La avería. Friedrich Durrenmatt. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Friedrich Durrenmatt
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788418264566
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      SERIE MENOR, 1

      Friedrich Dürrenmatt

      LA AVERÍA

      TRADUCCIÓN DE JORGE SECA

      EDITORIAL PERIFÉRICA

      PRIMERA EDICIÓN: junio de 2020

      TÍTULO ORIGINAL: Die Panne

      DISEÑO DE COLECCIÓN: Julián Rodríguez

      MAQUETACIÓN: Grafime

      © Diogenes Verlag AG Zürich, 1986. Publicado por primera vez en 1956. Todos los derechos reservados.

      © de esta edición, Editorial Periférica, 2020. Cáceres

      Apartado de Correos 293. Cáceres 10001

       [email protected]

       www.editorialperiferica.com

      ISBN: 978-84-18264-56-6

      El editor autoriza la reproducción de este libro, total o parcialmente, por cualquier medio, actual o futuro, siempre y cuando sea para uso personal y no con fines comerciales.

      PRIMERA PARTE

      ¿Acaso sigue habiendo historias posibles, historias para escritores? Si no deseas contar cosas sobre ti mismo, universalizar tu ego de una manera romántica o lírica, si no sientes la necesidad de hablar de tus esperanzas ni de tus derrotas, ni de relatar con absoluta veracidad tus relaciones con las mujeres (como si la sinceridad pudiera trasponer ese asunto a lo universal y no más bien hacia lo médico, o hacia lo psicológico en el mejor de los casos); si no deseas eso, sino retirarte discretamente, salvaguardar con cortesía el ámbito de lo privado, enfrentarte al tema como el escultor a sus materiales, trabajando y desarrollándolos, e igual que los clásicos, intentas no desesperarte enseguida aunque apenas puedes negar el puro dislate que va apareciendo por todas partes, entonces escribir se vuelve más complicado y solitario, más absurdo incluso, porque una buena nota en la historia de la literatura no te interesa (¿a quién no le han puesto buenas notas, cuántas chapuzas no han recibido alguna vez un galardón?), los requerimientos del día son más importantes. Sin embargo, también aquí se plantea un dilema y una situación de mercado desfavorable. La vida ofrece mero entretenimiento: cine por la noche, la poesía de los periódicos por poco más de un franco, pero socialmente hablando se reivindican las almas, las confesiones, la veracidad nada más y nada menos, los valores elevados, las moralejas, las máximas morales útiles, hay que superar o corroborar siempre algo, unas veces el cristianismo, otras la desesperación habitual, o sea, literatura en resumidas cuentas. Ahora bien, si un autor se niega en redondo y cada vez con mayor obstinación a producir eso porque tiene muy claro que el motivo de su escritura está en sus manos, que está en su consciente y en su inconsciente en una proporción dosificada según cada caso particular, que se halla en sus creencias y en sus dudas, de acuerdo, pero también opina que justamente por eso no le incumbe para nada al público y decide entonces que ya es suficiente con lo que escribe, con lo que redacta, con aquello a lo que da forma, que le basta con mostrar la superficie como aperitivo y sólo esa superficie, trabajar en ella y sólo allí, y que en lo restante hay que mantener la boca cerrada sin comentar ni andar cotorreando al respecto. Alcanzado ese conocimiento, se quedará perplejo, titubeará, no sabrá qué hacer, será algo inevitable. Irá creciendo en su interior la sospecha de que no hay nada más que contar; abdicar se convertirá entonces en una opción a tener en cuenta; puede que sigan siendo posibles algunas frases, pero en general se producirá un viraje hacia la biología para concebir (al menos intelectualmente) esa explosión de la humanidad, esos miles de millones en ascenso, esos úteros que proveen incesantemente, o hacia la física, hacia la astronomía, rendir cuentas por una simple cuestión de geometría sobre la estructura en la que vamos dando vueltas por el universo. El resto, para las revistas ilustradas, para Life, Match, Quick y para Sie und Er: el presidente, en una burbuja de oxígeno; el tío Bulganin, en su jardín; la princesa con su comandante de avión, que es un manitas y sabe hacer de todo, los grandes del cine y sus caras de dólar, reemplazables, pasados de moda, de los que apenas se habla ya. Frente a todo esto, la rutina diaria de un fulano cualquiera, en mi caso de Europa occidental, de Suiza para ser exactos, el mal tiempo y la coyuntura económica, las preocupaciones y los fastidios, los disgustos de carácter privado, pero sin relación con lo mundano, con el desagüe de lo zafio y lo absurdo, con esa exhibición de las necesidades. El destino ha huido del escenario en el que se representa para ponerse al acecho tras los bastidores, fuera de la dramaturgia en vigor; en un primer plano todo se convierte en accidente, las enfermedades, las crisis. Incluso la guerra depende de que los cerebros electrónicos auguren su rentabilidad; pero aunque no sea así, las calculadoras funcionan, sólo las derrotas siguen siendo matemáticamente posibles. ¡Ay, si se llegasen a producir manipulaciones ilícitas en los cerebros artificiales! Pero hasta esto resulta menos penoso que la posibilidad de que se afloje un tornillo, de que una bobina se desajuste, de que un pulsador reaccione equivocadamente, que se produzca el fin del mundo por un cortocircuito, por un fallo técnico. Así que ya no hay ningún Dios amenazador, ninguna justicia, ninguna fatalidad como en la Quinta Sinfonía, sino accidentes de tráfico, roturas de diques como consecuencia de un defecto de construcción, la explosión de una fábrica de bombas atómicas provocada por un ayudante de laboratorio distraído, máquinas incubadoras mal ajustadas. Es a este mundo de las averías al que nos conduce nuestra carretera. En sus polvorientos arcenes, junto a las vallas publicitarias con anuncios de zapatos Bally, de Studebaker, de helados, y junto a las estelas conmemorativas de las víctimas de accidente, sigue habiendo alguna historia posible donde la humanidad se mira todavía en el espejo de una persona normal, donde la mala suerte se extiende sin querer hacia lo universal, donde se hacen visibles los platillos de la balanza de la justicia, quizás también de la clemencia vista por casualidad, reflejada en el monóculo de un borracho.

