Mis primeros poemas fueron para ella y también mi primera carta de amor. Claudia Cardinale, Roma, Italia, escribí en el sobre como dirección, suponiendo que al ser ella tan famosa cualquiera me haría el favor de llevársela a su residencia. Dentro iban unas flamígeras declaraciones de amor con unos enormes corazones color rosa atravesados por flechas. Creo que la puedo recordar todavía casi letra por letra: “Querida Claudia, perdóneme lo de querida, no lo tome a mal, ni como una frescura de mi parte, pero es que aquí en Cuba la queremos mucho, y yo, si me lo permite, la quiero también mucho, ¿usted me entiende?, pero además la quiero de otra manera. Voy a serle franco, sí, la quiero como a una novia. Tengo dieciséis años y ya me dieron el carné de identidad, es decir que a todos los efectos legales soy un adulto. Yo sueño con usted, bueno, contigo, muy a menudo. Sueños tan lindos y tan cercanos a la realidad que me tienen casi loco. Por eso es que te escribo, para saber de ti, si eres casada o si tienes novio o prometido, o si quisieras venir a Cuba. Por mi parte yo no puedo ir a Italia, aunque te juro por mi madre, que es lo más grande y sagrado que tengo, que deseos no me faltan, para así poder conocerte de verdad y no a través de la pantalla. Yo sé que tú eres muy famosa y que debes tener cientos de enamorados, si no estás casada, claro, pero quiero decirte que jamás, difícilmente, vas a encontrar otro que te quiera más que este tu nuevo admirador.
He visto cinco de tus películas, no sé si habrás filmado otras y tengo fotos tuyas en las paredes de mi cuarto, tantas que la considero nuestra alcoba ¡Ojalá y lo fuera! De verdad que te aprecio mucho y quisiera conocerte y conversar de todo esto contigo. Pienso que entiendas lo que escribo aunque no hables el español, porque tu idioma y el nuestro se parecen mucho.
Desde ahora estaré esperando tu respuesta con ansiedad, cuando me llegue te contesto y te mando una foto mía. Disculpa que te escriba en una hoja de libreta, pero no encontré otro papel más bonito. Lo que vale es la intención, y las mías son buenas.
Te quiere mucho, Arturo Rey.
P.D Espero tu respuesta.
Eso fue en 1973 y ahora a fines de siglo todavía la estoy esperando. Siempre me quedó el consuelo de pensar que no la recibió, ni esa ni las posteriores, creo que le mandé unas quince o veinte. Con el nombre con qué firmé pensaba cautivarla, en realidad me llamo Arturo Reynaldo Ballester Caballero, pero pensé que Arturo Rey le traería gratos recuerdos de cortes y reinados.
Por Claudia me convertí en lo que luego sería, un andarín. Me enteraba que estaban echando una película suya en Camagüey y salía para allá, también a Holguín, Matanzas, Cienfuegos, Las Tunas. Mucho me ayudó en esto, que nací y vivía en Santa Clara, porque no hubiera sido fácil meterme de un tirón de Guantánamo a Pinar del Río. Todo el dinero que podía reunir, unos escasos pesos de la merienda escolar y algo que le escamoteaba a la abuela, iban a parar al fondo de transportación. La mayoría de las veces hacía el viaje en botella por carretera o de polizonte en los trenes y entonces dejaba mis fondos completos para la compra de los tickets de entrada y aprovechaba y veía la película tres y cuatro veces seguidas. Con aquello no me hacía falta ni comer, aunque en realidad estaba más flaco que una vara de pescar, debe ser a causa de las continuas masturbaciones, por suerte era la época de los hippies y la onda aquella del pelo largo y me consideraba con tremenda pista. Parecía, según mi abuela, una escoba con los flecos para arriba.
Tenía luego que soportar las reprimendas de la vieja al regresar, porque por lo general me metía en cada escapada hasta más de una semana fuera de casa, una semana por supuesto de clases perdidas que luego me costaba trabajo recuperar. Nunca dejé de estar al tanto de las carteleras en provincias y no disfrutaba otra cosa con mayor pasión que aquellas correrías.
