Todo empezó en Berlín (las fuentes del libro)
Un lluvioso día de octubre de 1979 en Berlín crucé el Checkpoint Charlie, la frontera que separaba dos mundos: el capitalista y el comunista. El aduanero francés me intentó disuadir de pasar al otro lado porque, según me dijo, allí no había nada que ver. Ni siquiera me pidió el pasaporte. Ignoré su consejo y camine menos de 30 metros, donde los guardias de la Alemania comunista me sometieron a un interrogatorio en una caseta, miraron mis papeles y me hicieron cambiar una cantidad de dinero que no recuerdo. Al cabo de más de media hora, me dejaron entrar hasta la medianoche.
En contraste con el bullicio y la efervescencia de Berlín Occidental, las calles estaban vacías, apenas había comercios y los edificios conservaban los impactos de los proyectiles de una guerra que había acabado hacía 34 años. La neblina agrandaba el efecto de irrealidad. Era como un viaje al pasado.
Cuando volví a España, me puse a leer febrilmente libros de historia sobre la Guerra Fría y sobre Berlín, la ciudad en la que, bien como farsa o como drama, todavía se libraba aquella batalla entre dos bandos que tenían en su poder enormes ejércitos y arsenales atómicos. Se hablaba entonces del equilibrio del terror.
Fue en aquel momento cuando descubrí, sobre todo a partir de las novelas de Graham Greene y John le Carré, la existencia del universo de los espías, unos seres que se jugaban la vida por razones misteriosas, rodeados de un aura de romanticismo y asumiendo una vida llena de riesgos.
En las cuatro décadas transcurridas desde aquella experiencia, he leído todo cuanto ha caído en mis manos sobre el espionaje, he visto decenas de películas y he buscado en periódicos reseñas sobre las hazañas de estos personajes. Sin darme cuenta, he acumulado una cantidad ingente de información, que es la base de este libro.
Muchos de los perfiles que aparecen en estas páginas son inéditos e incluso algunos son la reconstrucción de datos dispersos, procedentes de diferentes fuentes. Ha sido una labor ardua y trabajosa, en la que no era fácil distinguir entre la realidad y la ficción. Pongo ahora en manos del lector mi trabajo. Para ser más concreto, diré que Anatomía de la traición se ha nutrido de tres tipos de fuentes: la bibliografía histórica, la prensa de la época y los archivos abiertos al público.
No es necesario aburrir con una larga relación de libros sobre espías. Citaré aquí los que me parecen más accesibles y valiosos. En primer lugar, la historia del KGB, escrita por Christopher Andrew y Oleg Gordievski, una obra donde se cuentan muchos de los secretos de la inteligencia soviética.
Otro libro que merece la pena es Legado de cenizas, de Tim Werner, sobre los éxitos y fracasos de la CIA. Es una narración trepidante que te obliga a leer desde la primera a la última página sin interrupción. Otro texto recomendable es Al servicio de su majestad, de Gordon Thomas, que aporta claves sobre el espionaje británico.
Por último, han ido apareciendo en los últimos años las investigaciones del historiador británico Ben Macintyre, que es hoy la mayor autoridad en la materia. Tiene cuatro o cinco libros excelentes, apasionantes, no ya solo por sus aportaciones, sino también por lo bien que están escritos. Agente Zigzag está dedicado a Eddie Chapman, el triple agente durante la Segunda Guerra Mundial; Un espía entre amigos es una biografía de Kim Philby; Los hombres del SAS cuenta las operaciones encubiertas en los territorios ocupados por Hitler, y Espía y traidor es un magnífico trabajo sobre Oleg Gordievski y su rocambolesca fuga con el KGB pegado a sus talones.
Otra fuente muy importante han sido los periódicos de la época, a los que he podido acceder a través de internet. Como el periodismo es la historia del presente, se pueden encontrar en las crónicas y reportajes de los diarios de hace 50 o 60 años testimonios de las hazañas y desgracias de aquellos hombres que fueron héroes y víctimas de la Guerra Fría. Muchos de ellos pagaron con su vida, como Oleg Penkovski, cruelmente ejecutado tras ser descubierto.
