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que gotas frías de sudor me corrían intermitentemente por la espalda. La idea nació de la sugerencia de Daisy de que alquiláramos cinco cuartos de baño y tomáramos baños fríos, y luego asumió la forma más tangible de «buscar un sitio donde bebernos un julepe de menta». Todos repetimos y repetimos que era «un disparate», y todos hablamos a la vez con un conserje perplejo y pensamos, o fingimos pensar, que éramos muy divertidos…

      En la habitación, muy amplia, hacía un calor agobiante y, aunque eran ya las cuatro, al abrir las ventanas apenas si entró el soplo caliente de los árboles del parque. Daisy se acercó al espejo y, dándonos la espalda, se arregló el pelo.

      —Es una suite muy chic —murmuró Jordan muy seria, y todos nos reímos.

      —Abrid otra ventana —ordenó Daisy, sin volverse.

      —No hay más.

      —Muy bien, entonces pediremos por teléfono un hacha.

      —Lo que hay que hacer es olvidar el calor —dijo Tom impaciente—. Lo multiplicáis por diez protestando.

      Desenvolvió de la toalla la botella de whisky y la puso en la mesa.

      —¿Por qué no deja en paz a Daisy, compañero? Es usted el que quería venir a la ciudad.

      Hubo un momento de silencio. La guía de teléfonos se desprendió del clavo y se estrelló contra el suelo, y Jordan murmuró «Perdónenme», pero esta vez no se rio nadie.

      —Voy a cogerla —me ofrecí.

      —Ya le he cogido —Gatsby examinó el cordel roto, soltó un «Hum» interrogativo y la dejó en una silla.

      —Ésa es una de sus grandes expresiones, ¿no? —dijo Tom, cortante.

      —¿Cuál?

      —Eso de «compañero». ¿De dónde la ha sacado?

      —Préstame atención, Tom —dijo Daisy, dejando de mirarse al espejo—, si vas a hacer alusiones personales no me quedaré aquí ni un minuto. Llama y pide hielo para el julepe de menta.

      Cuando Tom levantó el auricular el calor comprimido estalló en sonidos y oímos los acordes portentosos de la Marcha nupcial de Mendelssohn, procedentes de la planta de abajo, del salón de baile.

      —Imaginaos casarse con este calor —dijo Jordan con tono sombrío.

      —Calla, que yo me casé en pleno mes de junio —recordó Daisy—. ¡Louisville en junio! Uno se desmayó. ¿Quién se desmayó, Tom?

      —Biloxi —respondió, seco.

      —Uno que se llamaba Biloxi, «Blocks» Biloxi, fabricante de cajas (esto es auténtico), y era de Biloxi, en Tennessee.

      —Lo llevaron a mi casa —dijo Jordan— porque vivíamos a dos pasos de la iglesia. Y se quedó tres semanas, hasta que papá le dijo que se fuera. Al día siguiente papá murió —al cabo de unos segundos añadió—. No hay relación entre las dos cosas.

      —Yo conocía a un tal Bill Biloxi, de Memphis —señalé.

      —Era su primo. Me contó toda la historia de la familia antes de irse. Me regaló un putter de aluminio que uso todavía.

      La música se había extinguido cuando empezó la ceremonia y en aquel momento nos llegó por la ventana una larga ovación, seguida por gritos intermitentes de «Sí, Sí, Sí», y, por fin, una explosión de jazz que marcó el comienzo del baile.

      —Nos estamos haciendo viejos —dijo Daisy—. Si fuéramos jóvenes, nos levantaríamos y nos pondríamos a bailar.

      —Acuérdate de Biloxi —la previno Jordan—. ¿Dónde lo conociste, Tom?

      —¿Biloxi? —hizo un esfuerzo para concentrarse—. Yo no lo conocía. Era amigo de Daisy.

      —No —dijo Daisy—. Yo no lo había visto en mi vida. Llegó en uno de los vagones alquilados.

      —Bueno, él dijo que te conocía. Decía que se había criado en Louisville. Asa Bird nos lo trajo a última hora y preguntó si teníamos sitio para él.

      Jordan sonrió.

      —Probablemente quería volver a casa de gorra. Me dijo que era presidente de vuestro curso en Yale.

      Tom y yo nos miramos sin entender.

      —¿Biloxi?

      —En primer lugar, no teníamos presidente.

      El pie de Gatsby golpeaba rítmicamente el suelo, nervioso, y Tom lo miró de repente.

      —Por cierto, mister Gatsby, tengo entendido que es usted antiguo alumno de Oxford.

      —No exactamente.

      —Sí, tengo entendido que fue a Oxford.

      —Sí, fui a Oxford.

      Pausa. Y luego la voz de Tom, incrédula e insultante.

      —Debió de ser por la misma época en que Biloxi fue a New Haven.

      Otra pausa. Un camarero llamó a la puerta con menta y hielo picados pero ni su «gracias» ni la puerta que se cerró suavemente rompieron el silencio. Aquel detalle extraordinario iba a aclararse por fin.

      —Ya le he dicho que estuve en Oxford.

      —Lo he oído, pero me gustaría saber cuándo.

      —Fue en 1919. Sólo estuve cinco meses. Por eso no puedo considerarme antiguo alumno de Oxford.

      Tom echó un vistazo a su alrededor para ver si, como un espejo, reflejábamos su incredulidad. Pero nosotros mirábamos a Gatsby.

      —Fue una oportunidad que se les dio a algunos oficiales después del armisticio —continuó—. Podíamos ir a cualquier universidad de Inglaterra o Francia.

      Me dieron ganas de levantarme y darle una palmada en la espalda. Sentí uno de esos renacimientos de absoluta confianza en él que ya había experimentado otras veces.

      Daisy se levantó, sonriendo débilmente, y se acercó a la mesa.

      —Abre el whisky, Tom —ordenó—. Y te prepararé un julepe de menta. Luego no te sentirás tan estúpido… Dime cuánta menta te pongo.

      —Espera un segundo —la interrumpió Tom, violento—. Quiero hacerle a mister Gatsby una pregunta más.

      —Adelante —dijo Gatsby, muy correcto.

      —¿Qué tipo de conflicto está usted intentando provocar en mi casa?

      Por fin hablaban abiertamente y Gatsby parecía satisfecho.

      —No está provocando ningún conflicto —Daisy miró con desesperación a uno y a otro—. Lo estás provocando tú. Por favor, contrólate un poco.

      —¡Que me controle! —repitió Tom, incrédulo—. Supongo que la última moda es sentarte y dejar que un don Nadie de No sé dónde enamore a tu mujer. Bueno, si la idea es ésa, no contéis conmigo… Hoy día se empieza por despreciar la vida de familia y la institución familiar, y el siguiente paso será tirar todo por la borda y permitir los matrimonios entre blancos y negros.

      En la euforia de sus apasionados despropósitos, ya se veía defendiendo solo la última barrera de la civilización.

      —Aquí todos somos blancos —murmuró Jordan.

      —Sé que no resulto demasiado simpático. No doy grandes fiestas. Supongo que tienes que convertir tu casa en una pocilga para tener amigos… en el mundo moderno.

      Aunque me había puesto de mal humor —como todos—, sentía verdaderas tentaciones de reírme cada vez que Tom abría la boca. Su transición de libertino a mojigato había sido perfecta.

      —Tengo algo que decirle, compañero —empezó Gatsby.

      Pero Daisy le adivinó la intención.