La ventana de enfrente. Alicia Escardó Végh. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Alicia Escardó Végh
Издательство: Bookwire
Серия: Zona Límite
Жанр произведения: Книги для детей: прочее
Год издания: 0
isbn: 9789875043060
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      Índice de contenido

       La ventana de enfrente

       Portada

       Capítulo 1: SEPTIEMBRE. AterrizoEnMadrid

       Capítulo 2: OCTUBRE. LosProfesYaMeTienenHarta

       Capítulo 3: NOVIEMBRE. YaHaceFrío

       Capítulo 4: DICIEMBRE. SeVienenLasFiestas

       Capítulo 5: ENERO. RegaloDeReyes

       Capítulo 6: FEBRERO. VivaLaContrafarsaYElCarnaval

       Capítulo 7: MARZO. VacacionesDeNuevo

       Capítulo 8: ABRIL. BajoLluviaEnMadrid

       Capítulo 9: MAYO. LosQueTeHacenLlorarYSufrir

       Capítulo 10: JUNIO. ÚltimoMesDeClases

       Capítulo 11: JULIO. TodoSeDesarma

       Biografía

       Legales

       Sobre el trabajo editorial

       Contratapa

      Septiembre

      AterrizoEnMadrid

      Fue cuando me instalé en el avión, que no pude aguantar más y largué el llanto. Desde el asiento de al lado, mamá me miraba con cara comprensiva. Pobre. Si supiera la verdad. Ella creía ingenuamente que mis lágrimas eran porque me había despedido de mis amigas y primos en el aeropuerto, y no los iba a ver por casi un año. Yo no quería estropearle la alegría que le generaba la “nueva vida” que, según ella, nos esperaba en Madrid. Para qué repetirle que tenía cero ganas de irme a vivir a una ciudad que no conocía, a diez mil kilómetros de todo lo mío. Se lo había dicho tantas veces, que no valía la pena. Lo otro era lo que mi madre no sabía. No podía contárselo. A ella menos que a nadie. Cada vez que recordaba aquella escena, lo que descubrí la tarde en que me perdí volviendo del dentista, confirmaba con angustia que no podría decírselo nunca.

      Al aeropuerto habían ido todas mis amigas del colegio con regalos, cartas y recuerdos. Me daban unos abrazos tan apretados como si tuvieran que pasar una prueba de fuerza, como si no fuéramos a vernos nunca más. Por suerte los abuelos no estaban, mi madre decidió que era mejor despedirnos de ellos en su casa. En el aeropuerto de Carrasco, siempre ruidoso, inundado de viajeros que arrastran carros de valijas, altavoces que sueltan palabras que nadie entiende y gente que se mueve de un lado a otro, iban a ponerse demasiado nerviosos.

      En septiembre empieza la primavera. O termina el verano. Depende del punto de vista y el sitio donde uno se encuentre. Para mí, ese mes de septiembre significó alejarme de todo lo que conocía hasta ese momento, para empezar la vida en un país donde las estaciones funcionan al revés. Lo que no sabía era que tantas otras cosas serían también diferentes.

      Después de embarcar las maletas y pasar por migración, nos instalamos en la fila 8, yo del lado de la ventanilla y mamá del pasillo. Hice como que leía las cartas de mis amigas. Eran varias, y algunas bastante largas. Cada vez me costaba más distinguir las palabras, las veía borrosas y desenfocadas. Cuando no pude leer más, puse en el MP3 la música que me había grabado Ana, y por los auriculares me inundaron nuestras canciones preferidas. A mi mirada líquida se agregó un cosquilleo que subió de la garganta a la nariz. Mi amiga había grabado también unas palabras de despedida.

      —Tomá, Julieta –me dijo mamá, mientras me alcanzaba un pañuelo descartable que sacó de la cartera. Siempre previsora. No fue suficiente con uno.

      Mi preocupación de la noche anterior al elegir la ropa que usaría para el viaje me pareció tan lejana. ¡Cómo podía haberme importado eso! En Montevideo terminaba el invierno y estaba fresco. Carlos nos había escrito en un mail que en Madrid hacía mucho calor. Así que pensé: el pantalón marrón de pana mejor no, el celeste si porque la tela es más fina y me queda bien con la camiseta azul. Al final me decidí por el vaquero ancho. Quería estar bien por si al aeropuerto iba él, lo que fue una pérdida de tiempo porque al final no se apareció. No fue ningún chico, solamente mis amigas. Mejor.

      Ahora todo eso me parecía una estupidez. Me encontraba suspendida en el aire, a medio camino entre una vida que no valoré hasta que tuve que dejarla y un futuro incierto. Atrás quedaba mi país, parte de mi familia, mis amigas, mi colegio, y debía empezar de nuevo en un sitio del que no conocía nada.

      Carlos y mi madre hacía meses que me insistían con lo que iba a ganar: vivir en Europa, en el primer mundo, cuna de la Historia, donde iba a tener oportunidades de conocer lugares interesantes, de relacionarme con gente diferente, de insertarme en una nueva realidad. En el fondo yo sabía que mi opinión no contaba en su decisión. De todos modos se iban a ir, y me tenían que llevar con ellos. El trabajo nuevo de Carlos, la mejor oportunidad de su vida, no podía competir al lado de los insignificantes problemas de una adolescente consentida. Sabía que esas debían haber sido sus palabras, casi como si las hubiera escuchado.

      El viaje me resultó interminable. La escala en Río de Janeiro fue incómoda. Bajamos del avión de madrugada, y una funcionaria de TAM, entre distraída y medio dormida (no había nadie más en la sala de espera desierta) nos hizo bajar y atravesar corredores interminables, entre frases en un portugués del que no entendimos nada. Cuando entré de nuevo en la cabina del avión, olía a esos perfumes artificiales que ponen en los autoservicios de lavado de coches. A la media hora empezó la rutina de la cena traída por una azafata con sonrisa de anuncio de pasta dental y después pasaron una película que se veía horrible porque la pantalla era de dos por dos y estaba tres filas más adelante de mi asiento.

      Por fin, Madrid. La luz que indicaba que podíamos desabrocharnos los cinturones se apagó con un pitido metálico. Nos levantamos, con el cuerpo entumecido. Los que habían tenido paciencia con las largas colas para usar el baño minúsculo del avión estaban un poco más presentables, al menos se habían lavado los dientes y alisado el pelo con un peine. Yo ni me había acercado, me dio asco después de que vi salir de ahí a un gordo con el pelo grasiento y a una vieja que inundó el corredor del avión con un olor que no quisiera describir. Así que debía tener un aspecto lamentable.

      Entramos en una especie de tubo que temblaba bajo nuestros pies como si fuera a desarmarse. Nos depositó en una sala del aeropuerto en la que había dos filas de personas. Frente a cada una, un funcionario controlaba pasaportes y ponía sellos. Sin dudarlo, me dirigí a la más corta.

      Mi madre me sacó de mi error.

      —No, la nuestra es la otra –me dijo, y se ubicó al final de la fila que tenía cuatro veces más gente, detrás