero las avenidas continúan y siguen más allá, atravesando el país más grande del mundo.
A causa de un accidente aéreo, los Tupolev 154 fueron sustituidos por los Airbus 320, lo cual, desde una perspectiva ambientalista, pudo ser bueno, pero debido a esa tragedia, no lo fue tanto para los amantes de Moscú. El espléndido pájaro de hierro se acercó a su destino con inclinaciones lentas, giró su cuerpo y por fin aterrizó. Esto permitió apreciar la capital de Rusia desde distintos ángulos: Kurkino, un barrio residencial en el que cada edificio de treinta pisos alberga a tres mil personas; el canal de Moscú, una proeza de ingeniería de la década de los años treinta, excavado por las manos de los condenados a muerte en la época del terror de Stalin; los penthouses con muelles junto al estadio Vodnyj, con espacio para practicar esquí acuático, y los clubes náuticos en Novo-Aleksandrovo; los mastodontes de Ikea y Metro en Leningrado, que les han enseñado a los rusos a amoblar sus casas al estilo escandinavo; Bukhta Radosti —la bahía de la felicidad— donde las familias pasean a bordo de los típicos botes de Moscú cuando llegan los cálidos días del verano; los solariegos pastizales que brotan junto a las casas de ladrillo de los adinerados y que arropan con su sombra las huertas con las que sobreviven los pensionados de sueldo mínimo; y el bosque de Jimki, donde se pretendía construir una autopista, lo que suscitó una serie de protestas en las que un periodista casi pierde la vida.
Lo único que une a los pobres y a los ricos, a la ciudad y al país, al club náutico y las huertas, es el hecho de que todos los ámbitos de la vida social apoyan a un presidente y un régimen que cada año se vuelve menos democrático. Siempre me gustaron los círculos de luz de Moscú y viví en Rusia gran parte de mi vida adulta, pero ya no entiendo cómo piensan los rusos.
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Diez años después
(La clase media)
Si se mantienen unidos nadie será más fuerte,
pero si empiezan a discutir y a hacer las cosas individualmente,
cualquiera les podrá ganar y los podrá destruir
León Tolstói, escritor (1828-1910)
Estoy sentado en un pequeño sofá mientras almuerzo con Olga, mi mejor amiga y excompañera de trabajo en Moscú. Apenas puedo creer lo que escucho. Mientras Serguéi, su pareja, está en la cocina preparando la cena, le pido a Olga que me explique por qué más del 80% de los rusos sigue creyendo que Vladimir Putin hace un buen trabajo. ¿Por qué apoyan un liderazgo político que, aparentemente, de forma sistemática, le quita a la población derechos fundamentales como la libertad de expresión y elecciones democráticas? ¿Por qué la gente no está indignada por los papeles de Panamá, la filtración de documentos que han sido publicados en los medios europeos, y que demuestran cómo los socios de Putin esconden billones de rublos de los contribuyentes? ¿Por qué aceptan que la sociedad civil sea amordazada por medio de una legislación que criminaliza a cualquier organización que recibe apoyo del exterior —desde la Fundación Bellona1 hasta Amnistía Internacional— etiquetándolas como «agente extranjero»? Y ¿por qué no se inmutaron cuando Rusia invadió una parte de Ucrania violando así el derecho internacional? Casi diez años después de volver a Moscú, pensaba que Olga estaba entre aquellos que podían darme una respuesta ecuánime y crítica. Ella siempre me ha parecido una representante de la clase media moderna y progresista, con educación, dinero y visión suficientes para entender los problemas del país, pero su pensamiento no coincide con mis expectativas.
«El manejo y control extremos nunca han sido un problema para Rusia. Si replicáramos nuevamente la democracia occidental acá, el resultado sería la anarquía, como en los años noventa. Rusia siempre ha estado mejor cuando la han dirigido con mano dura», me dice ella, y hace una lista de mandamases en la que figuran Putin, Stalin, Pedro el Grande, Catalina la Grande e Iván el Terrible.
Serguéi se integra a la conversación: «Lo de la democracia es realmente un mito con el que ustedes en Occidente se dejan engañar. En los Estados Unidos, por ejemplo, es cualquier cosa, menos una lucha transparente por el poder. Generalmente, los clanes de siempre se alternan para controlar la presidencia. Primero, Bush padre, después, Bush hijo».
Quedé atónito. Alrededor de la mesa reinó el silencio. ¿Realmente piensan eso que están diciendo? De hecho, llegamos a un punto en ese momento de la cena en el que, según la tradición rusa, se debe hacer un brindis, pero parece que nadie quiere tomar la iniciativa. Me siento un poco incómodo en ese sofá, que en realidad es un sofá cama. Cada noche, la sala del apartamento de Olga, conformado por dos habitaciones, se convierte en el dormitorio de Daniil, su hijo adolescente, que durante el día debe compartir los quince metros cuadrados con los dos adultos. Sin embargo, el rincón del computador —donde hay gran un escritorio con gabinetes y repisas— le pertenece exclusivamente a él. Las fotos en la repisa muestran a Daniil en diferentes situaciones y edades: de vacaciones con su madre en Francia y España, y en la casa de campo familiar —o dacha—, a las afueras de Moscú. En las fotos más recientes está disfrazado de vikingo, con una armadura, un casco y una gran espada entre sus manos. Estas fotos fueron tomadas en un club de vacaciones en el que, durante dos veranos consecutivos, aprendió esgrima al estilo medieval. A pesar de que el hobby de Daniil puede parecer un juego de niños pequeños, él es realmente un adolescente al que le queda un año y medio de secundaria.
Olga culminó sus once años de educación básica soviética en el verano de aquel fatídico año de 1991. Su madre había hecho carrera en el Banco Central de la Unión Soviética e insistió en que su hija tomara el examen de admisión en una de las más reconocidas escuelas de economía del país, pero Olga, que siempre soñó con actuar sobre las tablas de un escenario, intencionalmente reprobó el examen de admisión. Al año siguiente comenzó sus estudios en la ISI, un instituto teatral privado de educación superior recién inaugurado en la nueva Rusia. En el transcurso de ese año, el último secretario de la Unión Soviética, Mijaíl Gorbachov, perdió el país que le habían encomendado gobernar. Su intento por modernizar la rezagada economía soviética mediante una mayor apertura económica generó una insurgencia que finalmente no pudo controlar. En 1989, la mayoría de los antiguos países de Europa Central y Oriental que estaban bajo la injerencia de Moscú, se deshicieron del totalitarismo comunista y, posteriormente, cayó el muro de Berlín. Al año siguiente, Lituania declaró su independencia total de la Unión Soviética. En junio de 1991, Borís Yeltsin fue elegido presidente de la República Socialista Federativa Soviética de Rusia con el 57% de los votos, en las que fueron las primeras elecciones libres en territorio ruso. Dos meses después, las fuerzas conservadoras del Partido Comunista de la Unión Soviética (PCUS) y la kgb consideraron que las reformas habían ido demasiado lejos, con lo que posteriormente intentaron derrocar el Gobierno. Pero los golpistas no recibieron el respaldo ni del ejército ni de la gente. Su intento fue derrotado y el Partido Comunista fue anulado. Con los halcones fuera del juego se vio claramente que los días del Imperio soviético estaban contados. Desde agosto a diciembre, las repúblicas, una tras otra, declararon su independencia. El 8 de diciembre, Yeltsin, junto con Leonid Kravchuk y Stanislav Shushkévich —los nuevos líderes de Ucrania y Bielorrusia—, se dieron a la tarea de derrumbar lo que había sido el gran baluarte del comunismo durante casi setenta años. En consecuencia,