La niña en la ventana. Natalia S. Samburgo. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Natalia S. Samburgo
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9789878708102
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mi opinión no contara, solo es eso.

      —Andando, Ángela nos espera para tomarte las medidas. Estás muy delgada y hay que ajustar la cintura del vestido que está terminando, porque te va a quedar con bolsas en la espalda.

      Siguieron camino unos metros hasta llegar a destino. La humedad del día las tenía fastidiosas a ambas. El pelo se les pegaba a los costados de la cara y la ropa se adhería a sus cuerpos aunque no quisieran.

      La modista abrió la puerta con una sonrisa dedicada a la niña. A la madre, le dedicó un movimiento de cabeza.

      —Bonita de mi vida... estás muy delgada. Pasá, corazón. Tengo unas galletas para convidarte.

      —¿Paso a buscarla en cuánto tiempo? —consultó la madre, sintiéndose ignorada.

      —Por mí, déjela para siempre conmigo, jajaja... Era un chiste. En hora y media, por favor.

      La madre se dio vuelta con cara de disgusto y emprendió el camino de regreso hacia su hogar. No era bienvenida en esa casa. Años atrás, había tenido un altercado con el padre de la modista, un policía muy renombrado de la provincia. Sin embargo, solo confiaba en ella para coser las prendas de su hija, porque sabía de la calidad de las telas e hilos que compraba y de la limpieza y pulcritud que había en ese lugar. No podía permitir que a su hija la infectara ningún virus, bacteria o alergia. Todo debía ser de cristal para ella. Su debilidad la hacía pender de un hilo, si de salud se trataba. La mujer y su marido cuidaban de ella como si fuera el objeto más preciado del mundo. Justamente, como un objeto.

       Capítulo III

      Cruzó de vereda. No le gustaba pasar por esa cuadra. Hacía años que no andaba por ese camino. Miró hacia atrás como esperando que la chica hubiese salido corriendo tras él. Sonrió de sentirse tan ingenuo. Ella lo hacía sentir de trece años, infantil e inexperto. Las mariposas en la panza lo hacían verse cursi, pero había aprendido en carne propia el verdadero significado de esas palabras.

      Mientras retornaba hacia su casa, donde su madre lo esperaba seguramente con mate, recordó que no transitaba por ese barrio desde hacía años. «¡Cuánto hace que no venía por acá! Ja, esto solo lo logra una chica», pensó. Apuró el paso porque no le gustaban esas casas, sobre todo, una en particular. Le había quedado esa sensación desde hacía tiempo, cuando con sus amigos salían a andar en bicicleta y saltaban las barandas que cercaban los jardines. Se creyó observado, como le ocurría seis años atrás. Casi corrió hasta la esquina y dobló. Recién en ese momento, se sintió a salvo. No sabía muy bien de qué, pero ahora estaba más tranquilo.

      Se dio cuenta de que, por unos minutos, había dejado de pensar en la chica, pero otra vez la tenía en su cabeza. Lamentaba no saber su nombre. Calculaba que tendría quince o dieciséis años por el grupo que compartía en la clase de natación, pero no lo sabía realmente. Solo contaba con el dato de dónde vivía, porque la había seguido una tarde en el auto de su amigo Lucho. Siempre llegaba al club acompañada de alguno de sus padres y se iba de la misma manera. Durante las clases, la profesora no se apartaba de su lado y, en el vestuario, una mujer corpulenta hacía guardia para que ningún muchacho atrevido ingresara al sector de damas.

      Llegó a su casa. Tal como suponía, su madre tomaba mate con bizcochitos mientras miraba el celular. Se la notaba nerviosa. Ni siquiera se dignó a girar la cabeza para mirarlo al entrar.

      —¿Qué hacés, vieja?

      —Vieja tu abuela —respondió la mujer mientras continuaba tecleando la pantalla del móvil.

      —No insistas. No te va a contestar. ¿Podés dejarlo en paz?

      —¿Por qué habría de hacerlo? Estoy preocupada. Hace semanas que no tenemos noticias de él. Se le murió un hermano, pero a mí, un ex, y a vos, un padre. ¿Acaso no le importamos?

      —Dame un mate. ¿Fuiste a trabajar hoy?

      —No, llamé para decir que me dolía la cabeza y que no iría.

      —Te van a echar si seguís poniendo excusas falsas.

