Capítulo Primero
Levanté el rostro, ofreciéndolo al apacible viento. La brisa ligera me pareció de buen augurio, casi una amiga, una señal de que mi vida estaba cambiando de rumbo, y esta vez para bien.
Apreté con más firmeza la mano derecha en la maleta y reanudé el camino con una confianza renovada. No estaba lejos de mi lugar de destino, a juzgar por las indicaciones tranquilizadoras del chófer del autobús, y que yo esperaba fueran ciertas, y no simplemente optimistas.
Cuando llegué a la cima de la colina, me detuve, en parte para retomar el aliento, y en parte porque no podía creer lo que veían mis ojos.
¿Modesta morada? Así la había definido la señora McMillian al teléfono, con el candor típico de la gente que vive en zonas rurales. Y era evidente que estaba bromeando. No podía haber hablado en serio, no podía ser tan ingenua respecto al resto del mundo.
La casa se erguía majestuosa y real como un Palacio de Hadas. Si su ubicación había sido elegida con el deseo de mimetizarla con la tupida y lozana vegetación circundante, bueno... el intento había fracasado.
De pronto me sobrevino una sensación de cohibimiento, por lo que evoqué el entusiasmo con el que había afrontado el viaje de Londres a Escocia, y de Edimburgo a aquella pintoresca, apartada y tranquila aldea de las Highlands. Esa oferta de trabajo me había caído como un bumerán, un maná del cielo, en un momento triste y carente de esperanzas. Me había resignado a pasar de una oficina a otra, cual más anónima y miserable, en calidad de secretaria todo servicio, destinada a vivir de ilusiones. Luego la lectura casual de un anuncio y la llamada de la que había surgido ese radical cambio de residencia, una mudanza brusca pero fuertemente deseada. Hasta hace unos pocos minutos, todo eso me parecía magia... ¿Qué había cambiado, a fin de cuentas?
Suspiré y obligué a mis pies a ponerse en movimiento de nuevo. Esta vez mi camino no fue triunfal como pocos minutos antes, sino más bien torpe y vacilante. La verdadera Melisande volvía a flote, más fuerte que el lastre con el cual había vanamente intentado ahogarla.
Recorrí lo que quedaba del camino, con lentitud exasperante, y fui inmensamente feliz de estar sola, sin que nadie pudiera adivinar el verdadero motivo de mi indecisión. Mi timidez, manto protector dotado de vida autónoma, a pesar de mis reiterados y fracasados intentos de sacármela de encima, había vuelto con prepotencia a la palestra, recordándome quién era. Cómo si pudiera olvidarlo.
Llegué a la verja de hierro, por lo menos de tres metros de alto, y aquí tuve una nueva paralizante vacilación. Me mordí los labios, barajando las alternativas que tenía a disposición. Muy pocas, a decir verdad. Volver atrás estaba fuera de discusión. Había yo pagado los gastos a reembolsar del viaje, y el dinero que me quedaba era poco; muy poco, en verdad. Y además, ¿qué me esperaba en Londres? Nada. El vacío absoluto. Incluso mi compañera de habitación se esforzaba por recordar mi nombre o, en el mejor de los casos, lo trabucaba.
El silencio en torno a mí era absoluto, fragoroso en su total inmovilidad, roto sólo por los ruidos sordos de mi corazón. Puse la maleta en el angosto camino, sin preocuparme por las posibles manchas de la hierba. Total, para mí, ellas no importaban nada. Estaba relegada en un universo en blanco y negro, carente de cualquier asomo de color.
Y no en el sentido metafórico.
Me llevé una mano a la sien derecha, y efectué una ligera presión con las yemas de mis dedos. Había leído en alguna parte que servía para aflojar la tensión, y aunque lo encontraba algo estúpido y básicamente inútil, proseguí, obediente a un ritual en el que no tenía ninguna fe, sólo respeto a una costumbre consolidada. Era agradablemente reconfortante tener costumbres. Había descubierto que contribuía a tranquilizarme, y no me separaba nunca de ninguna de ellas. Bueno, no en ese momento.
