SÓCRATES. —Voy, pues, a dejarlas correr todas juntas en el recinto del poético valle de Homero.[11]
PROTARCO. —Sin duda.
SÓCRATES. —Aquí están sueltas; pueden mezclarse. Es preciso ir hasta el origen de los placeres; porque no hemos podido hacer nuestra mezcla como al principio lo habíamos proyectado, comenzando por lo que hay de verdadero de una y otra parte, sino que la estimación que hacemos de las ciencias, nos ha obligado a admitirlas todas sin distinción, y antes que los placeres.
PROTARCO. —Dices verdad.
SÓCRATES. —Por consiguiente, es tiempo de deliberar con motivo de los placeres, sobre si los dejaremos entrar todos a la vez, o si deberemos soltar por lo pronto a los verdaderos.
PROTARCO. —Es más seguro dar desde luego entrada a estos.
SÓCRATES. —Que pasen. Después, ¿qué deberemos hacer? Si hay algunos placeres necesarios, ¿no es preciso que los mezclemos con los otros, como hemos hecho con las ciencias?
PROTARCO. —¿Por qué no? Los necesarios, se entiende.
SÓCRATES. —Pero si, así como dijimos respecto de las artes, que no había ningún peligro y antes bien que era útil para la vida el conocerlos todos, dijéramos ahora lo mismo con relación a los placeres, ¿no es preciso mezclarlos, en caso que sea ventajoso y que no haya ningún riesgo en gustarlos todos durante la vida?
PROTARCO. —¿Qué diremos en este punto, y qué partido tomaremos?
SÓCRATES. —No es a nosotros a quienes debes consultar, Protarco, sino al placer y a la sabiduría, interrogándoles de cierta manera sobre lo que el uno y la otra piensan.
PROTARCO. —¿De qué manera?
SÓCRATES. —Mis queridos amigos, ya os llaméis placeres o con otro nombre parecido, ¿qué querríais más, habitar con toda clase de sabiduría, o estar enteramente separados de ella? Creo, que no podríais menos de darnos esta respuesta.
PROTARCO. —¿Qué respuesta?
SÓCRATES. —No es, dirán los placeres, posible, ni ventajoso, como antes se observó, que un género subsista solo y aislado y sin ninguna mezcla. Hecha comparación entre todos los géneros, creemos que el más digno de habitar con nosotros es el que es capaz de conocer todo lo demás, y de tener un conocimiento tan perfecto, como es posible, de cada uno de nosotros.
PROTARCO. —Habéis respondido bien, les diremos.
SÓCRATES. —Muy bien. Después, es preciso hacer la misma pregunta a la sabiduría y a la inteligencia. ¿Tenéis necesidad de estar mezcladas con los placeres? ¿Con qué placeres?, responderán.
PROTARCO. —Sí, así parece.
SÓCRATES. —En seguida continuaremos hablándoles en esta forma. Además de los placeres verdaderos, diremos nosotros, ¿tenéis necesidad de que os acompañen los placeres más grandes y más vivos? «¿Cómo, replicarán, podemos tener nada con ellos, Sócrates, puesto que nos oponen mil obstáculos, turbando con placeres excesivos las almas en que habitamos, impidiéndonos establecernos en ellas, y haciendo perecer enteramente nuestros hijos por el olvido que ellos engendran, como resultado de la negligencia? Y así, ten por amigos nuestros a los placeres verdaderos y puros, de los que has hecho mención; une a ellos los que acompañan a la salud, la templanza y la virtud, que, formando como el cortejo de una diosa, van en su seguimiento por todas partes, y haz que entren estos en la mezcla. En cuanto a los que son compañeros inseparables de la locura y de los demás vicios, será un absurdo que les asocie a la inteligencia el que se proponga hacer la mezcla más pura, sin temores de trastorno, con ánimo de descubrir cuál es el verdadero bien del hombre y de todo el universo y qué conjeturas se pueden formar de su esencia». ¿No diremos, que la inteligencia ha respondido con mucho juicio por lo que toca a sí misma, a la memoria y a la justa opinión?
