LA LUNA DE
GATHELIC
Inés Galiano
LA LUNA DE
GATHELIC
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© Inés Galiano (2021)
© Bunker Books S.L.
Cardenal Cisneros, 39 ―2º
15007 A Coruña
www. malasarteseditorial.com
ISBN 978-84-18377-97-6
Diseño de cubierta: © Malas Artes
Ilustraciones del interior: © Inés Galiano
Ilustración de cubierta: © Inés Galiano
Diseño y maquetación: © Malas Artes/ Yésica Lopez
Para Toni,
por ser el primero en creer en esta historia.
I
LA MINA
Ya no sentía los dedos de las manos. Los de los pies tampoco. Primero vino el cosquilleo, después el picor y los pinchazos, y luego nada, oscuridad absoluta, como si no los tuviera. Lo mismo había ocurrido con los dientes. Las primeras horas le habían castañeteado sin cesar. Ahora no creía que pudiera abrir la boca nunca más. La cabeza le dolía si se movía, aunque fuera para intentar estirar los dedos. Pero ya no sentía el frío.
Llevaba horas encerrada en aquel frigorífico. Horas sin poder sentarse, con apenas el suficiente espacio para mantenerse en el centro y evitar que su espalda rozara el hielo. Dolía cuando lo rozaba, como si le estuvieran empujando con una antorcha encendida. Las botas no parecían aislar nada; sentía los pies pegados al suelo ardiendo, sentía los latidos del corazón en las plantas. A su alrededor, el cubículo cubierto de hielo, a menos diez grados. No creía que pudiera aguantar mucho más.
Oyó un fuerte ruido al otro lado de la puerta del frigorífico. Habían venido a la sala. Oyó risas amortiguadas por el recubrimiento de la cámara. Apretó los ojos. No estaba preparada. Pero era ahora o nunca. Con gran esfuerzo intentó mover los dedos y desentumecer las piernas. Dolía, dolía mucho. Un golpe metálico al otro lado, como si hubieran tirado una herramienta metálica al suelo. Más risas amortiguadas. Notó una lágrima cayéndole por la nariz, mientras movía los dedos. Parecía que se le fueran a romper. Las risas se acercaron, ruido de botellas chocando, un brindis. Se preparó, no quedaba mucho. Impaciente, movió un pie y el hielo crujió bajo sus pies. Al otro lado, una voz hizo una pregunta con tono de alarma. La otra persona le contestó algo en un tono mucho más relajado. Ambas rieron. Silencio. Golpes secos de unas botas al caer el suelo. Una botella rompiéndose. Más risas. Parpadeó, intentando mantener la energía y la concentración en lo que tendría que hacer de un momento a otro. Se le estaba haciendo eterno.
Por fin, el crujido de las bisagras abriéndose, el hielo rompiéndose al ser despegado de la puerta, una rendija de luz cegadora entrando en el frigorífico, el sonido amplificado de las risas, una mano agarrada a la puerta, tatuada con un pequeño escorpión negro. Ahora.
Con una bocanada de aire que le heló los pulmones, apretó los puños y dio una patada hacia delante lo más fuerte que sus entumecidos músculos le permitieron. Gritó de dolor y se abalanzó hacia delante. La puerta se abrió con fuerza, golpeando directamente en la nariz a la persona que, agachado, en calzoncillos, y con una sonrisa bobalicona, había intentado abrir el frigorífico equivocado para coger otra botella. El golpe lo mandó hacía atrás. Su cabeza se golpeó contra la pared y cayó al suelo, inconsciente. Uno menos del que preocuparse.
Medio cegada por la luz, pero consciente de que tenía muy pocos segundos para actuar, buscó rápidamente algo con lo que atacar. Encontró una pala. Otro chico en ropa interior miraba asombrado la escena desde el suelo, donde estaba sentado con otra botella en la mano. Reaccionó tarde y, cuando lo hizo, tomó una mala decisión: intentar alcanzar sus pantalones. Antes de que pudiera llegar a cogerlos, ella ya le había dado un golpe contundente en la cabeza con la pala.
