Episodios Nacionales: El terror de 1824. Benito Pérez Galdós. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Benito Pérez Galdós
Издательство: Public Domain
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Жанр произведения: Зарубежная классика
Год издания: 0
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      Benito Pérez Galdós

      EPISODIOS NACIONALES: EL TERROR DE 1824

      I

      En la tarde del 2 de octubre de 1823 un anciano bajaba con paso tan precipitado como inseguro por las afueras de la puerta de Toledo en dirección al puente del mismo nombre. Llovía menudamente, pero sin cesar, según la usanza del hermoso cielo de Madrid cuando se enturbia, y la ronda podía competir en lodos con su vecino Manzanares, el cual hinchándose como la madera cuando se moja, extendía su saliva fangosa por gran parte del cauce que le permiten los inviernos. El anciano transeúnte marchaba con pie resuelto, sin que le causara estorbo la lluvia, con el pantalón recogido hacia la pantorrilla y chapoteando sin embarazo en el lodo con las desfiguradas botas. Iba estrechamente forrado, como tizona en vaina, en añoso gabán oscuro, cuyo borde y solapa se sujetaban con alfileres allí donde no había botones, y con los agarrotados dedos en la parte del pecho, como la más necesitada de defensa contra la humedad y el frío. Hundía la barba y media cara en el alzacuello, tieso como una pared, cubriéndose con él las orejas y el ala posterior del sombrero, que destilaba agua como cabeza de tritón en fuente de Reales Sitios. No llevaba paraguas ni bastón. Mirando sin cesar al suelo, daba unos suspiros que competían con las ráfagas de aire revuelto. ¡Infelicísimo varón! ¡Cuán claramente pregonaban su desdichada suerte el roto vestido, las horadadas botas, el casquete húmedo, la aterida cabeza y aquel continuo suspirar casi al compás de los pasos! Parecía un desesperado que iba derecho a descargar sobre el río el fardo de una vida harto pesada para llevarla más tiempo. Y sin embargo, pasó por el puente sin mirar al agua y no se detuvo hasta el parador situado en la divisoria de los caminos de Toledo y Andalucía.

      Bajo el cobertizo destinado a los alcabaleros y gente del fisco, había hasta dos docenas de hombres de tropa, entre ellos algunos oficiales de línea y voluntarios realistas de nuevo cuño en tales días. Los paradores cercanos albergaban una fuerza considerable cuya misión era guardar aquella principalísima entrada de la Corte, ignorante aún de los sucesos que en el último confín de la Península habían cambiado el Gobierno de constitucional dudoso en absoluto verídico y puro, poniendo fin entre bombas certeras y falaces manifiestos, a los tres llamados años. En aquel cuerpo de guardia se examinaban los pasaportes, vigilando con exquisito esmero las entradas y salidas, mayormente estas últimas, a fin de que no escurriesen el bulto los sospechosos ni se pusieran en cobro los revolucionarios, cuya última cuenta se ajustaría en el tremendo Josafat del despotismo.

      El vejete se acercó al grupo de oficiales y reconociendo prontamente al que sin duda buscaba, que era joven, adusto y morenote, bastante adelantado en su marcial carrera como proclamaban las insignias, díjole con mucho respeto:

      – Aquí estoy otra vez, señor coronel Garrote. ¿Tiene vuecencia alguna buena noticia para mí?

      – Ni buena ni mala, señor… ¿cómo se llama usted? – repuso el militar.

      – Patricio Sarmiento, para servir a vuecencia y a la compañía; Patricio Sarmiento, el mismo que viste y calza, si esto se puede decir de mi traje y de mis botas. Patricio Sarmiento, el…

      – Pase usted adentro – díjole bruscamente el militar, tomándole por un brazo y llevándole bajo el cobertizo. – Está usted como una sopa.

      Un rumor, del cual podía dudarse si era de burla o de lástima, y quizás provenía de las dos cosas juntamente, acogió la entrada del infeliz preceptor en la compañía de los militares.

      – Sí, señor Garrote – añadió Sarmiento; – soy, como decía, el hombre más desgraciado de todo el globo terráqueo. Ese cielo que nos moja no llora más que lloro en estos días, desde que me han anunciado como probable, como casi cierta la muerte de mi querido hijo Lucas, de mi niño adorado, de aquel que era manso cordero en el hogar paterno y león indómito en los combates… ¡ah! señores. ¡Ustedes no saben lo que es tener un hijo único y perderlo en una escaramuza de Andalucía, por descuidos de un general, o por intrepidez imprudente de un oficialete!… ¿Pero hay esperanzas todavía de que tan horrible noticia no sea cierta? ¿Se ha sabido algo? Por Dios, señor Garrote, ¿ha sabido vuecencia si mi idolatrado unigénito vive aún o si feneció en esas tremendas batallas?… ¿Hay algún parte que lo mencione?… porque Lucas no podía morir como cualquiera, no: había de morir ruidosa y gloriosísimamente, de una manera tal, que dé gusto y juego a los historiadores…¿Ha sabido algo vuecencia de ayer acá?

