GEORG GÄNSWEIN
VÍA CRUCIS
EDICIONES RIALP
MADRID
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by EDICIONES RIALP, S.A.,
Manuel Uribe 13-15, 28033 Madrid
Imágenes del Vía Crucis de la parroquia de Santa Soledad
Torres Acosta (Madrid), obra de Alberto Guerrero
(www.albertoguerrero.es). © Alberto Guerrero.
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Maquetación y realización eBook: produccioneditorial.com
ISBN (edición impresa): 978-84-321-6064-6
ISBN (edición digital): 978-84-321-6065-3
Índice
III. Bajo el peso de la Cruz, cae Jesús por primera vez
IV. Jesús se encuentra con su Madre
V. Simón ayuda a Jesús a llevar la Cruz
VI. Verónica enjuga el rostro de Jesús
VII. Bajo el peso de la Cruz, cae Jesús por segunda vez
VIII. Jesús consuela a las mujeres
IX. Bajo el peso de la Cruz, cae Jesús por tercera vez
X. Despojan a Jesús de sus vestiduras
XIII. Descienden de la Cruz a Jesús
Prólogo
Los últimos pasos de Jesús en Tierra Santa
ACOMPAÑAR A UN MORIBUNDO al final de su camino es una de las obras de misericordia cristianas más nobles. El ser humano nunca está tan solo como en sus últimas horas de vida, porque el umbral de la muerte tenemos que cruzarlo sin nadie a nuestro lado. Aunque no seamos capaces de ahorrarle a otro ese tránsito hacia la oscuridad, sí podemos acompañar amorosamente al moribundo hasta las puertas de la muerte con la firme esperanza de que Dios misericordioso lo acoja en el más allá.
Con Jesús fue diferente. Porque en su caso el camino no lo condujo únicamente a una muerte cruel en la Cruz —que ya es mucho—, sino hasta los abismos más tenebrosos del infierno. Y no solo eso: al final de su camino todos lo abandonaron, incluidos aquellos en quienes más confiaba. Únicamente su Madre, unas cuantas mujeres que lo habían seguido desde Galilea y uno solo de sus doce apóstoles, Juan, permanecieron a sus pies en sus últimas horas y vieron apagarse su mirada. El Hijo de Dios llegó a sentir incluso el abandono de su Padre al cargar sobre sí el inmenso desamparo del pecador para, con su muerte, volver a admitirnos en la comunión con el Padre. Nadie, ni siquiera el más pecador, tendrá que volver a soportar nunca un desamparo igual a la hora de la muerte.
¿Alguna vez te has preguntado dónde habrías estado tú durante esas horas? ¿No es verdad que todos deseamos secretamente haber tenido el valor de aquellas mujeres cuyo amor las llevó al pie de la Cruz, o el amor de Juan, fiel al Amigo «que le amaba» incluso en medio de la oscura noche de la muerte?
Lo cierto es que nunca hemos dejado de ser capaces de prestar ese amoroso servicio al Señor. Con nuestro recuerdo orante de su Pasión podemos traspasar los límites del espacio y el tiempo y, con la fuerza de nuestra fe, compartir con Jesús sus últimos pasos por Tierra Santa, ofreciéndole el consuelo de nuestro amor. En ese camino se puede imitar a María: una piadosa tradición de Jerusalén que ha llegado hasta hoy cuenta que, tras la Ascensión del Señor, no hubo un solo día en que María no visitara las estaciones de la Pasión, meditando amorosamente en su corazón cuánto sufrió Jesús por nosotros y el inmenso amor con que nos amó.
Siguiendo el ejemplo de la Madre de Dios, la Iglesia desarrolló la práctica de rezar el Vía Crucis, primero en Jerusalén y más adelante en el mundo entero. A lo largo de los siglos, y especialmente los viernes, los cristianos han recorrido espiritualmente el camino del Señor hasta la Cruz. De ese modo desean estar cerca de Él y, al mismo tiempo, obtener de la meditación de la Pasión la fuerza para llevar sus propias cruces. El obstáculo con el que casi todos nos encontramos es que, a diferencia de María, no podemos extraer de nuestra memoria una vivencia personal. Sí, nos resulta sumamente difícil imaginar vívidamente los acontecimientos de aquel día y las circunstancias de la crucifixión, tan desconocidas para nosotros. Por eso siempre han existido guías para la meditación adaptadas al Vía Crucis.
En las últimas décadas nos cuesta encontrar meditaciones que nos ayuden de verdad a encontrarnos con Jesús en su camino hasta la Cruz. La mayoría de ellas nos sitúan frente a las miserias del mundo de hoy, que el Señor hizo suyas; no obstante, solo nos presentan su rostro de manera indirecta y no son capaces de mostrarnos «qué amor tan grande nos ha tenido el Padre» en su Hijo doliente (1 Jn 3, 1). Un buen Vía Crucis, por el contrario, nos permite contemplar su rostro original, de una belleza incomparable, y traslada a quienes lo practican hasta Jerusalén, a la cima del Monte Sion y a la colina del Gólgota, para mezclarse con el pueblo judío y convertirse en testigo presencial.
Ese es el Vía Crucis que nos ofrece hoy el arzobispo Georg Gänswein en este maravilloso librito. El fiel secretario del