TEETETO. —Ciertamente, Sócrates.
SÓCRATES. —A ti corresponde, mi querido Teeteto, manifestarte en este momento tal cual eres, y a mí examinarte. Porque debes saber que Teodoro, que me ha hablado bien de tantos extranjeros y atenienses, de ninguno me ha hecho el elogio que acaba de hacerme de ti.
TEETETO. —Quisiera merecerlo, Sócrates, pero mira bien, no sea que lo haya dicho de broma.
SÓCRATES. —No acostumbra a hacerlo Teodoro. Así pues, no te retractes de lo que acabas de concederme, con el pretexto de haber sido una pura broma lo que dijo; porque en este caso sería necesario obligarlo a venir aquí a prestar una declaración en regla, que no sería ciertamente por nadie rehusada. Así pues, atente a lo que me has prometido.
TEETETO. —Puesto que así lo quieres, es preciso consentir en ello.
SÓCRATES. —Dime; ¿estudias la geometría con Teodoro?
TEETETO. —Sí.
SÓCRATES. —¿También la astronomía, la armonía y el cálculo?
TEETETO. —Hago todos mis esfuerzos para cultivar estas ciencias.
SÓCRATES. —Yo también, hijo mío, aprendo de Teodoro y de cuantos creo hábiles en estas materias. En verdad conozco bastante los demás puntos de estas ciencias, pero tengo una pequeña dificultad, sobre la cual estoy perplejo, y que deseo examinar contigo y con los que están aquí presentes. Respóndeme, pues: aprender, ¿no es hacerse más sabio en lo que se aprende?
TEETETO. —Sin duda.
SÓCRATES. —¿Los sabios no lo son a causa del saber?
TEETETO. —Sí.
SÓCRATES. —¿Qué diferencia hay entre este y la ciencia?
TEETETO. —¿Qué quieres decir con «este»?
SÓCRATES. —El saber. ¿No es uno sabio en las cosas que se saben?
TEETETO. —Sin duda.
SÓCRATES. —Por consiguiente, ¿el saber y la ciencia son una misma cosa?
TEETETO. —Sí.
SÓCRATES. —Aquí están justamente mis dudas, y no puedo formarme por mí mismo una idea clara de lo que es la ciencia. ¿Podremos explicar en qué consiste? ¿Qué pensáis de esto, y quién de vosotros lo dirá el primero? El que se engañe, hará el burro, como dicen los niños cuando juegan a la pelota, y el que sobrepuje a los demás sin cometer ninguna falta, será nuestro rey, y nos obligará a responder a todo lo que quiera. ¿Por qué guardáis silencio? ¿Os seré importuno, Teodoro, a causa de mi afición a la polémica, y del deseo que tengo de empeñaros en una conversación que puede haceros amigos y hacer que nos conozcamos los unos a los otros?
TEODORO. —Nada de eso, Sócrates. Invita a alguno de estos jóvenes, porque yo no tengo ninguna práctica en esta manera de conversar, ni estoy ya en edad de poder acostumbrarme, mientras que es conveniente a ellos, que sacarán mucho más provecho que yo. La juventud es susceptible de progreso en todas direcciones. Pero no dejes a Teeteto, ya que has comenzado por él, y pregúntale.
SÓCRATES. —Teeteto, ¿entiendes lo que dice Teodoro? Supongo que no querrás desobedecerle, ni en esta clase de cosas es permitido a un joven resistir a lo que le prescribe un sabio. Dime, pues, decidida y francamente lo que piensas de la ciencia.
TEETETO. —Hay que responder, puesto que ambos me lo ordenáis. Pero también, si me equivoco, vosotros me corregiréis.
SÓCRATES. —Sí; si somos capaces de eso.
TEETETO. —Me parece, pues, que lo que se puede aprender con Teodoro, como la geometría y las otras artes de que has hecho mención, son otras tantas ciencias; y hasta todas las artes, sea la del zapatero o de cualquier otro oficio, no son otra cosa que ciencias.
