SÓCRATES. —Perfectamente. ¿Qué habéis hecho después de esto?
TEETETO. —Hemos comprendido, bajo el nombre de longitud,[1] las líneas que cuadran el número plano y equilátero, y bajo el nombre de raíz[2] las que cuadran el número oblongo, que no son conmensurables por sí mismas en longitud con relación a las primeras, sino solo por las superficies que producen. La misma operación hemos hecho respecto a los sólidos.
SÓCRATES. —Perfectamente, hijos míos; y veo claramente que Teodoro no es culpable de falso testimonio.
TEETETO. —Pero, Sócrates, no me considero con fuerzas para responder a lo que me preguntas sobre la ciencia, como he podido hacerlo sobre la longitud y la raíz, aunque tu pregunta me parece de la misma naturaleza que aquella. Así pues, es posible que Teodoro se haya equivocado al hablar de mí.
SÓCRATES. —¿Cómo? Si alabando tu agilidad en la carrera, hubiese dicho que nunca había visto joven que mejor corriese, y en seguida fueses vencido por otro corredor que estuviese en la fuerza de la edad y dotado de una ligereza extraordinaria, ¿crees tú que sería por esto menos verdadero el elogio de Teodoro?
TEETETO. —No.
SÓCRATES. —¿Y crees, que, como antes manifesté, puede ser cosa de poca importancia el descubrir la naturaleza de la ciencia, o por el contrario, crees que es una de las cuestiones más arduas?
TEETETO. —La tengo ciertamente por una de las más difíciles.
SÓCRATES. —Así, pues, no desesperes de ti mismo, persuádete de que Teodoro ha dicho verdad, y fija toda tu atención en comprender la naturaleza y esencia de las demás cosas y en particular de la ciencia.
TEETETO. —Si solo dependiera de esfuerzos, Sócrates, es seguro qué yo llegaría a conseguirlo.
SÓCRATES. —Pues adelante, y puesto que tú mismo te pones en el camino, toma como ejemplo la preciosa respuesta de las raíces, y así como las has abarcado todas bajo una idea general, trata de incluir en igual forma todas las ciencias en una sola definición.
TEETETO. —Sabrás, Sócrates, que he ensayado más de una vez aclarar este punto, cuando oía hablar de ciertas cuestiones que se decía que procedían de ti, y hasta ahora no puedo persuadirme de haber encontrado una solución satisfactoria, ni he hallado a nadie que responda a esta cuestión como deseas. A pesar de eso, no renuncio a la esperanza de resolverla.
SÓCRATES. —Esto consiste en que experimentas los dolores de parto, mi querido Teeteto, porque tu alma no está vacía, sino preñada.
TEETETO. —Yo no lo sé, Sócrates, y solo puedo decir lo que pasa en mí.
SÓCRATES. —Pues bien, pobre inocente, ¿no has oído decir que yo soy hijo de Fenarete, partera muy hábil y de mucha nombradía?
TEETETO. —Sí, lo he oído.
SÓCRATES. —¿Y no has oído también que yo ejerzo la misma profesión?
TEETETO. —No.
SÓCRATES. —Pues has de saber que es muy cierto. No vayas a descubrir este secreto a los demás. Ignoran, querido mío, que yo poseo este arte, y como lo ignoran, mal pueden publicarlo; pero dicen que soy un hombre extravagante, y que no tengo otro talento que el de sumir a todo el mundo en toda clase de dudas. ¿No has oído decirlo?
TEETETO. —Sí.
SÓCRATES. —¿Quieres saber la causa?
TEETETO. —Con mucho gusto.
SÓCRATES. —Fíjate en lo que concierne a las parteras, y comprenderás mejor lo que quiero decir. Ya sabes que ninguna de ellas, mientras puede concebir y tener hijos, se ocupa en partear a las demás mujeres, y que no ejercen este oficio, sino cuando ya no son susceptibles de preñez.
TEETETO. —Es cierto.
