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Capítulo 3: Un alto en el camino
Capítulo 5: Viaje a las estrellas
Viaje al mar
Andrea Braverman
Ilustraciones:
Fernando Baldó
Para mi papá y mi mamá,
que siempre viajaban al mar.
Qué podía saber del mar el Petiso, si nunca se había alejado demasiado de su Caimancito natal ni del cuarto despintado donde vivía con su mamá.
Qué podía saber él de la espuma salada en la orilla, si solo había tocado la arena de la placita, que parece talco húmedo meado por los perros.
No, el Petiso no sabía nada del mar ni de las vacaciones ni de las reposeras ni de los protectores solares, aunque todo eso lo veía en la computadora de Blas, cuando se la prestaba.
Tampoco sabía del descanso en los veranos largos, ni del aburrimiento en la siesta, porque cuando no había escuela caminaba el día entero buscando cartón para ganar unos billetes. Eso sí, el Petiso decía que era pobre pero con suerte: no sabía del hambre ni de la falta de cariño, porque su mamá siempre lo esperaba con un plato caliente y un beso tierno. “Sos mi bendición, nunca te olvides”, solía decirle la mamá cuando le emprolijaba el flequillo y lo mandaba a la escuela. Y la verdad es que el Petiso nunca se olvidó, en especial el día en que una muerte y una revelación lo llevaron a emprender un viaje hacia el mar con su bolso al hombro y el corazón aturdido.
Y ese es el día preciso en que comenzó la historia que voy a contar.
1. El mundo al revés
Esa mañana, cuando sonó el timbre del segundo recreo, hasta el más lerdo salió rápido a buscar mate cocido y pan caliente. El Petiso no se quedó atrás, y cuando saboreó el pan pensó que era un día de suerte: último día de clases, fútbol en el recreo largo, pastel de papa con pasas de uva para el mediodía.
A la salida del colegio, con esa sensación de que era un buen viernes, caminó en silencio hasta que Blas le preguntó:
—¿Te acordás de Martincito, el hijo del intendente?
El Petiso se acordaba. El tal Martincito se había pasado a una escuela privada el año pasado. Y menos mal, porque era un torpe que en los recreos le buscaba pelea y lo burlaba porque era demasiado alto para su edad. “Sos tan alto que hasta los pantalones de mi papá te quedarían cortos. A vos te tendrían que llamar Obelisco”, se reía Martincito una y otra vez. Pero el Petiso lo dejaba reírse, porque su mamá cocinaba para la familia de ese fastidioso, y no quería que tuviera problemas por su culpa si lo sentaba en el piso de una piña.
—¿Qué pasa con ese pavo? –quiso saber el Petiso.
—Parece que lo llevan a Disney. Debe estar feliz –le contó Blas.
—Yo ahora tengo el gusto de la pasa de uva caliente en la boca y eso me hace feliz.
—No seas tonto. Mirá si vas a comparar un viaje a Disney con comerse una pasa de uva. Tenés cada idea vos.
El Petiso sonrió. Visto así, sonaba tonto.
—Digo que para los que no podemos viajar hay felicidades chiquitas, como tomar helado o jugar con un perro. Eso nomás.
—Sos un envidioso –embromó Blas mientras salía corriendo en picada–. ¡A qué no me alcanzás! El que llega último a la esquina es un cabrón.
La carrera fue pareja: el Petiso y Blas empataron en la esquina y se saludaron agitados para seguir cada uno a su casa.
—Nos vemos el lunes en la placita, Petiso.
—Chau, Blas. Pedile a Martincito que le mande saludos a Mickey.
Blas se alejó a las carcajadas, con la mano en alto. El Petiso se cruzó a la vereda de la sombra porque estaba tan transpirado que la ropa se le pegaba a la piel.
Al llegar a la pensión, tiró la mochila en la cama, se sacó las zapatillas sin desatarse los cordones, abrió la heladera y se quedó un ratito ahí, sintiendo el frío.
Este fresco ahora es la felicidad. Mañana quién sabe, pensó.
En eso, unos golpes secos sonaron en la puerta de chapa.
—¿Quién es? –preguntó el Petiso extrañado.
Cuando abrió, su pregunta se contestó sola. Era María, la vecina, que tenía la mirada enrojecida y la mano en la boca.
—¿Qué pasa? –se alarmó el Petiso.
—Llamaron del trabajo de tu mamá. Parece que se enfermó de golpe –titubeó María.
El Petiso recién ahí se dio cuenta de que todavía tenía el guardapolvo puesto. Se lo quitó y comenzó a buscar las
zapatillas.
—¿Está en la salita como la otra vez? Ahora la voy a buscar.
—No, no podés ir a buscarla, querido.
El Petiso explotó. Su felicidad sí que era corta.
—Cómo no voy a poder. ¡Si soy el hijo! Algo tengo que hacer.
—Es que murió. Ya no hay nada que hacer.
El día del Petiso se desmoronó como una torre de naipes mal puestos. Ninguna de sus pequeñas felicidades podía rescatarlo ahora de la confusión, de la presión en la cabeza transpirada, de la angustia en la garganta, de las ganas de que fuera una pesadilla.
Veía que la vecina gesticulaba, pero no escuchaba palabras. Veía que otros se acercaban a su puerta y lo miraban como si fuera un cachorro perdido. Él no quería lástima ni explicaciones.
—Hay que enterrarla al lado de mi abuela. Eso es lo que ella quería –se escuchó