Es esto tan cierto que Platón, armándose contra Protágoras del principio mismo de Heráclito, prueba en seguida que, gracias al movimiento que sin cesar disloca y altera todas las cosas, es imposible a la sensación fijarse, reconocerse, determinar nada; imposible, en fin, a la inteligencia dar un nombre a las cosas, porque las cosas mismas se le escapan. Nada y de ninguna manera son los únicos términos, que pueden sobrenadar en este naufragio universal de los conocimientos que debe suministrar la sensación. En efecto, desde el momento en que se parte del principio de que en el mundo todo es aparente y fenoménico, si los fenómenos mismos se ven sin cesar arrastrados, renovados y remplazados por otros nuevos, la sensación no puede fijarse en nada, ni enseñarnos nada. De aquí esta consecuencia: la ciencia es la sensación, lo que equivale a decir: no hay ciencia posible.
Si el alma sacara de la sensibilidad todo el esfuerzo de su actividad, se vería condenada a la ignorancia por la impotencia misma de la sensación para arribar a la esencia de las cosas. Pero el alma tiene otras facultades que la de sentir, reflexiona sobre sus sensaciones, las compara, las distingue, y a las primeras reflexiones añade otras nuevas; en una palabra, juzga, razona. La cuestión es saber si por medio de estas dos operaciones intelectuales es capaz de conocer la naturaleza íntima de las cosas, su esencia inmaterial e invisible, de la que los fenómenos no son más que signos; y si en definitiva el juicio y el razonamiento, bajo todas las formas que pueden tomar, constituyen o no la ciencia.
Sócrates sienta desde luego en principio que solo puede formarse juicio sobre lo que se conoce o sobre lo que no se conoce, y obliga a Teeteto a reconocer que no hay más que dos especies de juicio; el verdadero, que será el de la ciencia misma, siendo como es el juicio de lo que se conoce, y el juicio falso. Juzgar falsamente es colocarse fuera de la esfera de la ciencia, y el que pudiera decir en qué consiste, daría un paso hacia la cuestión: ¿qué es la ciencia?, puesto que por lo menos sabría lo que no es, y donde no está. Éste es el procedimiento que sigue Teeteto; pero ve combatidas y desechadas sucesivamente las cuatro formas que presenta del juicio falso; de suerte que, en lugar de descubrir lo que es la ciencia, no puede ni siquiera encontrar lo que no es, y de esta manera ve alejarse más y más la solución apetecida. ¿Juzgar falsamente, pregunta Sócrates, es tomar una cosa que se conoce por otra que también se conoce? No, porque tratándose de dos objetos, el que conoce uno y otro no los confunde. ¿Es tomar lo que no se conoce por lo que tampoco se conoce? No, porque en lo que se ignora absolutamente no es posible pensar. Juzgar falsamente, tampoco es tomar lo que no se conoce por lo que se conoce, ni lo que se conoce por lo que no se conoce, porque nadie puede tomar nunca lo conocido por lo desconocido.
Batido en este punto, Teeteto supone que el juicio se ejercita, no precisamente sobre el conocimiento que se tiene o no de las cosas, sino sobre el ser y el no ser, y que el juicio falso consiste en el error de tomar el ser por el no ser, es decir, un objeto que existe por otro que no existe. Pero esta tesis tampoco es sostenible. El que juzga, juzga de alguna cosa, de un objeto que ve, que toca, o que oye, es decir, un objeto que existe. Juzgar, por consiguiente, es juzgar siempre sobre el ser, y no es posible juzgar sobre el no ser, sobre lo que no existe para los sentidos ni para el pensamiento.
Pero juzgar falsamente, repone Teeteto, ¿no es tomar en general una cosa por otra? No, si por el juicio debe entenderse una especie de discurso interior, que el alma se dirige a sí misma, para saber lo que piensa sobre tal o cual objeto. ¿Quién se ha dicho nunca a sí mismo que un hombre sea un buey, y que lo feo sea lo bello? Nadie ciertamente, porque, una de dos cosas, o el que juzga conoce uno y otro objeto, y entonces no se engaña, o los ignora, y entonces no piensa en ellos.
Parecía que no era ya posible saber lo que es un juicio falso, cuando Sócrates a su vez presenta una nueva idea, diciendo, que consiste en la confusión que tiene lugar en nuestra inteligencia, ya por precipitación, ya por ligereza, ya por turbación, entre las ideas que tenemos de las cosas en el espíritu, y el juicio que formamos cuando se presentan a nosotros. Sin duda; pero de aquí se sigue, que sabríamos mejor lo que es juzgar falsamente, si pudiéramos decir lo que es saber. En seguida se presentan, según el juicio verdadero, tres tentativas de explicación de la ciencia, que son sucesivamente rechazadas.
La ciencia no consiste en este juicio, porque el juicio verdadero de las cosas no es muchas veces más que un resultado de la persuasión que producen, por ejemplo, los oradores en el espíritu del pueblo o de los jueces, cuando abogan por la verdad. Este juicio, por ser verdadero, no da la ciencia, puesto que los que lo forman, no saben por qué, sino que están solamente persuadidos. La ciencia tampoco está en el juicio verdadero acompañado de su razón (σὺν λόγῳ), es decir, de la definición; porque solo se sabe lo que puede definirse. Lo que no se sabe, no se puede definir. Precisamente el objeto principal de la ciencia, esto es, los elementos de las cosas, no admite definición, porque todo lo que es simple se resiste a una determinación distinta del nombre que se le da. Sócrates llega a decir que la definición de los compuestos está lejos de ser la ciencia de los compuestos, porque no siendo estos más que una reunión de elementos, el que ignore estos, está condenado a ignorar los compuestos mismos. Para hacer entender este razonamiento sutilísimo, Sócrates se vale de una comparación tomada de las letras y de las sílabas de que se componen las palabras. Por último, la ciencia no es el juicio verdadero con la idea de la diferencia. En efecto, es cosa clara que no se puede distinguir un objeto de otro sino a condición de conocer ambos; sin esto, ¿cómo puede saberse en qué se diferencian? De aquí se sigue que el conocimiento de las diferencias supone la ciencia y no la constituye. La cuestión parece irresoluble, y los interlocutores se separan, sin establecer nada nuevo.
La conclusión que debe sacarse de este diálogo es que el Teeteto no conduce a ningún resultado positivo. En efecto, si nos atenemos solo a las formas del discurso, Platón no ha hecho otra cosa que sentar y probar esta proposición: la ciencia no consiste en la sensación, ni en el juicio. Pero además de la importancia de este doble resultado, es muy claro que, cuando al fin de cada una de estas dos discusiones sobre el juicio y la sensación, presenta Platón los elementos de las cosas, los seres simples, como los primeros principios de la ciencia, deja claramente entrever su pensamiento, y remite indirectamente a los otros diálogos, en los que ha expuesto su teoría de la reminiscencia y su teoría de las ideas. Si se quiere buscar el complemento del Teeteto, es preciso buscarlo