JAQUELINA ROMERO
Índice de contenido
TODOS LEEMOS
Porque creemos que la lectura debe ser
accesible para todos, este libro cuenta
en su edición en papel y para los
dispositivos digitales que lo acepten con
el uso de la tipografía OpenDyslexic,
pensada y creada especialmente para
personas con dislexia.
Su diseño permite la mejor identificación
de las letras, junto a un interpalabrado
e interlineado que facilita la lectura de
aquellas personas con o sin dificultades.
Para más información sobre la dislexia
pueden consultar la página de
DISFAM (Asociación Dislexia y Familia)
en www.disfam.org
Hola, soy Pablo Alberto Penalti, futbolista y otras cosas más como hijo, nieto, hermano, amigo, estudiante y paseador del perro.
Hago vida de escuela: por la mañana voy al Colegio N° 11 del Mirador y por la tarde, a Inglés y Fútbol, esto último es lo que más me gusta; nuestro equipo se llama "Once FC". Temidos y respetados, "La Once" da batalla en todos los torneos, aunque sean amistosos. Nos juntamos con mis amigos dos veces a la semana en el colegio y hablamos de todo: de los partidos, de los mejores jugadores, de tácticas y de chicas, aunque de ellas, hablamos muy pocas veces.
Tengo una hermana que se llama Brenda y no me entiende, le molesta que vea todos los partidos, pero cómo explicarle que es fundamental saber cómo va la Bundesliga, la Copa Argentina, el Campeonato Carioca o la Copa del Rey. Se imaginan lo que me dijo ella… no puedo reproducirlo. Le dije que le iba a contar a mi papá y a mi mamá, pero se rio. "Con seis años", me dijo, "lo voy a negar todo, es tu palabra contra la mía, no tenés testigos".
Me quedé mudo, y pensé: caso cerrado.
Mi papá juega muy bien al fútbol, bueno, jugaba. Se dedicó últimamente a trabajar y catar pizzas y alfajores, la barriga ya a esta altura, es un impedimento importante, no para jugar, sino porque no le entran más las camisetas. Tampoco quiere comprar nuevas, dice que
verlas tan pequeñas le da fuerzas y motivación para bajar de peso.
A mi mamá también le gusta mucho el fútbol, tanto que quiso jugar y jugó, jugó mal, muy mal: en su primer partido hizo tres goles en contra y la bautizaron “la rústica”, se la pasaba más en el banco de suplentes que en la cancha, decidió dejar y cambiar por la zumba. Siempre dice que para jugar bien tiene que volver a nacer, así que mejor, que siga con el baile.
Ceviche, o "Viche" como lo llamamos, es el nombre de mi perro. Tiene cara de pocos amigos, trompa aplastada, como si se hubiese chocado de frente contra un vidrio, es perezoso y su comida preferida son las berenjenas gratinadas. Su arma secreta no son ni sus garras ni sus dientes filosos, es su aliento apestoso, que puede matar a cualquiera.
Descubrí su poder “halitóxico” el día que se quedó a dormir en mi habitación y al sonar el despertador me saltó, me miró y me ladró, directo a la cara y a mis fosas nasales, con esa fragancia pestilente que casi me desmaya como anestesia de hospital. Ahora ya aprendí y me quedo debajo de las sábanas hasta que se baja de la cama.
Mi mamá a veces me llama "Polli", de pollito. Le pedí que solo lo mencionara en la intimidad de la casa, puertas adentro, muy adentro, pero a veces falla. En mi último cumpleaños decoró la torta con un muñeco de un pollo vestido de futbolista. El pobre pajarraco parecía el hermano de la gallina Turuleca. Mi cara empalideció con la idea de que pudieran descubrir el apodo cariñoso de mi mamá. Mis compañeros miraban sin entender nada.
Hasta que la salvación llegó de la mano, o mejor dicho del pie, de mi primo Gonzalito, un pequeñín de cinco años que encontró entre los regalos una hermosa pelota número cinco. El niño tuvo la brillante idea de patearla con gran empeño hacia la torta, logrando un tiro al blanco impecable que dio directo al pollito futbolista: este salió volando, sin capa ni paracaídas que lo salvara. Se elevó un instante por el aire. Con una sonrisa lo miré, me despedí con la mirada y cayó para estrellarse contra el suelo. Inmediatamente lo abracé a mi primo y le dije: "Tendrás tu recompensa".
Juntos apagamos las velitas.
El peor de todos los apodos es el que me puso mi hermana. Quiero pensar que fue sin mala intención, solo le faltó una letra a mi nombre. Con apenas un año e intentando decir sus primeras palabras, empezó a llamarme Pabo. A medida que fue creciendo se encariñó con el sobrenombre y me decía Pabito, yo le deletreaba: Pa-bli-to, Pa-blo, blo blo blo, pero no hubo grandes cambios, a ella le parecía gracioso que tratara de corregirla, más porque me ponía nervioso, colorado y mis mejillas se hinchaban como a punto de estallar.
Con el paso de los años mejoró, pero cuando se enoja vuelve con las suyas y paso a ser el Pabo de la casa.