Vicente Blasco Ibáñez
ENTRE NARANJOS
PRIMERA PARTE
I
– Los amigos te esperan en el casino. Sólo te han visto un momento esta mañana: querrán oírte; que les cuentes algo de Madrid.
Y doña Bernarda fijaba en el joven diputado una mirada profunda y escudriñadora de madre severa que recordaba a Rafael sus inquietudes de la niñez.
– ¿Vas directamente al Casino?… – añadió. – Ahora mismo irá Andrés.
Saludó Rafael a su madre y a don Andrés, que aún quedaban a la mesa saboreando el café, y salió del comedor.
Al verse en la ancha escalera de mármol rojo, envuelto en el silencio de aquel caserón vetusto y señorial, experimentó el bienestar voluptuoso del que entra en un baño tras un penoso viaje.
Después de su llegada, del ruidoso recibimiento en la estación, de los vítores y música hasta ensordecer, apretones de manos aquí, empellones allá, y una continua presión de más de mil cuerpos que se arremolinaban en las calles de Alcira para verle de cerca, era el primer momento en que se contemplaba solo, dueño de sí mismo, pudiendo andar o detenerse a voluntad, sin precisión de sonreír automáticamente y de acoger con cariñosas demostraciones a gentes cuyas caras apenas reconocía.
¿Qué bien respiraba descendiendo por la silenciosa escalera, resonante con el eco de sus pasos! ¡Qué grande y hermoso le parecía el patio con sus cajones pintados de verde, en los que crecían los plátanos de anchas y lustrosas hojas! Allí habían pasado los mejores años de su niñez. Los chicuelos que entonces le espiaban desde el gran portalón, esperando una oportunidad para jugar con el hijo del poderoso don Ramón Brull, eran los mismos que dos horas antes marchaban agitando sus fuertes brazos de hortelanos, desde la estación a la casa, dando vivas al diputado, al ilustre hijo de Alcira.
Este contraste entre el pasado y el presente halagaba su amor propio, aunque allá en el fondo del pensamiento le escarabajease la sospecha de que en la preparación del recibimiento habían entrado por mucho las ambiciones de su madre y la fidelidad de don Andrés con todos los amigos unidos a la grandeza de los Brull, caciques y señores del distrito.
Dominado por los recuerdos, al verse de nuevo en su casa, después de algunos meses de estancia en Madrid, permaneció un buen rato inmóvil en el patio, mirando los balcones del primer piso, las ventanas de los graneros – de las que tantas veces se había retirado de niño, advertido por los gritos de su madre; – y al final, como un velo azul y luminoso, un pedazo de cielo empapado de ese sol que madura como cosecha de oro los racimos de inflamadas naranjas.
Le parecía ver aún a su padre, el imponente y grave don Ramón, paseando por el patio, con las manos atrás, contestando con pocas y reposadas palabras las consultas de los partidarios que le seguían en sus evoluciones con mirada de idolatras. ¡Si hubiera podido resucitar aquella mañana, para ver a su hijo aclamado por toda la ciudad!…
Un ligero rumor semejante al aleteo de dos moscas turbaba el profundo silencio de la casa. El diputado miró al único balcón que estaba entreabierto. Su madre y don Andrés hablaban en el comedor: se ocuparían de él como siempre. Y cual si temiera ser llamado, perdiendo en un instante el bienestar de la soledad, abandonó el patio, saliendo a la calle.
Las dos de la tarde. Casi hacía calor, aunque era el mes de Marzo. Rafael, habituado al viento frío de Madrid y a las lluvias de invierno, aspiraba con placer la tibia brisa que esparcía el perfume de los huertos por las estrechas callejuelas de la ciudad vieja.
Años antes había estado en Italia con motivo de una peregrinación católica: su madre le había confiado a la tutela de un canónigo de Valencia, que no quiso volver a España sin visitar a don Carlos, y Rafael recordaba las callejuelas de Venecia, al pasar por las calles de la vieja Alcira, profundas como pozos, sombrías, estrechas, oprimidas por las altas casas, con toda la economía de una ciudad que, edificada sobre una isla, sube sus viviendas conforme aumenta el vecindario y sólo deja a la circulación el terreno preciso.
