Al Faro
Al Faro (1927) Virginia Woolf
© Editorial Cõ
Leemos Contigo Editorial S.A.S. de C.V.
Edición: Noviembre 2020
Imagen de portada: Ana Gabriela León
Traducción: Rogelio Quintanar (para Editorial Lectorum S.A. de C.V.)
Prohibida la reproducción parcial o total sin la autorización escrita del editor.
Capítulo 1
—Si hace buen tiempo, seguro que iremos —dijo la señora Ramsay—. Pero tendrás que levantarte temprano —añadió.
Fue grande la alegría que aquellas palabras causaron en su hijo menor, como si ya hubiera quedado decidido que la expedición era segura y que lo más grande que anhelaba desde hacía tanto tiempo —años y años, se diría— se hallaba, después del breve paréntesis de la oscuridad de una noche y de una jornada de navegación, al alcance de la mano. Dado que a los seis años pertenecía ya a la gran familia de quienes son incapaces de separar un sentimiento de otro, y están obligados a permitir que las esperanzas futuras, con sus alegrías y sus penas, oscurezcan la realidad presente, y dado que para tales personas, incluso cuando no son más que niños, cualquier giro de la rueda de las sensaciones tiene poder para cristalizar y fijar el momento sobre el que descansa su sombra y su luz, James Ramsay, sentado en el suelo mientras recortaba las ilustraciones del catálogo de los Almacenes del Ejército y de la Marina, dotó, mientras su madre hablaba, de una felicidad celestial a la imagen de un refrigerador. Era un aparato aureolado de alegría. La carretilla, la segadora de césped, el ruido de los álamos, la palidez de las hojas antes de la lluvia, los graznidos de los cuervos, el raspar de las escobas, el frufrú de los vestidos: cada una de aquellas sensaciones tenía en su mente un colorido tan nítido que constituían ya un código privado, un lenguaje secreto, aunque él, con su frente alta y sus despiadados ojos azules, impecablemente cándidos y puros, fruncido ligeramente el ceño ante el espectáculo de la fragilidad humana, pareciera la imagen de la severidad más inflexible y absoluta, por lo que su madre, al verlo guiar sin vacilación las tijeras en torno al refrigerador, se lo imaginó todo de rojo y armiño, administrando justicia o dirigiendo una importante y delicada operación financiera durante alguna crisis de los asuntos públicos.
—Pero no va a hacer buen tiempo —dijo su padre, deteniéndose delante de la ventana de la sala de estar. Si hubiera tenido a la mano un hacha, un atizador para el fuego o cualquier otra arma capaz de agujerear el pecho de su padre y de matarlo, allí mismo y en aquel instante, James la hubiera empuñado con gusto. Tales eran los abismos de emoción que el señor Ramsay provocaba en el pecho de sus hijos con su simple presencia: inmóvil, como en aquel momento, tan delgado como un cuchillo, tan afilado como una navaja, sonriendo sarcástico, no sólo por el placer de desilusionar a su hijo y arrojar ridículo sobre su esposa, que era diez mil veces mejor que él desde cualquier punto de vista –en opinión de James–, sino también por el secreto orgullo que le producía la exactitud de sus propios juicios. Lo que decía era verdad. Siempre era verdad. Era incapaz de decir algo que no fuese verdad; nunca modificaba los hechos; nunca renunciaba a una palabra desagradable en servicio de la conveniencia o del placer de ningún mortal, y menos aún de sus propios hijos, que, carne de su carne y sangre de su sangre, tenían que estar al tanto desde la infancia de que la vida es difícil; de que en materia de hechos no hay compromiso posible; y de que el paso a la tierra legendaria en donde nuestras esperanzas más gloriosas se desvanecen y nuestros frágiles barcos naufragan en la oscuridad —aquí el señor Ramsay se erguía y contemplaba el horizonte entornando sus ojillos azules—, requiere, por encima de todo, valor, sinceridad y capacidad de aguante.