Y, por último, la tercera fuente de este libro han sido los archivos oficiales desclasificados. Hoy es fácil y rápido acceder a la web del Departamento de Estado en la que hay cientos de miles de documentos de extraordinario interés como, por ejemplo, los relativos a la intervención estadounidense en Irán, en Guatemala o en Chile para acabar con regímenes molestos a Washington. Existe también un valioso material y documentos originales en The National Archives del Reino Unido, donde se puede leer la carta que dirigió el espía español Gómez de Lecube al monarca británico tras ser internado en un campo de concentración.
Este libro es, por tanto, fruto de la paciencia, de la curiosidad y del empeño del autor por conocer la vida de estos personajes, muchas veces anónimos. El lector debería ser consciente de que hay decenas de hombres y mujeres que se jugaron la vida entre 1939 y 1945 para ser útiles en la lucha contra el nacionalsocialismo y que, terminado el conflicto, optaron por volver a sus vidas cotidianas. Muchos de ellos sin ningún reconocimiento.
Es una pena que no figure su nombre en estas páginas, pero sí hay muchos ejemplos de heroísmo y abnegación que coexisten con la traición de sujetos tan viles como Aldrich Ames, que entregó la vida de sus compañeros a cambio de dinero.
Por último, he pretendido que este trabajo, además de contar y entretener, sirva de recordatorio de la frágil frontera entre la lealtad y la traición, que a veces es un camino de ida y vuelta. Lean y juzguen.
Anatomía de la traición
En el túnel de las palomas
Quiero confesar al lector que en todas y cada una de las páginas de este libro gravita la presencia de John le Carré, que murió el 12 de diciembre de 2020. Gracias a sus primeras novelas descubrí el mundo del espionaje y me convertí en adicto a su «glamour» o, mejor dicho, a la nostalgia por un universo de buenos y malos, de bloques políticos antagónicos, de fidelidades y traiciones, de un espacio simbólico que ha desaparecido para siempre. El del Muro de Berlín, el de la Guerra Fría, el del Telón de Acero, el del comunismo soviético, el de la oscura sombra del estalinismo. De sus cenizas ha renacido un sentimiento de nostalgia por la estética de esos personajes que tan bien describió Le Carré, atrapados en lealtades contradictorias y en dilemas morales irresolubles.
He sido durante más de 40 años un ávido lector no ya solo de novelas, sino de todo tipo de historias de espionaje, que han nutrido mi imaginación. He ido acumulando en mi biblioteca decenas de libros y biografías sobre el género, de donde han salido la mayor parte de los textos que integran Anatomía de la traición. Algunos de los perfiles, que fueron apareciendo semanalmente en ABC, son prácticamente desconocidos para el gran público y nunca se había publicado nada de ellos en este país.
La Carré, que trabajó en su juventud para el MI6, cuenta en sus memorias que su padre lo llevó cuando era joven a un club de tiro de Montecarlo. Vio en ese lugar cómo soltaban palomas por un túnel para que los tiradores las abatieran cuando levantaban el vuelo. Escapaban pocas, pero volvían por instinto al palomar. Eso significaba su muerte segura, porque eran llevadas de nuevo al túnel.
No sé si este recuerdo biográfico refleja el destino fatal de los espías, que siempre retornan a la escena del crimen a pesar de que el cerco se va estrechando, como le sucedió a Philby, a Blake, a Penkovski, a Sorge, a Adrich Ames y a tantos otros que apuraron su suerte hasta ser descubiertos. Todos ellos podrían haber sido personajes de Le Carré y, de hecho, algunos lo son. Por ejemplo, Kim Philby, que sin duda inspiró el personaje de Bill Haydon en El topo, la obra maestra del escritor inglés.
El protagonista de esta novela es George Smiley, que aparece en nueve trabajos de Le Carré. Smiley es un espía de la vieja escuela, con un oficio contrastado, al que se le encarga buscar al infiltrado que ha delatado