Papeles de Ítaca. Bernardo Pérez Puente. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Bernardo Pérez Puente
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9786074508581
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      Presentación

      El Concurso Nacional de Cuento Juan José Arreola está organizado por el Centro Universitario del Sur de la Universidad de Guadalajara, en colaboración con la Dirección de Artes Escénicas y Literatura de Cultura udg y la Editorial Universitaria. Este concurso nace como homenaje a la memoria y el trabajo literario de Juan José Arreola, escritor originario de Ciudad Guzmán, y por la necesidad de convocar desde su ciudad natal un premio en uno de los géneros literarios más interesantes: el cuento.

      La Universidad de Guadalajara instituyó este concurso, que se ha ido consolidando a lo largo de estos años, con la finalidad de estimular el trabajo creativo de cuentistas mexicanos, el cual está abierto para obras inéditas de escritores residentes en el país.

      La obra ganadora de esta xii edición es Papeles de Ítaca de Luis Bernardo Pérez (Ciudad de México, 1962). El jurado estuvo integrado por Alberto Chimal, Bernarndo Fernández, y Andrés Acosta.

      Esta obra fue declarada ganadora por ser un libro donde destaca el sentido arreolano de los cuentos, es preciso, lúdico y con muy ricas referencias literarias, cinematográficas y sociales.

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      I. Viajes

      Aunque el dato es incierto,

       aseguran haber visto un barco

       atravesando el desierto.

      Papeles de Ítaca

      “Como iba resuelto a perderme,

       las sirenas no cantaron para mí.”

       A Circe Julio Torri

      Una mañana también yo partí de Ítaca dejando atrás hacienda, oficio y mujer. Me embarqué en pos de la gloria que ennobleciera mi linaje e hiciera de mí un esclarecido caballero. Me veía convertido en un varón de renombre cuyas hazañas serían contadas por los cronistas, celebradas por los poetas y evocadas con reverencia por las generaciones venideras. Pero aunque mi peregrinaje fue tan largo como el del héroe y hubo en él penalidades sin cuento, ninguna Circe, ningún Polifemo, ninguna sirena de seductor canto se cruzó en mi camino. Tampoco hallé en todo el Ponto —el cual recorrí afanosamente de un extremo a otro— rival con quien chocar mi acero ni a una hospitalaria Nausícaa dispuesta a rescatarme de los naufragios de mi alma. Así fue como, tras largos años de ausencia, regresé al terruño escaso de proezas que dieran brillo a mi blasón y de las cuales pudiera envanecerme. Tuve entonces que aguzar el ingenio: tramé embelecos que llenaron de asombro a mi Penélope, fabulé lances que me ganaron la admiración de los vecinos y concebí andanzas que, en el café, emocionaban al barbero, al sastre y al notario. Y a fuerza de repetir tales historias y para no olvidarlas, comencé a llenar papeles con ellas. Resultó que al irlas escribiendo sumaba personajes, complicaba intrigas y prodigaba hechos sorprendentes nacidos al vuelo. Con el paso del tiempo he comprendido que nunca alcanzaré las riquezas, los títulos y los honores que con tanto afán ambicioné. Me queda tan sólo el consuelo de estos folios, los cuales se han ido multiplicando hasta formar gruesos legajos que acumulo en el cuarto de los arreos y que, a veces, doy a leer a otros, sin decirles nunca si lo allí contado pertenece a la realidad o al reino de la ilusión.

      El arte de buscar tesoros

      El auténtico buscador de tesoros valora la paciencia. Sabe que en su oficio —oficio arduo e incierto— la premura es desaconsejable; que un descubrimiento, aunque sea modesto, es resultado de una larga preparación, de una cuidadosa ascesis; no se trata de hundir la pala en cualquier parte ni adentrarse sin más en la primera cueva que le salga al paso.

      Por eso, el buscador de tesoros se demora durante meses e incluso años estudiando los mapas, memorizando el nombre de pueblos y caseríos, siguiendo con el dedo los interminables vericuetos del camino señalados en el plano, los cruces y las desviaciones antes de lanzarse a recorrerlos. Y una vez sobre el terreno, observa el entorno sin prisa para adueñarse del paisaje con la mirada y dejar que éste lo guíe hacia su objetivo.