Había dado un giro violento hacia una dirección opuesta a la habitual, dejándome arrastrar por la corriente, y en aquel momento qué no hubiera dado por volver atrás.
Extrañé mi habitación en Londres, pequeña como la cabina de un buque, la sonrisa distraída de mi coinquilina, las travesuras de su gato panzudo, e incluso las paredes desconchadas.
De repente, sin previo aviso, mi mano volvió a coger la maleta de cuero, mientras me separaba de la verja a la que me había aferrado con la otra mano sin darme cuenta. No sabía qué debía hacer: si dar marcha atrás o tocar el timbre, y ya no tuve manera de averiguarlo, porque en ese preciso instante sucedieron dos cosas simultáneamente.
Levanté la mirada, atraída por un movimiento desde atrás de una ventana del primer piso, y recuerdo haber visto una pequeña persiana blanca dejada caer en su sitio. Y luego sentí una voz de mujer, la misma que había escuchado pocos días antes al teléfono. La voz de la señora Millicent Mc Millian, terriblemente cercana.
—¡Señorita Bruno! Es usted, ¿verdad?
Me giré de golpe en la dirección de la voz, olvidando el movimiento de la ventana del primer piso. Una mujer de mediana edad, huesuda, enjuta y con un aire afable, seguía hablando, como un río desbordado. Me envolvió.
—¡Pero claro que es usted! ¿Quién más podría ser? No recibimos muchas visitas aquí en Mildnight Rose House, y además, la estábamos esperando. ¿Ha hecho buen viaje, señorita?, ¿ha encontrado con facilidad la casa?, ¿tiene hambre, sed? Querrá descansar, supongo... Llamo inmediatamente a Kyle para que lleve el equipaje a su habitación... He elegido una habitación bonita, simple pero deliciosa, en el primer piso... —Intenté, con escasos resultados, responder al menos a una de sus preguntas, pero la señora Mc Millian no detenía su flujo ininterrumpido—. Por cierto, estará en el primer piso, como el señor Mc Laine... Por Dios, él no necesita asistencia de usted, ya tiene a Kyle, que es su enfermero... Él es en realidad un manitas... es también conductor..., ¿de quién?, no lo sabemos, ya que el señor Mc Laine no sale nunca... ¡Oh!, ¡me alegra mucho de que esté aquí! Sentía verdaderamente la falta de una compañía femenina... Esta casa es un poco lúgubre, adentro, claro... Aquí, al sol, todo parece maravilloso..., ¿no cree? ¿Le gusta el color?, es audaz, lo sé…, pero al señor Mc Laine le gusta.
Eh aquí…, pensé con amargura. Una pregunta, a la cual no tener que responder me hacía feliz.
Seguí a la mujer dentro del patio, y luego en el atrio enorme de la casa. No dejó un momento de hablar, en tono tintineante como el sonido de una campana. Me limité a asentir acá y allá, echando un rápido vistazo a los ambientes por los cuales íbamos pasando.
La casa era realmente enorme, constaté con sorpresa. Me había esperado una decoración más sobria, espartana, masculina, dado que el propietario, mi nuevo empleador, era un hombre que vivía solo. Evidentemente sus gustos eran de todo menos minimalistas. Los muebles eran lujosos, pomposos, antiguos. Del siglo XVIII, pensé, aunque no soy una experta en antigüedades.
Aceleré el paso para no alejarme del ama de llaves, rápida como un guepardo.
—La casa es enorme —balbuceé, aprovechando una pausa en su largo monólogo.
Me echó una ojeada por encima del hombro.
—Lo es, señorita Bruno, pero la mitad está cerrada. Nosotros usamos sólo la planta baja y el primer piso. Es demasiado grande para un hombre solo, y agotador, para quien habla, que me encargo de ella. Aparte de la limpieza grande, de la que se ocupa una agencia de limpieza,