PROTARCO. —Ciertamente.
SÓCRATES. —Pero falta un punto necesario que tratar, y sin el cual nada puede existir.
PROTARCO. —¿Cuál es?
SÓCRATES. —Toda cosa en la que no hagamos entrar la verdad, no existirá jamás, ni nunca ha existido de una manera real.
PROTARCO. —¿Cómo podría existir?
SÓCRATES. —De ningún modo. Ahora, si falta aún algo a esta mezcla, decidlo vosotros, tú y Filebo. Me parece, que este es ya un punto concluido, y que se le puede mirar como una especie de mundo incorpóreo, propio para gobernar, como es debido, a un cuerpo animado.
PROTARCO. —Puedes decir con toda seguridad, Sócrates, que soy de tu dictamen.
SÓCRATES. —Si dijéramos que en este momento hemos llegado al vestíbulo y entrada de la estancia del bien, ¿no tendríamos razón?
PROTARCO. —Me parece que sí.
SÓCRATES. —¿Qué es lo que tenemos por más precioso en esta mezcla y que más contribuye a hacer semejante situación apetecible para todo el mundo? Tan pronto como lo hayamos descubierto, examinaremos con qué tiene más enlace o afinidad, si con el placer o con la inteligencia.
PROTARCO. —Muy bien. Eso nos será de gran utilidad para formar nuestro juicio.
SÓCRATES. —Pero no es difícil apercibir en toda mezcla cuál es la causa que de hecho la hace digna de estimación o verdaderamente despreciable.
PROTARCO. —¿Qué es lo que dices?
SÓCRATES. —No hay nadie que ignore esto.
PROTARCO. —¿Qué?
SÓCRATES. —Que toda mezcla, cualquiera que sea y de cualquier manera que se forme, si no entran en ella la medida y la proporción, es una necesidad que perezcan las cosas de que se compone, y la primera la mezcla misma; porque en este caso no es una mezcla, sino una verdadera confusión, que es de ordinario una desgracia real para todo lo que de ella participa.
PROTARCO. —Nada más cierto, Sócrates.
SÓCRATES. —La esencia del bien se nos ha escapado, y ha ido a refugiarse en la esencia de lo bello, porque en todo y por todas partes la justa medida y la proporción son una belleza, una virtud.
PROTARCO. —Es cierto.
SÓCRATES. —Pero hemos dicho igualmente que la verdad entraba con ellas en esta mezcla.
PROTARCO. —Ciertamente.
SÓCRATES. —Por consiguiente, si no podemos abarcar el bien bajo una sola idea, lo haremos nuestro bajo tres ideas, a saber: la de la belleza, la de la proporción, la de la verdad, y digamos de estas tres cosas, que forman como una sola, que son la verdadera causa de la excelencia de esta mezcla, y que, siendo buena esta causa, es mediante ella buena la mezcla.
PROTARCO. —Hablas perfectamente.
SÓCRATES. —Cualquiera puede ahora, Protarco, decidir, con relación al placer y a la sabiduría, cuál de los dos tiene más afinidad con el soberano bien, cuál es más digno de estimación a los ojos de los hombres y de los dioses.
PROTARCO. —La cuestión por sí misma se resuelve; sin embargo, será bueno producir la prueba.
SÓCRATES. —En este caso comparemos sucesivamente cada una de aquellas tres cosas con el placer y con la inteligencia, porque es preciso ver a cuál de las dos habremos de atribuir cada una de ellas, como perteneciéndole más de cerca.
PROTARCO. —Hablas sin duda de la belleza, de la verdad y de la medida.
SÓCRATES. —Sí. Fíjate, por lo pronto, en la verdad, Protarco, y fijo en ella, echa una mirada sobre las tres cosas: la inteligencia, la verdad, el placer; y después de haber reflexionado mucho tiempo sobre ellas, respóndete a ti mismo, si el placer tiene más afinidad con la verdad, que la inteligencia.
PROTARCO. —¿Qué