La niña en la ventana. Natalia S. Samburgo. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Natalia S. Samburgo
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9789878708102
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en que contaría con el apoyo de su hermano Rodrigo, un integrante de la institución que él dirigía. No estaba seguro de si su esposa lo ayudaría, aunque ella misma le había contado algo acerca de un negocio que conocía y que tenía muy buenos resultados. El tiempo le demostraría que no solo lo apoyaría, sino que idearía un plan macabro.

      * * *

      Rodrigo observó a su hermano con mucha atención. Osvaldo le había pedido que no lo interrumpiera, necesitaba contarle su idea de manera detallada, sin filtros y sin baches. Los ojos del hermano menor se fueron abriendo. Iba comprendiendo los pormenores del asunto y tenía ganas de salir corriendo. Pero no lo haría. Su hermano le estaba pidiendo ayuda, y él estaría siempre dispuesto para acompañarlo.

      Minutos más tarde se miraron. Estaba todo dicho. Solo quedaba aguardar la respuesta de Rodrigo, que tardó en comenzar a mover las manos. Expresó su opinión. No estaba del todo de acuerdo. No le gustaba nada la idea, en especial, porque él tendría que llevar a cabo la peor parte. Aunque con el tiempo, quizás no sería tan mala. De todas maneras, él apoyaría a su hermano. No importa lo que hicieran, eran incondicionales el uno con el otro.

      Desde aquel momento un pacto quedó sellado, y el silencio, asegurado. Se dieron un abrazo. Rodrigo comprendía el dolor de su hermano mayor. Él también sufría por la pérdida de sus sobrinos, pero no lo demostraba. Hacía gala de su porte de macho superado, su altura y contextura, para demostrar que nada lo afectaba. Pero no era cierto. Lamentaba las pérdidas como cualquier otro. Tras esa mirada fría, siempre mostrando dudas, demostrando que no era capaz de comprender del todo, se escondía un alma inteligente, sagaz y amorosa...

      * * *

      Beatriz se acomodó en el asiento trasero del automóvil. Esperó a que su marido entrara y cerrara la puerta. Los anteojos oscuros ocultaban sus ojeras y sus lágrimas. No quería que la prensa la enfocara en ese estado. Los habían perseguido durante días. Los querían entrevistar para hablar sobre el niño. Todo el país estaba pendiente del caso, pero el corazón no aparecía. Las falsas alarmas se suscitaban y hacían llevar esperanza, para luego hacerla caer en un abismo. Bea no quería que esto saliera a la luz, pero la prensa se había enterado y todo se hizo masivo.

      La sociedad estaba dividida. Estaban quienes los apoyaban y hacían cadenas de oraciones por la salud de Martín. Y otros que los acusaban de no buscar los medios necesarios para obligar al gobierno a tomar una resolución sobre el asunto.

      La cruel realidad era que esperar un corazón compatible no era tarea sencilla. Cinco años atrás hubo un donante. Era un adolescente fallecido, cuyos padres decidieron donar sus órganos. Pero llegó tarde. Los tiempos de la burocracia no son los del cuerpo humano, el papeleo no tiene en cuenta la urgencia médica. Es muy triste, pero es así y, mientras el corazón viajaba en avión desde Formosa en una cámara refrigerante, el hermano mayor de Martín falleció.

      Ahora el caso había sido distinto. Nunca apareció un donante. Ni de un niño, ni de un adulto, ni de nadie. Y la desesperación se hizo eco en ella, una madre que acompañó a sus hijos hasta el final, incluso descuidando a su hija recién nacida.

      Fue creciendo en ella una sensación de impotencia que se alojó en su centro más profundo. Pasaron los días, se acostaba y se levantaba con la misma sensación de vacío. Se convirtió en una especie de humana autómata. Ni siquiera miraba a su hija al darle de mamar. Dejaba que su marido se hiciera cargo de todo, porque lo sabía capaz. Confiaba en él. Poco a poco él pensaría igual que ella.

      Una noche, meses después de la muerte de su segundo hijo, tuvo un sueño. Un corazón llegaba justo para salvar la vida de un niño, luego otro, y otro más. Una sucesión de órganos eran donados en masa y muchas personas de todas las edades eran salvadas. Ese día despertó con otro ánimo y le contó sobre el sueño a su esposo. Había una esperanza de revertir la situación y ella se encargaría de eso. Su marido la ayudaría, sabía que él haría cualquier cosa por ella.