      SEGUNDA PARTE

      Accidente, ciertamente inofensivo, pero avería a fin de cuentas: Alfredo Traps1, para llamarlo por su nombre, empleado en el sector textil, de cuarenta y cinco años y todavía lejos de haber alcanzado una gran corpulencia, de aspecto agradable y modales suficientes si bien delatores de un cierto servilismo al filtrarse por ellos algo primitivo, algo de vendedor ambulante. Este tipo un momento antes iba circulando con su Studebaker por una de las grandes carreteras del país, contaba con llegar al cabo de una hora a su domicilio en una ciudad importante, cuando su coche se declaró de pronto en huelga. Simplemente dejó de funcionar.

      Allí estaba el vehículo lacado en rojo, desvalido, a los pies de una colina baja por la que serpenteaba la carretera; por el norte se habían formado algunos cúmulos en el cielo, y por el oeste el sol seguía estando alto, casi a punto de comenzar su descenso después de mediodía. Traps se fumó un cigarrillo y a continuación hizo lo que debía. El dueño del taller de coches que finalmente remolcó el Studebaker le contó que no podía arreglar el desperfecto hasta la mañana siguiente, se trataba de un fallo en la junta de la trócola y de la bomba de gasolina. No era cuestión de ponerse a averiguar si aquello era cierto, ni siquiera era recomendable intentarlo; uno se halla a merced de los dueños de los talleres de coches igual que en otros tiempos a merced de los bandoleros y, aún más atrás en el tiempo, de los dioses y de los demonios locales. Demasiado perezoso como para recorrer el camino de media hora hasta la estación de tren y hacer el viaje, algo complicado, aunque breve, de vuelta a casa, con su esposa, con sus cuatro hijos, todos chicos, Traps decidió pasar la noche allí. Eran las seis de la tarde, hacía calor, estaba próximo el día más largo del año, el pueblo a cuyas afueras se encontraba el taller era acogedor, desparramado en unas colinas boscosas, con su iglesia en lo alto de un cerro, su casa parroquial y su antiquísimo roble protegido con imponentes aros de hierro y sólidos refuerzos, todo muy resistente, aseado, hasta los estercoleros frente a las casas de labranza estaban cuidadosamente apilados y organizados. También había por allí una fábrica pequeña y varias tascas y casas de huéspedes. Traps ya había oído hablar de una de aquellas casas en términos elogiosos, pero sus habitaciones estaban ocupadas por un congreso de criadores de ganado menor, y le indicaron una casa en donde de vez en cuando ofrecían alojamiento a la gente. Traps titubeó. Aún era