La razón que he tenido para extenderme sobre este punto, mi querido amigo, es que sospecho, así como tú lo dudas, que tu alma esta preñada y a punto de parir. Condúcete, pues, conmigo, teniendo presente que soy el hijo de una partera, experto en este oficio; esfuérzate en responder, en cuanto te sea posible, a lo que te propongo; y si después de haber examinado tu respuesta creo que es un fantasma y no un fruto verdadero, y si en tal caso te lo arranco y te lo desecho, no te enfades conmigo, como hacen las que son madres por primera vez. Muchos, en efecto, querido mío, se han irritado de tal manera cuando les combatía alguna opinión extravagante, que de buena gana me hubieran despedazado con sus dientes. No pueden persuadirse de que yo nada hago que no sea por cariño hacia ellos, y están muy distantes de saber que ninguna divinidad quiere mal a los hombres, y que yo no obro así porque les tenga mala voluntad, sino porque no me es permitido en manera alguna conceder como verdadero lo que es falso, ni tener la verdad oculta. Intenta, pues, de nuevo, Teeteto, decirme en qué consiste la ciencia. No me alegues que esto supera tus fuerzas, porque, si Dios quiere, y si para ello haces un esfuerzo, llegarás a conseguirlo.
TEETETO. —Después de tales excitaciones de tu parte, Sócrates, sería vergonzoso no hacer los mayores esfuerzos para decirte lo que uno tiene en el espíritu. Me parece que el que sabe una cosa, siente aquello que él sabe, y en cuanto puedo juzgar en este momento, la ciencia no se diferencia en nada de la sensación.
SÓCRATES. —Has respondido bien y con decisión, hijo mío; es preciso decir siempre las cosas como se piensan. Se trata ahora de examinar en conjunto si esta concepción de tu alma es sólida o frívola. ¿La ciencia es la sensación, según dices?
TEETETO. —Sí.
SÓCRATES. —Esta definición que das de la ciencia no es nada despreciable; es la misma que ha dado Protágoras, aunque se haya expresado de otra manera. El hombre, dice, es la medida de todas las cosas, de la existencia de las que existen, y de la no-existencia de las que no existen. Tú has leído sin duda su obra.
TEETETO. —Sí, y más de una vez.
SÓCRATES. —¿No es su opinión que las cosas son, con relación a mí, tales como a mí me parecen, y con relación a ti, tales como a ti te parecen? Porque somos hombres tú y yo.
TEETETO. —Eso es lo que dice efectivamente.
SÓCRATES. —Es natural pensar que un hombre tan sabio no hablase al aire. Sigamos, pues, el hilo de sus razonamientos. ¿No es cierto, que algunas veces, cuando corre un mismo viento, uno de nosotros siente frío y otro no lo siente, este poco y aquel mucho?
TEETETO. —Ciertamente.
SÓCRATES. —¿Diremos entonces, que el viento tomado en sí mismo es frío o no es frío? ¿O bien tendremos fe en Protágoras, que quiere que sea frío para aquel que lo siente, y que no lo sea para el otro?
TEETETO. —Es probable.
SÓCRATES. —El viento, ¿no parece tal al uno y al otro?
TEETETO. —Sí.
SÓCRATES. —Parecer ¿no es, respecto a nosotros mismos, la misma cosa que sentir?
TEETETO. —Sin duda.
SÓCRATES. —La apariencia y la sensación son lo mismo con relación al calor y a las demás cualidades sensibles, puesto que parecen ser para cada uno tales como las siente.
TEETETO. —Probablemente.
SÓCRATES. —Luego la sensación, en tanto que ciencia, tiene siempre un objeto real y no es susceptible de error.
TEETETO. —Así parece.
SÓCRATES. —¡En nombre de las Gracias! Protágoras no era muy sabio, cuando ha mostrado enigmáticamente su pensamiento a nosotros, que pertenecemos al vulgo, mientras que ha descubierto a sus discípulos la cosa tal cual es.
TEETETO. —¿Qué quieres decir con esto, Sócrates?
SÓCRATES. —Voy a decírtelo. Se trata de una opinión que no es de pequeña importancia. Pretende que ninguna cosa es una, tomada en sí misma, y que a ninguna cosa, sea la que sea, se le puede atribuir con razón denominación, ni cualidad alguna; que si se llama grande a una cosa, ella parecerá pequeña; si pesada, parecerá ligera y así de lo demás; porque nada es uno, ni igual, ni de una cualidad determinada, sino que de la traslación, del movimiento, y de su mezcla recíproca se forma todo lo que decimos que existe, sirviéndonos en esto de una expresión impropia, porque nada existe sino que todo deviene. Los sabios todos, a excepción de Parménides, convienen en este punto, como Protágoras, Heráclito, Empédocles; los más excelentes poetas en uno y otro género de poesía, Epicarmo en la comedia, Homero en la tragedia, cuando dice:
El Océano, padre de los dioses y Tetis su madre,
con lo que da a entender, que todas las cosas son producidas por el flujo y el movimiento. ¿No juzgas que es esto lo que ha querido decir?
TEETETO. —Sí.
SÓCRATES. —¿Quién podrá en lo sucesivo sin ponerse en ridículo hacer frente a un ejército semejante, que tiene a Homero a la cabeza?
TEETETO. —No es fácil, Sócrates.
SÓCRATES. —No, sin duda, Teeteto, tanto más cuanto que apoyan en pruebas fuertes su opinión de que el movimiento es el principio de lo que nos parece existir y de la generación, y el reposo el del no ser y el de la corrupción. En efecto, el fuego y el calor, que engendra y entretiene todo lo demás, son producidos por la traslación y el roce que no son más que movimiento. ¿No es esto lo que da origen al fuego?
TEETETO. —Sin duda.
SÓCRATES. —La especie de los animales ¿debe igualmente su producción a los mismos principios?
TEETETO. —Ciertamente.
SÓCRATES. —Pero entonces, ¿nuestro cuerpo no se corrompe por el reposo y la inacción, y no se conserva principalmente por el ejercicio y el movimiento?
TEETETO. —Sí.
SÓCRATES. —El alma misma, ¿no adquiere las ciencias, no se conserva y no se hace mejor por el estudio y por la meditación, que son movimientos, mientras que el reposo y la falta de reflexión y de estudio le impiden aprender nada, y la hacen olvidar lo que ha aprendido?
TEETETO. —Nada más cierto.
SÓCRATES. —¿El movimiento es un bien para el alma como para el cuerpo, y el reposo un mal?
TEETETO. —Así parece.
SÓCRATES. —¿Te diré aún, respecto a la calma, al tiempo sereno y otras cosas semejantes, que el reposo pudre y pierde todo y que el movimiento produce el efecto contrario?