—Pero quizá haga buen tiempo... espero que haga buen tiempo— dijo la señora Ramsay, impaciente, retorciendo un poco la calceta de color marrón rojizo que estaba tejiendo. Si las terminaba aquella noche, si, pese a todo llegaban a ir al faro, se las daría al farero para su hijito, enfermo de tuberculosis ósea; y acompañaría el regalo con un montón de revistas antiguas y algo de tabaco; a decir verdad, les llevaría cualquier cosa inútil que encontrase a mano y no hiciera más que ocupar espacio, con el fin de que aquellas pobres gentes que tenían que estar muertas de aburrimiento, sin otra ocupación durante todo el día que sacar brillo a la lámpara, despabilar la mecha y rastrillar su ridículo jardín, se distrajeran un poco. Porque, ¿a quién podía gustarle permanecer encerrado, durante todo un mes, y posiblemente más en época de tempestades, en una isla rocosa del tamaño de una pista de tenis?, preguntaba la señora Ramsay; a lo que había que añadir la ausencia de correspondencia y de periódicos y el no ver a nadie; y si se era casado, vivir separado de la esposa, no saber cómo estaban los hijos, si habían enfermado, o si se habían caído y se habían roto una pierna o un brazo; ver las mismas olas monótonas rompiendo semana tras semana, y luego la llegada de alguna terrible tempestad, las ventanas cubiertas de espuma, los pájaros chocando contra la lámpara, todo el edificio estremecido, y no atreverse siquiera a sacar fuera la nariz por temor a terminar en el fondo del mar. ¿Qué tal les parecería?, preguntaba la señora Ramsay, dirigiéndose de modo especial a sus hijas. De manera que, añadía, cambiando por completo de tono, había que llevarles cualquier consuelo que se tuviera al alcance de la mano.
—Directamente del oeste —dijo el señor Tansley, el ateo, abriendo mucho los dedos huesudos para que el viento soplara entre ellos, porque acompañaba al señor Ramsay en su paseo vespertino a lo largo de la terraza. Que el viento procediera del oeste significaba que soplaba en la peor dirección posible para desembarcar en el faro. Sí, decía cosas desagradables, reconoció la señora Ramsay; era una crueldad desilusionar todavía más a James; pero, al mismo tiempo, no les dejaría que se rieran de él. “El ateo”, lo llamaban; “el ateíto”. Rose se burlaba de él; Prue se burlaba de él; Andrew, Jasper y Roger hacían lo mismo; incluso el viejo Badger, al que ya no le quedaba ni un solo diente, lo había mordido, por ser –en palabras de Nancy– el enésimo joven que los había perseguido hasta las islas Hébridas, cuando era mucho más agradable la soledad.
—Tonterías —dijo la señora Ramsay con gran seriedad. Dejando a un lado la tendencia a exagerar que habían heredado de ella y prescindiendo de que no les faltaba razón cuando insinuaban que invitaba a demasiada gente, por lo que a algunos tenían que buscarles alojamiento en el pueblo, no soportaba que se tratara descortésmente a sus invitados, a los jóvenes en particular, que eran tan pobres como ratas, “excepcionalmente capacitados”, decía su marido — además de grandes admiradores suyos—, y que venían a pasar con ellos las vacaciones. De hecho todo el sexo masculino estaba bajo su protección; por razones que era incapaz de explicar, por su caballerosidad y su valor y porque negociaban tratados y gobernaban la India y controlaban las finanzas; y en último extremo por una actitud hacia ella que cualquier mujer, inevitablemente, consideraría agradable; por un algo confiado, infantil y reverente que una mujer mayor podía aceptar de un joven sin pérdidas de dignidad; y desventurada la muchacha —¡rogaba al Cielo que entre su número no se contara ninguna de sus hijas!— que no sintiera, hasta la médula de los huesos, la importancia de aquella actitud y todo lo que implicaba.
La señora Ramsay se volvió hacia Nancy con expresión severa. —No los había perseguido—, dijo. —Lo habían invitado—.
Tenían que encontrar algún modo de escapar a todo aquello. Tenía que haber alguna manera más sencilla, menos laboriosa, suspiró. Cuando se miraba al espejo y veía los cabellos grises y las mejillas hundidas a los cincuenta años, se le ocurría que quizás podría haber sido más eficaz con su marido, en la administración del dinero, al ocuparse de los libros del señor Ramsay. Pero, en cuanto a ella, nunca lamentaría, ni por un momento, las decisiones tomadas, ni rehuiría las dificultades ni se desentendería de sus obligaciones. En aquel instante su aspecto resultaba impresionante y tan sólo en perfecto silencio, la cabeza todavía inclinada sobre el plato, les fue posible a sus hijas —Prue,