SÓCRATES. —Se dice que Artemis ha dispuesto así las cosas porque preside los alumbramientos, aunque ella no pare. No ha querido dar a las mujeres estériles el empleo de parteras, porque la naturaleza humana es demasiado débil para ejercer un arte del que no se tiene ninguna experiencia, y ha encomendado este cuidado a las que han pasado ya la edad de concebir, para honrar de esta manera la semejanza que tienen con ella.
TEETETO. —Es probable.
SÓCRATES. —¿No es igualmente probable y aun necesario, que las parteras conozcan mejor que nadie, si una mujer está o no encinta?
TEETETO. —Sin duda.
SÓCRATES. —Además, por medio de ciertos brebajes y encantamientos saben apresurar el momento del parto y amortiguar los dolores, cuando ellas quieren; hacen parir a las que tienen dificultad en librarse, y facilitan el aborto, si se le juzga necesario, cuando el feto es prematuro.
TEETETO. —Es cierto.
SÓCRATES. —¿No has observado otra de sus habilidades, que consiste en ser muy entendidas en arreglar matrimonios, porque distinguen perfectamente qué hombre y qué mujer deben unirse, para tener hijos robustos?
TEETETO. —Eso no lo sabía.
SÓCRATES. —Pues bien, ten por cierto que están ellas más orgullosas de esta última cualidad, que de su destreza para cortar el ombligo. En efecto, medítalo un poco. ¿Crees tú que el arte de cultivar y recoger los frutos de la tierra puede ser el mismo que el de saber en qué tierra es preciso poner tal planta o tal semilla, o piensas que son estas dos artes diferentes?
TEETETO. —No, creo que es el mismo arte.
SÓCRATES. —Con relación a la mujer, querido mío, ¿crees que este doble objeto depende de dos artes diferentes?
TEETETO. —No hay trazas de eso.
SÓCRATES. —No, pero a causa de los enlaces mal hechos de los que se encargan ciertos medianeros, las parteras, celosas de su reputación, no quieren tomar parte en tales misiones por temor de que se las acuse de hacer un mal oficio, si se mezclan en ellas. Porque por lo demás solo a las parteras verdaderamente dignas de este nombre corresponde el arreglo de matrimonios.
TEETETO. —Así debe ser.
SÓCRATES. —Tal es, pues, el oficio de parteras o matronas, que es muy inferior al mío. En efecto, estas mujeres no tienen que partear tan pronto quimeras o cosas imaginarias como seres verdaderos, lo cual no es tan fácil distinguir, y si las matronas tuviesen en esta materia el discernimiento de lo verdadero y de lo falso, sería la parte más bella e importante de su arte. ¿No lo crees así?
TEETETO. —Sí.
SÓCRATES. —El oficio de partear, tal como yo lo desempeño, se parece en todo lo demás al de las matronas, pero difiere en que yo lo ejerzo sobre los hombres y no sobre las mujeres, y en que asisten al alumbramiento no los cuerpos, sino las almas. La gran ventaja es que me pone en estado de discernir con seguridad si lo que el alma de un joven siente es un fantasma, una quimera o un fruto real. Por otra parte, yo tengo de común con las parteras que soy estéril en punto a sabiduría, y en cuanto a lo que muchos me han echado en cara diciendo que interrogo a los demás, y que no respondo a ninguna de las cuestiones que se me proponen, porque yo nada sé, este cargo no carece de fundamento. Pero he aquí por qué obro de esta manera. El Dios me impone el deber de ayudar a los demás a parir, y al mismo tiempo no permite que yo mismo produzca nada. Ésta es la causa de que no esté versado en la sabiduría, y de que no pueda alabarme de ningún descubrimiento que sea una producción de mi alma. En compensación, los que conversan conmigo, si bien algunos de ellos se muestran muy ignorantes al principio, hacen maravillosos progresos a medida que me tratan, y todos se sorprenden de este resultado, y es porque el Dios quiere fecundarlos. Y se ve claramente que ellos nada han aprendido de mí, y que han encontrado en sí mismos los numerosos y bellos