Arabella Salaverry
Infidelicias
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Colección Sulayom
San José, Costa Rica
Primera edición, 2021.
© Uruk Editores, S.A.
© Arabella Salaverry.
San José, Costa Rica.
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Impresión: Publicaciones El Atabal, S.A., San José, Costa Rica.
Soñar es la actividad estética más antigua.
Jorge Luis Borges
Somos, poco más, poco menos,
lo que soñamos
A.S
Infidelicias, relatos que nos conducen al universo paralelo de los sueños, ese que Freud llamara “la otra escena”, para encontrar erotismo, soledad, inseguridad, desamparo, amistad, miedo, amor, esperanza; y un sinnúmero de sentimientos y deseos para trazar en claroscuros el panorama oculto de nuestra existencia.
Infidelicias porque no hay nada más infiel a la aparente realidad que el mundo de los sueños. Desde el surrealismo del paisaje onírico, Infidelicias nos enfrenta con facetas muchas veces “prohibidas” de la condición humana. Y porque bucear en lo recóndito puede ser una delicia.
Sola
Al abrirse la puerta justo al frente una mujer lunar desparramada en la cama –rectángulo inmenso, amasijo de sábanas blancas, sedas y tules ajados ¿una noche tumultuosa? Habías insistido en visitarla. Me hablaste de su soledad, además, hoy día de Acción de Gracias me dijiste, intentando conmoverme. Gracias para qué, gracias por qué en estos destinos del trópico, pensé; vos añadiste todo el mundo de fiesta y la mujer en esa casa sin fin, ya crepuscular, pobrecita, irremediablemente sola. Tanta tu reiteración que finalmente acepté. Iríamos a visitarla.
Llegamos hasta la casa que más parecía fortaleza. Una pared muda, extensa y sellada. Tal vez alcanzaba cuatro o cinco pisos. Solo una puerta. Dos enormes hojas metálicas. Al aproximarnos una de ellas comenzó a moverse lentamente dándonos paso como si nos autorizara el ingreso. Entramos. Nos enfrentó una empinada escalinata de mármol blanco que hacía una graciosa parábola en tanto subía. El entorno de un blanco grisáceo con un tono finisecular e irreal. Subimos presurosos hasta enfrentar otra puerta también de metal que se abría muy despacio en tanto nos acercábamos. Me asomé con precaución: divisé la cama colosal; ocupaba casi la totalidad de la habitación que también era vastísima. De esa enormidad emergían una pierna rolliza, un torso lánguidamente apoyado en un brazo y la cadera. La pierna con el color del yeso. Una mujer lunar. Así la nombré para mí pues tenía la blanca palidez y la redonda sensualidad de una luna llena. La contemplé por un momento. Luego discreta o no tanto, me acerqué sin poder esquivar la tentación: la toqué. Suave y fría, tal vez la misma temperatura del mármol y el mismo tacto lustroso. No registró enfado ante mi mano ingenua en su pierna. Me devolvió el contacto con una sonrisa rodeada de bucles despeinados y canas teñidas de un naranja zanahoria. Conocía a Antonio desde siempre y se la veía feliz con la visita. Bastó una breve mirada de reconocimiento para que el cuarto se llenara de un aire festivo. Una alegría de castañuelas la inundó. Yo por mi parte nada cómoda. Un olor a polvos antiguos y a humedad me tenían al borde del estornudo. Pero me contuve. Sonaría irrespetuoso en esa especie de santuario que era la habitación de la dama.
Mi presencia –un accesorio– no importunaba. Y aunque tratara de parecer, mejor, de ser amable –yo ponía todo mi empeño, mis mejores maneras: gracias por recibirnos, muy gentil, y perdone si interrumpimos– no sabía por dónde encauzar la conversación. Mis intentos no parecían molestarla. Sus ojos recorriéndome en un esfuerzo no muy profundo por reconocerme, pero no, la verdad, usted perdone, nunca antes nos habíamos visto. Mientras alisaba con cuidado las sábanas de seda. Y terminaba mirando fijamente su mano, moviéndola de un lado al otro, ensimismada, para finalmente introducir su dedo pulgar en la boca en un gesto goloso que aparentaba producirle gran satisfacción.
Sin previo aviso un hombre grande, circunspecto, apropiado, en el centro de la habitación. ¿Quién le dio acceso?, ¿por dónde había llegado? Porque la puerta y la escalera habían desaparecido. El cuarto era ahora un coto de feria sin ninguna salida. El hombre y su pelo mojado y nítidamente integrado a la estructura de la cabeza, anteojos de aro negro, smoking negro y corbatín perfecto ajustado a su cuello fuerte, camisa relampagueando de tanta blancura, zapatos negros de charol adiamantado en la suave penumbra del cuarto, muy jamesboniano; y un plato muy grande en sus manos igualmente grandes. Un beso tímido a la mujer. Como tanteando la reacción. Ella permaneció impasible con la sonrisa puesta en su cara redonda. Luego el hombre mostró el plato en actitud de ofrenda. Deferente. Tome, madame. Nadaba en el plato la mitad de un soufflé, o algo esponjoso de colores pálidos. Alcancé a vislumbrar una capa de puré, otra de aguacate, bañados por una salsa rosada de origen inconfesable. Tal vez los restos de una receta muy elaborada. O algún alimento secreto que se escapaba a mi comprensión. La mujer, gracias, no tenía por qué molestarse, pero bueno, ya que estamos –palmeando la cama– siéntese aquí. Se acomodó un tirante del negligé transparente con el color de las pitahayas maduras. Colocó el plato sobre las sábanas y en medio de la conversación un tanto forzada por la evidente timidez del hombre tomaba un poco de puré y se lo comía glotona, con las manos, chupándose los dedos. El hombre observó por un momento la escena, luego habló de otro compromiso, más bien inexpresivo, varias reverencias de por medio, a bientot madame, y se escabulló. Miré a Antonio demandando alguna explicación, algún gesto que me ayudara a entender lo que sucedía, pero nada.
Antonio se acercó me apretó contra su cuerpo y me besó. Inapropiado ese beso. No tenía por qué hacerlo. Ni el lugar ni el momento oportunos.
Al lado de la cama descubrí un ventanal de cortinas con el color del tiempo. Iban del gris al celeste pálido batidas por la brisa. Apareció otro hombre ahora por la ventana también sin anuncio y sin preámbulo. Pañuelo de seda azul al cuello, la infaltable gomina, pantalón gris claro, zapatos impeques. De nuevo la ceremonia: se acercó a la mujer, la saludó a la francesa, un beso en cada mejilla, bonjour madame, y una bandeja con algunas frutas ya picoteadas: uvas, fresas, arándanos, cerezas. Las frutas se mezclaban con carozos, con los menudos tallos de los racimos espulgados, las pulpas a medio mordisquear. Una vez más la ofrenda parecía el remanente de alguna cena importante. Muchísimas gracias, merci bien, no tenías para qué, ni hay por qué, pero bueno, ya que estamos… y como si el banquete de sobras fuese lo más natural la mujer comenzó a limpiar los restos de las frutas con su hermosa sonrisa aún detenida en la cara.
El beso de Antonio imperioso. No terminaba de gustarme. Es más, no me gustaba del todo. Los besos deben ser tenues, graduales, sentir la suavidad de los labios, despacio, saborearla, luego la dulzura de la lengua de a poco, nada invasivo, catando el placer, comprometiéndose con el deseo del otro. Me abrazó de nuevo y colocó su pierna en mi entrepierna. Y su beso.