      Cuando charló con Osvaldo sobre su plan, él sonrió satisfecho. No se alejaba tanto del que él había ideado, pero este era más controvertido, peligroso y deberían incluir a otras personas. No sería suficiente con ellos tres. Su marido no estaba del todo convencido. Sin embargo, Beatriz no pensaba igual. Ella sabía que muchas más personas que las que su marido suponía, estaban y estarían implicadas, pero no era necesario que Osvaldo estuviera al tanto de todo, lo dejaría hacer al punto de que se creyera que él era el ideólogo de todo. «Incrédulo», pensó. Debían comenzar lo antes posible. Su marido debía acceder a un alto puesto en algún sanatorio amparado por su título de médico, Rodrigo tendría que reformar la casa donde vivía y la de otros conocidos. Ella debería hacer valer su título de enfermera... ya mismo.

       Capítulo II

       San Rafael, Mendoza, Argentina. Febrero de 2019.

      —¡Polla! ¡Polla, abrime! —insistía Jacinto, golpeando la puerta de la casa de Iván desde hacía, por lo menos, veinte minutos. Él sabía que su amigo estaba dentro. No lo iba a engañar haciéndole creer que había salido. Le iba a ganar por cansancio.

      Jacinto había ido a buscar a su amigo porque lo sabía triste. Hacía muy poco tiempo que su hermano había muerto, al igual que otros tres hombres a manos de dos mentes macabras. Y la injusticia divina había querido que la asesina de Vicente Pollastrelli se escapara sin dejar rastros. El saber que se hallaba en alguna parte del mundo, viviendo una vida tranquila, no dejaba dormir en paz a los dos amigos.

      Se oyó el giro de la llave en la cerradura de metal de la puerta. La manija liberó la traba y la hoja de madera se abrió. Nadie se asomó. Jacinto entró, cerró tras de sí y se detuvo a observar la estancia. Había desorden, mugre, restos de comida (casi completa) y ropa tirada en el piso. Sintió el sonido de un cuerpo hundirse en los almohadones del sofá. Era evidente que Iván volvía a la misma posición en la que se hallaba antes de levantarse para abrir la puerta.

      —Polla, ¿qué pensás hacer de tu vida? —pronunció Jacinto, mientras se disponía a levantar la ropa del suelo.

      —Dejá todo como está. No sos mi mucama para ponerte a limpiar.

      —Veo que te queda algo de consideración por el prójimo, pero nada para vos mismo. Dejate de joder, Polla. ¿Podés levantarte?

      —No tengo ganas —respondió Iván tapándose los ojos con el brazo cruzado sobre su cara. Esa posición dejó al descubierto la aureola amarillenta de la camisa en la zona de la axila, señal de que había transpirado y que no se cambiaba de ropa desde hacía varios días.

      —¿Hace cuánto que no te bañás?

      —Que te importa.

      —¡Mierda, Polla! Sos terco, amigo... Necesito que te levantes, te bañes y comas algo. Hacelo por mí.

      —Ni en pedo.

      —Iván, hablo en serio. Esto no es sano para nadie. Lautaro hace días que pregunta por vos y no sé qué decirle —Jacinto se refería al sobrino de Iván—. Él también está triste, perdió un padre al que casi no conoció y está desorientado sin su tío. Te necesita.

      Si bien era verdad que Lautaro preguntaba por su tío, no era por tristeza, sino porque quería contarle varias cosas importantes. No se había visto afectado demasiado por la muerte de un padre ausente. Pero Jacinto apeló a esa artimaña, porque sabía que tocaría la fibra más íntima de Iván y lo creía capaz de cualquier cosa por un sobrino al que casi había criado.

      Iván cambió su posición. Se sentó en el sillón y miró a los ojos a su amigo.

      —Maté a mi hermano. ¿Cómo pretendés que siga adelante? —dijo casi en un susurro. De igual manera, Jacinto alcanzó a comprender lo que había pronunciado.

      —Vos no lo mataste. ¿Cuántas veces te lo tengo que decir? ¿Acaso hay alguna causa abierta en tu contra acusándote de asesinato?

      —Eso no es necesario. No hay nadie que pudiera acusarme. Yo mismo debería abrirla.

      —Debería