Las calles estaban solitarias. Se habían ido a los campos los que horas antes las llenaban en ruidosa manifestación. Los desocupados se encerraban en los cafés, frente a los cuales pasaba apresuradamente el diputado, recibiendo al través de las ventanas el vaho ardiente en que zumbaban choques de fichas y bolas de marfil, y las animadas discusiones de los parroquianos.
Rafael llegó al puente del Arrabal, una de las dos salidas de la vieja ciudad edificada sobre la isla. El Júcar peinaba sus aguas fangosas y rojizas en los machones del puente. Unas cuantas canoas balanceábanse amarradas a las casas de la orilla. Rafael reconoció entre ellas la barca que en otro tiempo le servía para sus solitarias excursiones por el río, y que, olvidada por su dueño, iba soltando la blanca capa de pintura.
Después se fijó en el puente; en su puerta ojival, resto de las antiguas fortificaciones; en los pretiles de piedra amarillenta y roída como si por las noches vinieran a devorarla todas las ratas del río, y en los dos casilicios que guardaban unas imágenes mutiladas y cubiertas de polvo.
Eran el patrono de Alcira y sus santas hermanas; el adorado San Bernardo, el príncipe Hamete, hijo del rey moro de Carlet, atraído al cristianismo por la mística poesía del culto, ostentando en su frente destrozada el clavo del martirio.
Los recuerdos de su niñez, vigilada por una madre de devoción crédula e intransigente, despertaban en Rafael al pasar ante la imagen. Aquella estatua desfigurada y vulgar era el penate de la población, y la cándida leyenda de la enemistad y la lucha entre San Vicente y San Bernardo, inventada por la religiosidad popular, venía a su memoria.
El elocuente fraile llegaba a Alcira en una de sus correrías de predicador y se detenía en el puente, ante la casa de un veterinario, pidiendo que le herrasen su borriquilla. Al marcharse le exigía el herrador el precio de su trabajo, e indignado San Vicente por su costumbre de vivir a costa de los fieles, miraba al Júcar exclamando:
– Algún día dirán: así estaba Alsira.
– No mentres Bernat estiga, – contestaba desde su pedestal la imagen de San Bernardo.
Y, efectivamente; allí estaba aún la estatua del santo como centinela eterno, vigilando el Júcar para oponerse a la maldición del rencoroso San Vicente. Es verdad que el río crecía y se desbordaba todos los años, llegando hasta los mismos pies de San Bernat, faltando poco para arrastrarle en su corriente; es verdad también que cada cinco o seis años derribaba casas, asolaba campos, ahogaba personas y cometía otras espantables fechorías, obedeciendo la maldición del patrón de Valencia; pero el de Alcira podía más, y buena prueba era que la ciudad seguía firme y en pie, salvo los consiguientes desperfectos y peligros cada vez que llovía mucho y bajaban las aguas de Cuenca.
Rafael, sonriendo al poderoso santo como a un amigo de su niñez, pasó el puente y entró en el Arrabal, la ciudad nueva, anchurosa y despejada – como si las apretadas casas de la isla, cansadas de la opresión, hubiesen pasado en tropel a la ribera opuesta, esparciéndose con el alborozo y el desorden de colegiales en libertad.
El diputado se detuvo en la entrada de la calle donde estaba el Casino. Hasta él llegaba el rumor de la concurrencia, mayor que otros días, con motivo de su llegada. ¿Qué iba a hacer allí? Hablar de los asuntos del distrito, de la cosecha de la naranja o de las riñas de gallos, describirles cómo era el jefe del gobierno y el carácter de cada ministro. Pensó con cierta inquietud en don Andrés, aquel Mentor que por recomendación de su madre, si se despegaba de él alguna vez, era para seguirle de lejos… Pero, ¡bah!, que le esperasen en el Casino. Tiempo le quedaba en toda la tarde para abismarse en aquel salón lleno de humo, donde todos al verle se abalanzarían a él mareándole con sus preguntas y confidencias.
Y embriagado cada vez más por la luz meridional y aquellos perfumes primaverales en pleno invierno, torció por una callejuela, dirigiéndose al campo.
Al salir del antiguo barrio de la Judería y verse en plena campiña, respiró con amplitud, como si quisiera encerrar en sus pulmones toda la vida, la frescura y los colores de su tierra.
Los huertos de naranjos extendían sus rectas filas de copas verdes y redondas en ambas riberas del río; brillaba el sol en las barnizadas hojas: sonaban como