Miró hacia el túnel que conectaba esta sala con el resto. No se oía ningún ruido ni había luz. No parecían haber oído los golpes, o al menos no sospechaban que fuera nada diferente a lo habitual. Analizó la sala en busca de cosas útiles. Se puso los pantalones y la capa de uno de los mineros por encima de su ropa. Tiritando, disfrutó por unos segundos del calor de la capa. Fue entonces cuando oyó los golpecitos. Hielo crujiendo. Se volvió hacia el túnel, pero no había nada. Desconcertada, miró hacia el frigorífico, y solo entonces se dio cuenta de que había otros dos junto al que ella había ocupado.
¿Habían traído a más gente? No le habían dicho que podría haber nadie más. Volvió a oír el hielo crujiendo en el interior del segundo frigorífico. Debería irse cuanto antes, ahora que estaba a tiempo. Unos golpecitos, unos susurros. Había más de una persona allí dentro. Sintió un pinchazo en los dedos de los pies, que estaban recuperando la circulación, al abrigo del calor de la mina. Con la sangre volvía el dolor. Otro crujido. Pensó en la muerte en el interior del cubículo: lenta y dolorosa. De pie, encerrada, aislada y en la oscuridad. No había nada más horrible que morir en la oscuridad en la cultura de los Sertis. Otro golpe, otro susurro. Se decidió.
Volvió a coger la pala que había dejado en el suelo y se acercó al primer frigorífico. Probablemente intentarían hacer lo mismo que había hecho ella. Inclinó el cuerpo hacia atrás, estirando el brazo lo más posible y se situó en el lado contrario al que la puerta abriría. Con un golpe rápido le dobló el manillar y abrió la puerta. Esperó el golpe, pero el golpe no llegó. Dentro solo había botellas.
Cerró la puerta y se dirigió al segundo. Repitió el procedimiento. Se asomó con cuidado a la abertura, esperando ser atacada de un momento a otro. Pero no había nadie dispuesto a atacar. Al otro lado de la puerta, en el cubículo helado, había una joven y un niño. La chica tenía los ojos cerrados y parecía estar hipotérmica. El niño la miraba con ojos expectantes. Levantó el brazo y la señaló con el dedo, cubierto de hielo, con el que había estado rascando la puerta. Estaba bien cubierto con dos capas: la suya y la de la chica.
Kiru maldijo en un susurro. No podía llevarlos consigo en ese estado y tampoco podía dejarlos donde estaban. Con un movimiento rápido, aprovechó el brazo levantado del niño y tiró de él para sacarlo del cubículo. Después, con más esfuerzo, sacó a la chica casi arrastrándola. Le puso la capa del otro minero inconsciente por encima y empezó a darle golpecitos en la cara. No se despertaba. El niño la miraba sin decir nada. Por el túnel seguía sin escucharse ningún ruido. Podría hacerlo, pero tendría que ser rápido.
Tumbó a la chica en el suelo y colocó las manos sobre ella, en una pierna y en un brazo. Cerró los ojos y se concentró. Necesitaba energía, su cuerpo también estaba débil por el frío y no había comido nada. Empezó a escuchar, buscando su Eco. Oía el silencio de la habitación sin muebles al fondo de la mina. Oía la vibración de los frigoríficos. Oía la respiración automática de los mineros. Estaban inconscientes, débiles e intoxicados por el alcohol. Tardaría demasiado. Escuchó más lejos, por el túnel. Un túnel vacío, excavado en la montaña rica en minerales, pero pobre en vida. No encontraría lo que buscaba si no iba más lejos. Siguió escuchando, ampliando la onda y buscando la vibración. Al fondo del túnel había una sala llena de gente. Los mineros estaban durmiendo. Necesitaba energía, pero de un lugar que no supusiera una amenaza. Si tiraba de la energía de un minero, se despertarían.