      —¿Y vos quién sos para decirme lo que tengo que hacer?

      —Menos mal que te quiero, mamá. Pero ¡qué ganas de mandarme a mudar cuando decís esas estupideces!

      Lautaro sorbió el mate, lo apoyó en la mesa con un golpe innecesario y se refugió en su habitación para encontrar la paz ansiada y poder seguir pensando en “ella”.

      Andrea hizo caso omiso de las palabras de su hijo y prosiguió enviando mensajes a Iván, alternando con llamadas que dejaba sonar hasta que el mismo sistema las cortaba.

      Estaba obsesionada con ese hombre. Lo amaba más que a nada en el mundo, incluso más que a su propio hijo. Estaba segura de que él la seguía queriendo y no entendía por qué la castigaba ignorándola. Y desde que se había enterado de la muerte del padre de Lautaro, lo sabía débil y quería reconquistarlo. Pero, por el momento, no lo estaba logrando. Él no le daba lugar. No obstante, ella persistiría en sus intenciones.

      * * *

      Se despertó sobresaltado de una pesadilla. Ni las imágenes más tétricas de muertos y torturados le producía tanto miedo y dolor como hablar sobre aquel tema. Había logrado alejarlo bastante tiempo, hasta que Iván se lo trajo de nuevo al presente. Sabía que con Nadia no podía hablar. La miró a su lado, durmiendo de manera tranquila. Trató de levantarse sin moverse demasiado para no despertarla. A veces, se hacía difícil seguir adelante, pero la amaba e iba a hacer todo para fuera feliz.

      Fue al baño. Se mojó la cara con agua bien fría. Se quedó unos segundos mirando en el espejo cómo el líquido transparente caía por su rostro. En realidad, estaba mirando la nada, o se estaba mirando a él mismo en lo más profundo de su ser. El grifo continuaba abierto y el agua corría sin tregua. No podía despegarse de su imagen reflejada. Tuvo ganas de romper el vidrio, destrozar todo lo que tuviera cerca. El nudo en el pecho se le hizo insoportable y largó un quejido ruidoso, un lamento contenido desde hacía muchos meses. Las lágrimas comenzaron a salpicar de sal todo su rostro, mezclándose con el agua que aún caía desde su frente. El cuerpo se le arqueó y tuvo que agacharse para contener el dolor del alma que se le metía por todos lados. Lloró lo que nunca había llorado. Hacerse el fuerte frente a su mujer le estaba saliendo caro.

      Cuando estuvo más repuesto, salió del toilette y pensó en recostarse, pero no pudo. Él sabía que iba a dar vueltas sin conciliar el sueño y quizás molestara a su mujer. Decidió ir a ver a su hijo. Entró al cuarto, que siempre tenía la puerta abierta, y lo observó dormir. Le acarició el pelo ondulado, castaño claro y tuvo ganas de alzarlo, pero eso lo despertaría. Se sintió mal por ser tan egoísta. Solo quería abrazarlo al punto de no importarle interrumpir su sueño, aunque luego le costara volver a dormirlo. Se contuvo. Una fuerza superior lo hizo desistir de ese deseo y respetar a su hijo. Su único hijo.

      Allí se quedó, mirándolo. Acercó un sillón que estaba en la esquina del cuarto y se sentó para disfrutar de la visión de ese niño regordete que siempre lograba sacarle sonrisas. Se parecía a él, había que admitirlo. La misma tez oscura, las orejas un poco sobresalidas de la cabeza, los ojos redondos. La nariz quizás era lo que había sacado de su madre. Lo amaba con el alma. Con su casi año y medio, les había regalado felicidad y había alejado la tristeza que opacaba esa casa. Su hijo era todo para ellos. Mientras pensaba en todo el dolor que lo carcomía a pesar de tener a su hijo sano y en casa, se quedó dormido sin darse cuenta.

      * * *

      —¡Tío! ¡Al fin! —atendió contento Lautaro al ver en la pantalla del celular que quien llamaba era Iván.

      —¿Cómo estás, Lauti?

      —Yo bien. ¿Cómo estás vos? No podés desaparecer así sin dar señales. Menos mal que Jacinto me tenía al tanto.

      —Perdoname. Es muy difícil esto. Juro que intento superarlo, pero no puedo. Fui yo, ¿entendés? Yo le llevé... —No pudo seguir, porque se le anudó la voz.

      —No