      – Nada – repuso Garrote fríamente.

      – Ha seis días que vengo todas las tardes y siempre me dice vuecencia lo mismo – murmuró Sarmiento con angustia. – ¡Nada!

      – Desde el primer día manifesté a usted que nada podía saber.

      – Pero a todas horas entran heridos, soldados dispersos, paisanos, correos que vienen de las Andalucías. ¿Se ha olvidado usted de preguntar?

      – No me he olvidado – indicó el coronel con semblante y tono más compasivos, – pero nadie, absolutamente nadie tiene noticia del miliciano Lucas Sarmiento.

      – ¡Todo sea por Dios! – exclamó el preceptor mirando al cielo. – ¡Qué agonía! Unos me dicen que sucumbió, otros que está herido gravemente… ¿Han entrado hoy muchos milicianos prisioneros?

      – Algunos.

      – ¿No venía Pujitos?

      – ¿Y quién es Pujitos?

      – ¡Oh! Vuecencia no conoce a nuestra gente.

      – Soy forastero en Madrid.

      – ¡Oh! Pasaron aquellos tiempos de gloria – exclamó D. Patricio con lágrimas en los ojos y declamando con cierto énfasis que no cuadraba mal a su hueca voz y alta figura. – ¡Todo ha caído, todo es desolación, muerte y ruinas! Aquellos adalides de la libertad, que arrancaron a la madre España de las garras del despotismo, aquellos fieros leones matritenses, que con sólo un resoplido de su augusta cólera desbarataron a la Guardia Real ¿qué se hicieron? ¿Qué se hizo de la elocuencia que relampagueaba tronando en los cafés, con luz y estruendo sorprendentes? ¿Qué se hizo de aquellas ideas de emancipación que inundaban de gozo nuestros corazones? Todo cayó, todo se desvaneció en tinieblas, como lumbre extinguida por la inundación. La oleada de fango frailesco ha venido arrasándolo todo. ¿Quién la detendrá volviéndola a su inmundo cauce? ¡Estamos perdidos! La patria muere ahogada en lodazal repugnante y fétido. Los que vimos sus días gloriosos, cuando al son de patrióticos himnos eran consagradas públicamente las ideas de libertad y nos hacíamos todos libres, todos igualmente soberanos, lo recordamos como un sueño placentero que no volverá. Despertamos en la abnegación, y el peso y el rechinar de nuestras cadenas nos indican que vivimos aún. Las iracundas patas del déspota nos pisotean, y los frailes nos…

      – Basta – gritó una formidable voz interrumpiendo bruscamente al infeliz dómine. – Para sainete basta ya, señor Sarmiento. Si abusa usted de la benignidad con que se le toleran sus peroratas en atención al estado de su cabeza, nos veremos obligados a retirarle las licencias. Esto no se puede resistir. Si los desocupados de Madrid le consienten a usted que vaya de esquina en esquina y de grupo en grupo, divirtiéndoles con sus necedades y reuniendo tras de sí a los chicos, yo no permito que con pretexto de locura o idiotismo se insulte al orden político que felizmente nos rige…

      – ¡Ah! señor Garrote, señor Garrote – dijo Sarmiento moviendo tristemente la cabeza y sacudiendo menudas gotas de agua sobre los circunstantes. – Vuecencia me tapa la boca que es el único desahogo de mi alma abrasada… Callaré: pero deme vuecencia nuevas de mi hijo, aunque sean nuevas de su muerte.

      Garrote encogió los hombros y ofreció una silla al pobre hombre, que despreciando el asiento, juzgó más eficaz contra la humedad y el fresco pasearse de un rincón a otro del cobertizo, dando fuertes patadas y girando rápidamente, como veleta, al dar las vueltas. Los demás militares y paisanos armados no ocultaban su regocijo ante la grotesca figura y ditirámbico estilo del anciano, y cada cual imaginaba un tema de burla con que zaherirle, mortificándole también en su persona. Este le decía que Su Majestad pensaba nombrarle ministro de Estado y llavero del Reino, aquel que un ejército de carbonarios venía por la frontera derecho a restablecer la Constitución, uno le ponía una banqueta delante para que al pasar tropezase y cayese, otro le disparaba con cerbatana un garbanzo haciendo blanco en el cogote o la nariz. Pero Sarmiento, atento a cosas más graves que aquel juego importuno, hijo de un sentimiento