Marcelo Luján
La claridad
Marcelo Luján, La claridad
Primera edición digital: julio de 2020
ISBN epub: 978-84-8393-661-0
Colección Voces / Literatura 298
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© Marcelo Luján, 2020
© De la ilustración de cubierta: Byung Jun Ko, 2020
© De esta portada, maqueta y edición: Editorial Páginas de Espuma, S. L., 2020
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El día 10 de marzo de 2020, un jurado compuesto por Enrique Pascual, presidente del Consejo Regulador de la Denominación de Origen Ribera del Duero, Fernando Aramburu, escritor y presidente del jurado, Óscar Esquivias, escritor, Clara Obligado, escritora, además de Juan Casamayor, director de la Editorial Páginas de Espuma, y Alfonso Sánchez González, secretario general del Consejo Regulador de la Denominación de Origen Ribera del Duero, en calidad de secretario del jurado, ambos con voz pero sin voto, otorgó el VI Premio Internacional de Narrativa Breve Ribera del Duero, por unanimidad, a La claridad, de Marcelo Luján.
para Belén
Cuando optamos por la práctica de la ficción
no lo hacemos con el propósito turbio de tergiversar la verdad
Juan José Saer
Treinta monedas de carne
Al ángel que extermina
el mundo lo ilumina
«Isabel», Ratones paranoicos
No nos hagamos vanidosos ni nos provoquemos unos a otros
ni tengamos envidia unos de otros
Gálatas 5:26
Y dijo: ¿Qué estáis dispuestos a darme para que yo os lo entregue?
Y ellos le pesaron treinta monedas de plata
Y desde entonces buscaba una oportunidad para entregarlo
Mateo 26:15-16
Puede que haya sido la belleza.
Con el crepúsculo y el aguijón siempre envenenado de los celos.
O el atenuante que dan las más inesperadas oportunidades.
Puede que haya sido apenas una comunión maldita de todos esos astros alineados para la desgracia.
Sería imposible precisarlo.
Lo cierto es que ahí van las dos, un tanto separadas pero envueltas en los albores de la primavera tardía. Van como si en verdad estuvieran dando un paseo por el valle. Un paseo que podría explicarlo todo: la casa y la tarde y enseguida el crepúsculo y en el corazón del bosque la aparición mágica de una oportunidad.
Tal vez la atracción de esa casa maldita.
Y los celos y el bosque y la maldad.
Lo cierto es que ahí van las dos.
Diez o quince metros separan una bicicleta de la otra. Astrid va delante, la empuja un ritmo sereno pero también vertiginoso. Va, además, escuchando música y por eso lleva unos cascos que apenas se notan en los recovecos de sus pequeñas orejas. Marta va detrás: un poco a rastras, arrepentida de haber salido del camping con la intuición de que Fran ya no la quiere. Hace un momento pedaleaba llorando. Del dolor a la ira no hay ni diez ni quince metros porque apenas hay distancia. Por eso ahora va enfurecida. Pedalea con esfuerzo. Y piensa. Piensa, Marta, mientras pedalea furiosa, las piernas agarrotadas por la voluntad. Piensa: Esta tía es imbécil. Y pedalea. Y mientras pedalea y maldice a Astrid, siente cómo el sudor le cubre la cara y el torso, y también la entrepierna y los muslos debajo de las mallas negras.
–Cuando la alcance se va a enterar –dice.
Y dice:
–Puta noruega.
Y pedalea.
Antes, la última vez que se detuvieron, cuando Marta entendió que aquello iba a ser una ruina y convenció a Astrid para que regresaran, le había pedido, con algún que otro furtivo por favor, que fuese más despacio, porque no estaba acostumbrada a tanto desgaste físico, que ella no pesaba cuarenta y cinco kilos ni esto era el Tour de Francia. Todo eso le había dicho antes. Tal vez lo del peso se lo haya repetido, con palabras y también con gestos. Y antes, en cuanto salieron de los límites del camping, le había advertido que ni siquiera recordaba cuándo había sido la última vez que montó en bicicleta.
Ahora nada de todo eso importa y Marta suda y maldice sin poder dejar de pedalear, preguntándose si a Astrid las palabras le entran por un oído y le salen por el otro, si son los cascos o es una tara personal. O es que en ese país, piensa, Serán todas así de estúpidas y arrogantes. No entiende por qué se le adelanta constantemente, como si estuviese yendo sola y no le importara lo más mínimo el esfuerzo que está haciendo para poder seguirle el ritmo.
El sendero, desde hace un buen rato, es estrecho y ripioso. No hay sombra. No hay horizonte. Todo son montañas o algún arbusto y pendientes encendidas por el tibio aunque brillante sol de la tarde.
Ninguna de las dos lo sabe pero en la última bifurcación tomaron el camino equivocado y están yendo en dirección contraria al pantano y al camping. Tal vez Marta lo empiece a intuir pero no. Ni siquiera eso. O mejor: cuando comience a intuirlo, incluso cuando tenga ya la certeza, será tarde y tampoco le valdrá de mucho.
Y pedalea.
Y ve, de pronto, que Astrid se detiene. La ve de pie: su figura esbelta, el cuadro de la bicicleta entre las piernas, una zapatilla en la tierra, la otra sobre el pedal, una mano agarrada al manillar, la otra flotando cerca de la cintura. Y ve, sobre todo, que la observa por encima del hombro, como si solo se hubiese detenido para esperarla.
Marta todavía pedalea:
–Será hija de puta –dice.
No son amigas y nunca van a serlo. Y cualquiera podría afirmar que sería complicado encontrar a dos mujeres jóvenes tan opuestas, tan incompatibles, tan distintas y con tan distintos ánimos. No, no son amigas y no van a serlo ni en sueños. Se habían conocido tres días antes por puro azar, cuando Fran decidió aparcar el coche junto a una caravana de matrícula extranjera, en el primer sitio disponible que vio una vez dentro del camping, después de haber conducido casi ocho horas hasta el remoto pantano de San Nicolás.
Así opera el azar.
Ahora Marta detiene la bicicleta a un metro de Astrid. Está agitada. Dice:
–¿Te importaría ir más despacio?
Y dice:
–O sea, esperarme y no ir a tu bola.
Astrid, que apenas habla español, que apenas suda y a la que se le nota mucho