Una música futura. María José Navia. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: María José Navia
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9789569707131
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      Una música futura

      María José Navia

      Premio Mejores Obras Literarias 2019, categoría cuento inédito

      (Ministerio de las Culturas, las Artes y el Patrimonio).

      © María José Navia, 2020

      Edición:

      © Kindberg Editorial, 2020

      Valparaíso, Chile

       www.kindberg.cl

       [email protected]

      Edición: Arantxa Martínez

      Diseño: Sebastián Paublo

      Ilustración: Renato Órdenes San Martín

      Primera edición: abril de 2020

      ISBN edición impresa: 978-956-9707-12-4

      ISBN edición digital: 978-956-9707-13-1

      Diagramación digital: ebooks Patagonia

      www.ebookspatagonia.com [email protected]

      Todos los derechos reservados. Prohibida la reproducción total o parcial de esta obra, por cualquier medio o procedimiento, sin permiso expreso de la editorial.

      Para Sebastián, mi canción de siempre.

      The future is like a listener who can put the sounds together and respond. The future is only the past recognizing itself at another location

      FANNY HOWE

      El amor es como la música,

      me devuelve con las manos vacías,

      con el tiempo que se enciende de golpe

      fuera del paraíso.

      Conozco una isla,

      mis recuerdos,

      y una música futura,

      y la promesa.

      Y voy hacia la muerte que no existe,

      que se llama horizonte en mi pecho.

      Siempre la eternidad a destiempo.

      BLANCA VARELA

      I know we’re still here, who knows for how long,

      ablaze with our care, its ongoing song.

      MAGGIE NELSON

      […] porque el futuro ya no es la exploración del infinito espacio exterior sino la reducción del espacio a ocupar en el interior de la Tierra.

      RODRIGO FRESÁN

      CUIDADO

      El bosque está lleno de animales. El despecho es uno de ellos.

      María Negroni

      Soy yo quien los desconecta. Quien les quita teléfonos y dispositivos. Quien los lleva a sus cabañas, aún asustados. Quien les cuenta de los horarios de la electricidad y la escasez del agua. Quien les desea buena suerte.

      O quien les dice, a los pocos que preguntan por el ruido, que en esa casa que ven ahí cerca se fabrican ataúdes.

      Lo digo con una sonrisa, pero nunca nadie se ríe.

      Los pasajeros llegan siempre con cara de perdidos. Les cuesta despedirse de sus teléfonos y pantallas. Me ven depositarlos dentro de una caja, con una etiqueta, y estoy segura de que algo de ellos se queda allí también. De a poco los voy ubicando en sus cabañas estrechas, sólo una cama, una mesita de noche, un armario de madera y el baño. Las comidas se realizan en un comedor, por grupos; tenemos también una biblioteca en la que podría haber más libros. Los pasajeros a veces dejan los suyos, cuando terminan la estadía, el tratamiento, más o menos felices. Nada muy bueno, la verdad, best sellers que se olvidan rápido, a veces incluso revistas. Ahí se quedan, sin marcas interesantes que vigilar. Hojas pegoteadas, manchadas con café. Libros tristes.

      Yo vivo junto a mi hermana en la casa principal. Fue mi elección no alojarme en las cabañas, aunque todos los días me toca ir a hacer las rondas para inspeccionar que nadie se haya escondido algún aparato en los calzones. No queríamos llegar a ese nivel de paranoia, pero había casos desesperados de vez en cuando. Gente que ofrecía plata, regalos, por unos minutos de conexión. Sólo revisar un correo que estaban esperando, me juraban, sólo decirle algo a la familia, urgente.

      Sólo un rato.

      La respuesta era siempre no.

      Soy también yo la encargada de revisar las cabañas antes de que se realice la última limpieza. La que encuentra calcetines enredados en las sábanas, la que luego va a donar la ropa que quedó por ahí tirada. La que lleva las galletas y chocolates a la cocina. La que vacía lo que queda de los productos de belleza en el lavamanos.

      Ahora guardo el último celular en la caja y acompaño a una mujer rumbo a su habitación. No me mira ni me habla, está demasiado desabrigada para este clima. Tirita. No tengo nada para ofrecerle y en las cabañas no hay calefacción. No sé qué tiene que ver el frío con todo el procedimiento.

      Clara alguna vez me lo explicó, pero ya no me acuerdo.

      Hace tres semanas que la acompaño en el sur. A ella y sus perros. Raúl anda en uno de sus viajes, filmando algo que luego seguro se gana muchos premios de festivales con nombres difíciles de pronunciar.

      Mejor así.

      Nunca me ha caído bien.

      Clara dice que está feliz de que esté aquí. Que no le gusta quedarse sola tanto tiempo. Pero yo la veo jugar con sus perros entre sonrisas que nadie más aquí tiene. Hay una felicidad rara en ella, algo que debiera estar prohibido. Nunca tuvo hijos y ya no va a tener.

      Parece no arrepentirse.

      Pongo mi computador sobre un escritorio que mira al lago, una mancha celeste que a ratos me da nostalgia. Dejo también mis diccionarios, mi libreta de apuntes. Sobre la cama está la bandeja con el desayuno. Rocío, la mujer que nos ayuda con la cocina, me lo trajo en un gesto que me conmovió.

      Hace años que no tomo desayuno en la cama.

      Muerdo una tostada y algo en mí se revuelve. No alcanzo a llegar al baño, derramo todo junto a la puerta. Menos mal que la pieza de mi hermana está en el piso de abajo y que a esta hora debe estar todavía durmiendo. El olor ácido ya va subiendo por las paredes o puede que sea yo la que lo siente en todas partes: en mi nariz, en mis brazos, en el pelo. Mojo una toalla y la paso por el suelo de madera. Me lavo la cara y me miro, pálida y ojerosa, en el espejo del lavamanos.

      Todavía no se lo cuento a nadie.

      Lleno de agua la tina y echo un líquido para hacer burbujas. Lo dejó uno de los pasajeros, de los pacientes, de los huéspedes. Nunca sé cómo llamarlos.

      Mi cuerpo sigue igual, aunque me duelen los pechos cada vez que los toco. Me pican los pezones, siento que del sexo me sale un olor distinto. A veces, antes de acostarme, meto un dedo y me lo llevo a la nariz.

      Siempre me gustó sentirme sucia. Ahora, en cambio, las náuseas me sorprenden y me humillan. El mundo entero parece impregnado de un olor que no soporto.

      Aprovecho de bañarme mientras dura el agua caliente. Son sólo unas horas, luego todos quedan condenados a las duchas heladas. Más frío. ¿Por qué era lo del frío? Sumerjo la cabeza y, por un instante, no puedo oír nada.

      Obligo a mi cuerpo a aguantar la respiración. Luego me arrepiento.