Armando Palacio Valdés
La aldea perdida
Novela-poema de costumbres campesinas
Publicado por Good Press, 2019
EAN 4057664124142
Índice
XXII La envidia de los dioses.
I
La cólera de Nolo.
E un modo ó de otro, menester es que los de Riomontán y de Fresnedo peleen esta noche con nosotros. Ya sabéis que parte de la mocedad de Villoria y de Tolivia aún no ha venido de la siega. De Entralgo y de Canzana también hay algunos por allá. Podéis estar seguros que de nuestros contrarios no faltará uno solo. Los de Lorío y Rivota andan muy engreídos desde la paliza del Obellayo. Los del Condado están avisados por ellos y no faltarán tampoco. Si ahora nos quedamos sin la gente de los altos, temo que nuestras costillas vayan hoy molidas á la cama. El jueves, en la Pola, tropecé en la taberna del Colorado con Toribión de Lorío y Firmo de Rivota, y después de ofrecerme un vaso de sidra, me dijeron con sorna: «Adiós, Quino: que no faltes el sábado de Entralgo».
Así hablaba Quino de Entralgo, mozo de miembros recios y bien proporcionados, morena la tez, azules los ojos, castaños los cabellos, el conjunto de su fisonomía agraciada y con expresión de astucia. Vestía calzón corto y media de lana con ligas de color, chaleco con botones plateados, colgada del hombro la chaqueta de paño verde, sobre la cabeza la montera picona de pana negra y en la mano un largo palo de avellano.
Si no por el valor indomable, resplandecía en las peleas por su consejo, cuerdo siempre y atinado, por la astucia y el artificio de sus trazas. Resplandecía también en los lagares y esfoyazas por la oportunidad y donaire de su lengua; en las danzas por su extremada voz y el variado repertorio de sus romances, en los bailes por la destreza de sus piernas, por su aire gentil y desenvuelto. Pero mejor que en parte alguna resplandecía en cualquier rincón solitario al lado de una bella. Ninguno supo jamás apoderarse más pronto de su corazón, ninguno más rendido y zalamero ni más osado á la vez, pero tampoco ¡ay! ninguno más inconstante. Más de una y más de dos podían dar en el valle de Laviana testimonio lamentable de su galanura y su perfidia.
—Paréceme, Quino—respondió Bartolo,—que se te ha ido la lengua y has hablado más de lo que está en razón. Bien está que vayamos á Fresnedo y á la Braña á dar satisfacción á los amigos; pero de eso á decir que los de Lorío nos han de moler las costillas hay lo menos legua y media de distancia. Mientras á Bartolo, el hijo de la tía Jeroma, no se le rompa en la mano este palito tan cuco de fresno, ningún cerdo de Lorío le molerá nada.
—¡Vamo, hombre, no seas guasón!—exclamó Celso, que por haber estado en el servicio militar tres años había llegado al pueblo hablando en andaluz.—Á ti te molerán lo que tengas que moler, como á too María Santísima. ¡Si pensarás que te han de dar más arriba del cogote!
—Yo no sé dónde me darán, pero sí certifico ¡puño! que antes de darme he de dejar dormidos á muchos de ellos.
—Sí, á fuerza de sidra.
—Á fuerza de palos, ¡puño! ¿Cuándo me has visto brincar atrás ó esconder el cuerpo al empezar la bulla?
—Al empezar no, pero al concluir te han visto muchos entre los pellejos de vino ó detrás de las sayas de las mujeres.
—¡Mientes, puño! ¡Mientes con toda la boca! El día del Obellayo si no es por mí, que di la cara á Firmo, os llevan los de Rivota de cabeza al río.
—La cara no la diste á Firmo, sino á la mata de zarzas y ortigas donde te sepultaste cuando él te buscaba... Eso me contaron el jueves en la Pola.
—Si ha sido Firmo quien te lo ha contado, yo le diré esta noche á ese cerdo quién es Bartolo de Entralgo. Este palo tan majo que corté en el monte ayer nadie lo estrena más que él.
Celso soltó una carcajada y tomando en la mano el palo de Bartolo lo examinó con curiosidad unos instantes.
—¡Lindo palo, en verdad! Bien pintado; bien trabajado. Si Firmo le echa la vista encima, milagro será que no lo pruebe sobre tus espaldas.
Con esto se encrespó de nuevo Bartolo y comenzó á vociferar tantas imprecaciones y bravatas, que su primo Quino se impacientó al cabo.
—¡Calla,