¡Te amaba y me chingaste!. Nora de la Cruz. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Nora de la Cruz
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9786073044608
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      Foto: Andrés Sierra Gómez Pedroso

      NORA DE LA CRUZ Estado de México, 1983), doctora en Teoría Literaria por la UAM-I. Es narradora, crítica y profesora. Ha coordinado dos libros en torno a figuras de la música popular mexicana: Rockdrigo González y Selena. En 2018, publicó el libro de cuentos Orillas (Paraíso Perdido) y a partir del 2020 comparte video-reseñas en el canal de Youtube Interior 403.

      Contenido

       I. Tú que buscas el amor, aprende dónde encontrarlo

       II. Revélate decidido, no se que el viento calme y caigan las velas

       III. Gobiérnate de modo que tu amor vida largo tiempo

       IV. Encubre por un tiempo el deso, que no todo se rinda de golpe

       V. Si te arrepientes cuando aún no has entregado del todo tu corazón, entonces será el momento de detener tus pasos

       VI. Si quieres ahuyentar al amor, ocupa las horas

       VII. Rechaza los artificios culpables: si quieres ser amado, sé amable

       VIII. Venus, en los festines, es el fuego dentro del fuego

       IX. Evita la soledad, siempre funesta

       X. Apura el placer hasta la saciedad y ésta curará tus males

       Posdata

      El sol caía sobre el pavimento como cualquier otra tarde mientras la joven Fosca María, maestra de música, daba el último mordisco al postrero taco de maciza. Entre sus rosáceos dedos resbalaba la grasa confundida con la salsa roja y el limón. De pronto, un carruaje azul se detuvo frente al tendajón. Juan Ovidio, el mozo, con su inconfundible uniforme, descendió del coche con un sobre sepia entre las manos. Fosca, sorprendida y un tanto enchilada, alcanzó a distinguir en el lacre bermellón el escudo de armas de la familia Cucufato.

      —¿Qué es esto? —preguntó, limpiándose los dedos con papel estraza.

      —Un sobre sepia lacrado en bermellón con el escudo de armas de la familia Cucufato, señorita —respondió el estólido mozo.

      Fosca tomó el sobre con avidez y leyó unas galantes líneas, espantosamente caligrafiadas:

       Dulce Fosca, si no hace nada hoy por la noche, qui­siera pedirle que me acompañara a la fiesta en honor de la seño­rita Lucrecia Popofona, a quien profeso un amor secreto e imposible. No quisiera ir solo, pues sufriría mi corazón, y además quedaría como un pendejo. Como un favor, acompáñeme. Pero se peina, si es tan amable.

       Gracias anticipadas,

       Tito Lucio Cucufato

      La atribulada Fosca no supo qué pensar: ¿qué chingaderas eran ésas? Ella no conocía a Tito de nada, o de casi nada, salvo por su amorío con la Condesita Fabia Lidia —tan bella como virtuosa, y amiga querida de Fosca— y un par de encuentros casuales en reuniones de la falsa sociedá. Tito se había comportado siempre tempestuoso, como todo artista incomprendido (el joven Cucu­fato era un virtuoso de la marimba), así que lo último que esperaba la joven Fosca era una invitación de este tipo o, mejor dicho, una petición.

      De pronto, la ingenua joven dejó sus cavilaciones y se dio cuenta de que el supino mozo estaba aún frente a ella:

      —El señorito Tito me pidió que esperara por su res­puesta.

      Fosca lo meditó un minuto. Era sábado por la tarde: la ciudad comenzaría a bullir con ruido de corridos y taconazos de un momento a otro; borracheras memorables estaban a punto de iniciar y el ambiente comenzaba a impregnarse de la sustancia que produce los malentendidos románticos. Todo eso a Fosca le tenía sin cuidado porque, como siempre, ella no tenía plan.

      —Dile a tu patrón que cámara.

      Ovidio extendió la mano e hizo una reverencia. Mantuvo la posición unos minutos, en espera. Fosca depositó en su palma una moneda de cincuenta centavos (de las chiquitas). Con acre gesto, el mozo volvió al carruaje y se perdió a lo lejos, pasando el metro Taxqueña.

      La menuda maestra corrió a su buhardilla. Hacía mucho que no la invitaban a una fiesta, por lo que decidió esmerarse: preparó en su tina de aluminio agua tibiecita con sales —de mesa— y se bañó con jabón Zote del rosita (después de todo, era una ocasión especial). Limpia y olorosa, se puso su ropa menos vieja y se dirigió al palacete de Lucrecia Popofona. Junto a la reja de entrada la esperaba el joven Tito, irreconocible: prácticamente sobrio.

      En cuanto la vio, el joven marimbero se aproximó a ella y la tomó de la mano. Mil pensamientos se arremoli­na­ron en la mente de Fosca, que podían resumirse en uno solo: “¿y ora, éste?” Sin embargo, no dijo nada, porque en el fondo sabía que los artistas no están bien de la cabeza y tienen impulsos como ése, cuantimás cuando son virtuosos de la marimba (es de todos sabido que los marimberos son los estultos por excelencia).

      Dando torpes pasitos a causa de los tacones, Fosca entró al palacete de la mano de Tito, aunque al cruzar el umbral él la soltó de inmediato. La menuda maestra no supo qué pensar, pero cuando aclaró su mente una sola y firme idea se formó en ella: “¿y ora, éste?”

      En cuanto entraron vieron a Lucrecia. Se trataba de una joven rubicunda, con la sonrisa del que nada sabe y nada teme. Saludaba a sus invitados con idéntico gesto y sin palabras, como si no los conociera, con la mirada y la gracia de cierto personaje de Hoffman que cantara partituras de Offenbach. Miró a Tito con tibieza; a Fosca casi ni la vio. El resto de la noche departió con sus invitados, sin volver a cruzar palabra con el marimbero ni con su acompañante.

      Eso no pareció importunar a ninguno porque, a decir verdad, estuvieron bien. Resulta que si dos personas pasan suficientes horas juntas, y conversan y se ríen, pueden descubrir que se agradan. En el fondo, un marimbero borracho, parrandero y jugador también tiene su corazoncito. Y Fosca en el fondo también es persona.

      La luz de la luna caía como cualquier otra noche sobre los jardines del palacete de Lucrecia Popofona, a través de los cuales Tito Lucio y Fosca María caminaron como quien no quiere la cosa, cada vez más lejos, cada vez más solos y cada vez más en lo oscurito. Se sentaron en bancas metálicas, sonrientes, como si el metal no estuviera frío, y luego caminaron lentamente bajo la luz del alumbrado público de las calles aledañas, aspirando el olor a coladera tapada y a podredumbre dulce que des­pide el sur de la ciudad. Entre pasos hubo besos y risas, como si no fuera esa noche la primera que estaban solos, pero eran besos y risas inocentes, como si fueran muy viejos o muy niños.

      Sin