      El buscador de tesoros se detiene en los albergues para beber y conversar con los parroquianos, siempre atento a los indicios reveladores. Con discreción, pregunta sobre el pasado de la localidad con el fin de saber más sobre las rutas de las diligencias que, siglos atrás, transportaban oro y plata, sobre los escondites usados por los bandidos para ocultar su botín y sobre las haciendas abandonadas entre cuyas ruinas se han hallado —según cuenta gente de fiar— suntuosos candelabros de bronce, salseras de plata, camafeos de marfil y espejos de mano que aún conservan el reflejo de la dama que solía mirarse en ellos.

      Con tal de ganarse la confianza de los lugareños, se ve obligado a permanecer en la localidad. Se justifica aludiendo a las bondades del clima o al desprecio que siente por las grandes ciudades. En ciertos casos, incluso llega a establecerse allí. Adquiere una casita con un minúsculo huerto y finge sentirse a sus anchas. A veces renta un local en el centro del pueblo y abre un negocio, por ejemplo, una tienda de géneros o una barbería. De esta forma puede quedarse el tiempo necesario para explorar la zona sin despertar sospechas.

      Por las noches recorre sigilosamente los campos circundantes armado con un detector de metales, una pala y un pico. Sin embargo, prefiere prescindir de tales instrumentos, pues ellos revelarían sus verdaderas intenciones.

      El buscador de tesoros se esfuerza para que los habitantes del lugar dejen de considerarlo un extraño. Trata de que lo acepten como uno de los suyos. Hace amigos, discute de política en los cafés, asiste a misa los domingos y está presente en los actos cívicos.

      A veces, mientras espera en la tienda de géneros o en la barbería la llegada de los clientes, una idea extraña se insinúa en su mente: sospecha que el principal objetivo de los buscadores quizá no sea el tesoro en sí mismo, sino la búsqueda. Pero si esto fuera cierto, su empeño dejaría de tener sentido cuando al fin encontrara un tesoro y, en consecuencia, perdería la principal razón de su existencia.

      Es posible que, durante esos fugaces momentos, también llegue a la conclusión de que cada tesoro espera a su propio buscador y cada buscador deberá emprender la búsqueda del tesoro que la vida le ha reservado sólo a él. El suyo podría ser un baúl apolillado rebosante de joyas, un saco de monedas antiguas o una caja de caudales con el contenido intacto. Pero quizá tenga un aspecto muy diferente. Ello lo obligará a estar alerta en todo momento para reconocerlo en cuanto lo vea. Podría presentarse, digamos, bajo la forma de una muchacha morena que, una tarde cualquiera en una calle cualquiera, lo observara desde su balcón. En tal caso, el buscador de tesoros se vería obligado a detenerse para mirar a la muchacha y sonreírle. Y en ese preciso momento comprendería —no sin cierta desazón— que su búsqueda ha concluido.

      Supervivencia

      Joven latinoamericano llega a París (aeropuerto Charles de Gaulle, vuelo 326). Trae consigo, entre otras cosas: la dirección de un amigo uruguayo, cuatrocientos veinte euros y un abrigo café que heredó de su padre. El amigo uruguayo ya no vive allí, los euros le duran algo más de una semana y el abrigo café resulta insuficiente para enfrentar el más crudo invierno de los últimos veinte años. Muy pronto su situación se torna desesperada, pero no se rinde. Lava platos en un restorán a cambio de la comida y, por una módica suma, entrega dos veces por semana su cuerpo moreno y atlético a madame Bouchard, la patrona del restorán. Con ese dinero alquila un cuarto miserable en el último piso de un edificio miserable. Aún queda el inconveniente del clima, pues el cuarto miserable carece de calefacción. El frío es despiadado. Por fortuna, en uno de los puestos de libros instalados a orillas del Sena encuentra un viejo calendario de llantas Michelin ilustrado con obras de la escuela impresionista. De regreso en su habitación, con las manos ateridas y al borde de