Madre, pregunta la hija inteligente,
¿quiénes son tus madres?,
¿quiénes son tus antepasadas?,
¿cuál es nuestra historia?
Danos un nombre. Nombra nuestra
genealogía.
Madre, pregunta la hija temerosa,
si aprendo mi historia,
¿no me enfadaré?,
¿no me amargaré como Miriam,
que fue privada de su profecía?
Madre, pregunta la hija simple,
si Miriam yace enterrada en la arena,
¿por qué tenemos que desenterrar sus
huesos?,
¿por qué tenemos que apartarla del sol y de la piedra a la que pertenece?
La que no sabe cómo preguntar
no tiene pasado,
no tiene presente,
no puede tener ningún futuro
sin conocer a sus madres,
sin conocer sus iras,
sin conocer sus preguntas1.
Prólogo
En las últimas jornadas presenciales de la Asociación de Teólogas Españolas, dos jóvenes fueron invitadas a presentar su trabajo de fin de grado que versaba sobre la pregunta, que creo que era también admiración, de si se puede ser teóloga y feminista. Su análisis, más que un valor de contenido, tenía un valor testimonial.
De pronto, unas y otras, teólogas y jóvenes, nos encontrábamos y nos reconocíamos mutuamente. Ellas veían en nosotras una versión del feminismo que no imaginaban que se pudiera dar en esa Iglesia católica de la que se sentían muy alejadas. Nosotras mirábamos con incredulidad a una generación que ya no sabía lo que era pertenecer a la Iglesia, y hasta lo sentían incompatible con su propia existencia.
No pretendo alargarme en la anécdota. Baste decir que hoy soy más consciente, desde que la presencié, de lo importante que es hacer visible a ese raro espécimen que estas jóvenes descubrieron, las mujeres teólogas de la Iglesia española. Somos mujeres que hemos hecho de la teología, probablemente, la única razón por la que seguimos en la Iglesia. No porque nos hayamos agarrado a ella en la desesperación del sinsentido, sino porque ella, la teología, ha salido a nuestro encuentro para rescatarnos de la ira y la frustración que ha supuesto para muchas de nosotras sabernos llamadas y no poder ejercer nuestra llamada en la Iglesia.
Podrías preguntarme qué relación guarda este episodio que hoy recuerdo con este libro que acabas de abrir, y te diría que todo y nada. Esa relación puedo ser yo misma, que intuí la necesidad de la que antes hablaba, y desde entonces me muestro menos tímida para expresarme sobre estos asuntos. Y la relación también es, sin duda, que este ensayo que vas a empezar a leer quiere ser respuesta a la misma pregunta que aquellas dos jóvenes se hacían: ¿es compatible ser feminista con ser cristiana?
La respuesta saldrá a tu encuentro como un suave aroma que se hace patente cuando acaricias el prado en primavera. Surgirá poco a poco, aumentando su intensidad según profundices en sus páginas. Su autora, Carme Soto, amiga y colega, te ofrece la posibilidad de entender desde dónde la teología recibe el apellido de feminista. Y comprobarás que ese aroma se va colando en tu olfato para evocar experiencias que quizá compartas o quizá entiendas.
Pero no todo son experiencias; la reflexión y la probidad académica con que las mujeres teólogas cuestionan la expresión que recibimos de la experiencia religiosa dan matices al perfume, matices intensos de cuestionamiento, de audacia, de honestidad con la propia experiencia, de llamada a construir un espacio eclesial en el que ellas perciban matices que le aportan valor.
Como las flores, que entre sí no se excluyen unas a otras en el prado y cuyo perfume carga de frescura una mañana de primavera, así la teología feminista quiere ser una parte más de la reflexión teológica. Una reflexión capaz de extraer del texto una palabra de salvación para las mujeres, porque no las enfrenta con la institución, más bien enfrenta a la institución consigo misma para alcanzar un camino de mayor perfección.
Además, no sé si te ha pasado alguna vez, pero, cuando reconoces un aroma, comprendes que siempre estuvo ahí, solo hacía falta identificarlo y ponerle nombre. Pues cuando avances en la lectura comprenderás que la experiencia de Dios de las mujeres siempre ha estado ahí, impulsándolas a alcanzar un mayor grado de plenitud. El feminismo, que ha sido posible en la modernidad, solo ha identificado esta experiencia y sus matices para darle nombre y ponerla en camino hacia la construcción de una Iglesia y una humanidad más justa con las mujeres.
Espero que disfrutes de esta suave brisa preñada de experiencia de una mujer, mi amiga Carme, que ha ido haciendo su camino de mujer cristiana en la Iglesia como religiosa con valentía y decisión. Su experiencia y su conocimiento te ayudarán a iniciarte en la identificación de esos matices de brisa perfumada que la teología feminista quiere ser en el prado de la humanidad.
CARMEN PICÓ GUZMÁN
Madrid, 13 de enero de 2021
Introducción
La necesidad
de una teología feminista
Seguramente hoy casi nadie cuestiona que la mujer es igual que el varón y que Dios está por encima de las diferencias sexuales humanas, pues en él se manifiesta en plenitud lo que precariamente visibiliza nuestra humanidad. El problema surge cuando bajamos a lo concreto de la realidad y tenemos que definir los términos en los que se diseña la igualdad o necesitamos explicar cómo entendemos y vivenciamos la realidad divina desde la experiencia real, y nunca neutral, de ser mujeres o varones. Ahí es donde las cosas dejan de ser tan evidentes como parecía en un principio y, en el caso de las mujeres, comienza un largo, y a veces penoso, camino en el que las preguntas se suceden como en el poema con el que comenzábamos esta reflexión.
Esta realidad, vivenciada de formas diversas, llevó a muchas mujeres a lo largo de la historia a afrontar las razones que sustentaban su lugar, siempre secundario, en la sociedad y a cuestionar la permanente ignorancia de su experiencia cuando se trataba de definir o de hablar de Dios.
Un ejemplo de esto son las lúcidas palabras de santa Teresa de Jesús:
No aborrecisteis, Señor de mi alma, cuando andabais por el mundo, a las mujeres, antes las favorecisteis siempre con mucha piedad y hallasteis en ellas tanto amor y más fe que en los hombres [...] No basta, Señor, que nos tiene el mundo acorraladas [...] que no hagamos cosa que valga nada por Vos en público, ni osemos hablar algunas verdades que lloramos en secreto, sino que no nos habías de oír petición tan justa. No lo creo yo, Señor, de vuestra bondad y justicia, que sois justo juez y no como los jueces del mundo, que –como son hijos de Adán y, en fin, todos varones– no hay virtud de mujer que no tengan por sospechosa. Sí, que algún día ha de haber, Rey mío, que se conozcan todos. No hablo por mí, que ya tiene conocido el mundo mi ruindad y yo holgado que sea pública; sino porque veo los tiempos de manera que no es razón desechar ánimos virtuosos y fuertes, aunque sean de mujeres2.
Testimonios de este tipo apenas fueron perceptibles y excepcionales hasta el siglo XIX en el conjunto del pensamiento y de la sociedad. Fue la modernidad, con sus grandes ideales, la que proporcionó el contexto adecuado para que las mujeres comenzaran a expresar de forma colectiva su malestar ante la desigualdad y se fuesen abriendo espacios en los que su palabra se iba comenzando a escuchar. Así fue naciendo poco a poco lo que se llamó «feminismo», que, como todo en la vida, fue pasando por diferentes momentos o etapas que fueron configurando la reflexión y también posibilitando la conquista de derechos y espacios para las mujeres en la sociedad.