SÓCRATES. —Te pido una cosa, mi querido amigo, y tú me das liberalmente muchas; te pido un objeto simple y me das objetos muy diversos.
TEETETO. —¿Cómo? ¿Qué quieres decir, Sócrates?
SÓCRATES. —Nada quizá. Sin embargo, voy a explicarte lo que yo pienso. Cuando nombran el arte de zapatero, ¿quieres decir otra cosa que el arte de hacer zapatos?
TEETETO. —No.
SÓCRATES. —Por el arte del carpintero, ¿quieres decir otra cosa que la ciencia de hacer obras de madera?
TEETETO. —No.
SÓCRATES. —Tú especificas, con relación a estas dos artes, el objeto a que se dirige cada una de estas ciencias.
TEETETO. —Sí.
SÓCRATES. —Pero el objeto de mi pregunta, Teeteto, no es saber cuáles son los objetos de las ciencias, porque no nos proponemos contarlas, sino conocer lo que es la ciencia en sí misma. ¿No es cierto lo que digo?
TEETETO. —Tienes razón.
SÓCRATES. —Considera lo que te voy a decir. Si se nos preguntase qué son ciertas cosas, bajas y comunes, por ejemplo, el barro, y respondiéramos que hay barro de olleros, barro de muñecas, barro de tejeros, ¿no nos pondríamos en ridículo?
TEETETO. —Probablemente.
SÓCRATES. —En primer lugar, porque creíamos con nuestra respuesta dar lecciones al que nos interroga, repitiendo el barro y añadiendo los obreros que en él se emplean. ¿Crees tú que cuando se ignora la naturaleza de una cosa se sabe lo que su nombre significa?
TEETETO. —De ninguna manera.
SÓCRATES. —Así pues, el que no tiene idea alguna de la ciencia, no comprende lo que es la ciencia de los zapateros.
TEETETO. —No; sin duda.
SÓCRATES. —La ignorancia de la ciencia lleva consigo la ignorancia del arte del zapatero y de cualquier otro arte.
TEETETO. —Es cierto.
SÓCRATES. —Por consiguiente, cuando se pregunta lo que es la ciencia, es ponerse en ridículo el dar por respuesta el nombre de una ciencia, puesto que es responder sobre el objeto de la ciencia, y no sobre la ciencia misma que es a la que se refiere la pregunta.
TEETETO. —Así parece.
SÓCRATES. —Eso es tomar un largo rodeo, cuando puede responderse sencillamente y en pocas palabras. Por ejemplo, a la pregunta: ¿qué es el barro? Es muy fácil y sencillo responder, que es tierra mezclada con agua, sin acordarse de los diferentes obreros que se sirven de él.
TEETETO. —La cosa me parece ahora fácil, Sócrates. La cuestión es de la misma naturaleza que la que nos ocurrió hace algunos días a tu tocayo Sócrates y a mí en una conversación que tuvimos.
SÓCRATES. —¿Qué cuestión, Teeteto?
TEETETO. —Teodoro nos enseñaba algún cálculo sobre las raíces de los números, demostrándonos que las de tres y de cinco no son conmensurables en longitud con la de uno, y en seguida continuó así hasta la de diecisiete, en la que se detuvo. Juzgando, pues, que las raíces eran infinitas en número, nos vino al pensamiento intentar incluirlas bajo un solo nombre que conviniese a todas.
SÓCRATES. —¿Habéis hecho ese descubrimiento?
TEETETO. —Me parece que sí; juzga por ti mismo.
SÓCRATES. —Veamos.
TEETETO. —Dividimos todos los números en dos clases: los que pueden colocarse en filas iguales, de tal manera que el número de las filas sea igual al de unidades de que cada una consta, los hemos llamado cuadrados y equiláteros, asimilándolos a las superficies cuadradas.
SÓCRATES. —Bien.
TEETETO. —En cuanto a los números intermedios, tales como el tres, el