Entre viaje y viaje nació otra de mis grandes pasiones, la lectura, y eso se lo agradezco también a Claudia, en la mochila siempre me acompañaba algún bocadito para matar el hambre, un paquete de gofio mezclado con azúcar, yo era tremendo come gofio, y por supuesto un par de libros. Empecé leyendo revistas, claro está que imaginarán por qué, de ahí salté a los libros de aventuras y espionaje y después leía con fruición todo lo que me cayera en las manos. En la Secundaria me apodaron Polilla y yo sabiendo que el que proteste por un apodo más se le pega este me hice el desentendido para ver si se les olvidaba el nombrete, sin embargo mi afición casi fanática por los libros lo recalcaba. Hubiese querido en cambio que me llamaran Rey Arturo y una vez hasta lo insinué entre mis amigos de la escuela, pero fue tal la jodedera que me armaron que desistí del intento, pues un gracioso soltó en alta voz: lo que tú no eres el Rey Arturo el de la Tabla Redonda, sino Rey Arturo el de la cara de tabla y la risotada de todos, menos la mía, fue grande.
¡Claudia, Claudia, como te soñé! La noche que no lo hacía despertaba como vacío, y la que te soñaba más vacío todavía. Por las mañanas siempre tenía que lavar mis calzoncillos.
Mi primera novia por supuesto se llamaba como ella. Era rubita, flaca y de labios muy finos, casi una anti Claudia, pero era Claudia y de solo mencionar su nombre y cerrar los ojos era a la otra a quien besaba y llenaba de caricias. La segunda, Claudia también y la tercera Esperanza Cardenal; una mulata y culona, la otra albina y medio bizca. Total yo amaba con los ojos cerrados, vivía de mis ensueños.
Hubo una época, una rachita mala, en que no ligaba nada, ni Claudias, ni cardenales y entonces por asociación de ideas me dije, cardenal es una mancha rojiza, los chupones son también manchas rojizas, pero quién me los da y se me ocurrió entonces la idea de la manguera. Me situé un extremo en el cuello y el otro en la boca y succioné fuerte, el resultado fue fenomenal. Al otro día me aparecí en la escuela con el pecho y el cuello repletos de moretones de inequívoca procedencia y ante las preguntas ansiosas de mis amigos le di rienda suelta a la imaginación y les conté que me había empatado con una mujer divorciada, treintona, que era una loca en la cama. Daba gracia ver la atención con que me escuchaban y los levantamientos que podía discernir en sus portañuelas con mis historias cargadas de erotismo. Hasta las muchachas del grupo se entusiasmaron con mis cuentos y entonces me apetecieron, al considerarme un tipo de experiencia probada. Fue una linda época y el retorno de la buena racha.
A Claudia, la de verdad, le pedía disculpas por mis infidelidades, pero amparado en aquello que dice que el que come malo y bueno come dos veces, le metí mano a cada esperpento, que tenía que retirarme a parques y alamedas oscuras que ampararan nuestros besos, todo lo contrario a lo que deseaba, pasearme muy orondo con mi chica por los portales de las tiendas y del cine los sábados por la noche. Claro que la categoría de esperpento que menciono está marcada desde la visión de mi loca juventud, ahora comprendo que el enfoque y la óptica en cuanto a calidad de mujeres varían con los años y ojalá pudiera hoy con mis cuarentaipico empatarme con alguna de aquellas chiquillas de las que entonces me avergonzaba.
Una de ellas, Inés Beltrán, de la que no he olvidado el nombre porque me reveló un secreto al que mucha lasca que le saqué, me preguntó una tarde de besos dulzones, ¿sabes por qué te amo tanto?, ante mi respuesta negativa me miró aturdida. Chico, ¿a ti no te han dicho que te pareces a Silvio Rodríguez?, aquello de veras que no me gustó, es decir, saber que me estaban besando mientras pensaban que era al autor de “Ojalá” a quien lo hacían, pero bueno, ¿qué otra cosa hacía yo, si no lo mismo? La besaba a ella o a ellas pero era a Claudia a quien en mis sueños besaba.
Llegué a la casa y corrí al espejo. Frente amplia, nariz clásica, labios finos, ojos algo rasgados, unos pequeños baches del acné juvenil en la mejilla derecha y la sonrisa medio ladeada. Volví a sonreír ¡Ahí estaba la clave!, mi sonrisa era como la de Silvio y mis ojos un tanto parecidos y la boca con cierta similitud, pero algo no encajaba. Me miré a fondo y lo descubrí, mi cabello era entonces abundante y rizado, me faltaban además el bigote y la perita que el socio usaba en ese tiempo.
Esa misma noche comencé a dormir con un gorro hecho